Cabeza hedionda y políticas de libre mercado

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Si entendemos que el pueblo es un cuerpo enorme que tiene cabeza, manos, pies, etcétera, su cabeza entonces debería ser lo que Mao Tse Tung denominaba la categoría hedionda, es decir la elite intelectual. Ellos deberían pensar para que el pueblo también pueda pensar ya que el ser humano toma como ejemplo aquel que lo supera en inteligencia y conocimiento.
¿Dónde están y que hacen hoy los que se supone deberían pensar? Impera la corrupción, criminalidad, irresponsabilidad y otros males.
Las imágenes de las protestas en Venezuela y el sufrimiento en Siria aparecen en las redes sociales, medios de comunicación y son tema de conversación en círculos de amigos y almuerzos familiares. Me es cercano el padecimiento de los países en cuestión y, sin embargo, prefi ero no entrar en discusiones sobre lo justo o injusto que resultan estas incursiones de fuerzas militares a territorios ajenos con el propósito de traer democracia, paz y prosperidad; lo único que logran
es la muerte, sufrimiento y pobreza humana.

Hace algunos años mi país pasó por situaciones similares. Acompañada de El Idiota de Dostoievski hablando un idioma que no era mío, ocultando mi identidad serbia ansiosa de
juntarme con mis padres emprendí el viaje inseguro hacia mi ciudad. “A media noche sale un tren de dos vagones hacia Serbia…”, me dijeron. “…si hay más de veinte pasajeros. De lo contrario no sale”.
“El tren fantasma”, así lo llamaron porque no tenía ni horario ni precio fi jo de pasaje. Uno le ponía en el bolsillo al conductor lo que podía. Algunos pagaban con un par de chorizos o un queso. Lo que sea. Todo tenía valor aumentado en la época de la guerra. La época de la oscuridad. El conductor recibía por radio la señal de los aviones bombarderos que se acercaban. Entonces había que salir de los vagones, esperar y orar para que el piloto de la nave no esté
interesado en descargar su paquete de muerte sobre este fantasma insignificante parado en medio de la nada, y poder seguir. Los 400 kilómetros que era la distancia de la estación de trenes de la ciudad de Budapest en Hungría, único país por cuya frontera podíamos circular en esa época, hacia la ciudad de Novi Sad en Serbia, la parada final de este tren, los recorrimos durante doce horas. Demasiado largo y tedioso el viaje impregnado de miedo e inseguridad.

“A Dios gracias que no tengo hijos hombres para que vayan a la guerra”, decía mi madre. La casa era llena de familiares que se escaparon de Bosnia donde dejaron sus casas y todo lo que no cabía en sus maletas de mano. Había que compartir todo. Comida, ropa y palabras de consuelo.
Las plazas de la ciudad estaban llenas de refugiados que no entendían porque de un día a otro sucedió la tragedia que los dejó sin techo y a muchos sin sus seres queridos que murieron sin saber por qué. Una bala o una bomba descargada de una fuente desconocida, acabó con la vida de miles de personas. La operación de destrucción tenía nombre. La muerte llegaba desde los cielos bajo el título: “El Ángel Misericordioso”. Vaya ironía, decíamos, cuanta misericordia llena de uranio, muerte y destrucción.
La discusión sobre Venezuela y Siria sigue en la conversación de “sobre mesa”. Mi opinión resulta siendo demasiado pesimista. Hablar sobre las corporaciones que dictan las reglas y ordenan el mundo según sus políticas de expansión de mercado se convierte en retórica. El mercado libre es el máximo ente regulador de las relaciones sociales y psicológicas. Y si para cumplir metas del mercado se tienen que borrar naciones enteras del mapa, pues hay que hacerlo. Fácil resulta ser.