El peronismo vuelve

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Foto: Ronaldo Schemidt/Agence France-Presse — Getty Images

Alberto Fernández recibirá un país con pobreza e inflación en auge y a punto de quebrar. Para evitar las convulsiones que han sacudido a la región, debe apelar a la esencia peronista: incluir más allá de cualquier lógica aparente.

Un hombre frente al espejo, esta mañana. El hombre se mira la cara; los hombres mayores tratan de no mirarse mucho, esquivar los estragos del tiempo en sus caras. El hombre mira, sin embargo, hoy -hay algo extraño-, por más tiempo esa cara que ya no es su cara: que se ha reproducido en miles de afiches, millones de boletas; el hombre mira la cara que en unos días va a estar en miles de retratos en miles de oficinas, cuarteles, hospitales. El hombre, en unos días, va a ser el presidente de un país.

El hombre lo cree y no lo cree. Hace unos meses era un político semirretirado que pocos recordaban; no hay muchos casos de aparición tan súbita, tan inesperada. El hombre va a mandar un país. El país está en crisis; el hombre debe estar lleno de sí, lleno de ideas, lleno de temores. El hombre, un suponer, está apurado: en un rato debe ir a ver al presidente y, poco después, van a abrir los mercados.

“Los mercados” es el eufemismo que se usa en la Argentina para nombrar a la Bolsa, los bancos y los grandes cambistas que rigen, a golpes de maniobras financieras, la vida del país, las vidas de sus ciudadanos. Anoche mismo, tras los primeros resultados, el gobierno liberal anunció que nadie podría comprar legalmente más de 200 dólares por mes -la medida menos liberal-, pero nunca se sabe.

Anoche el hombre, Alberto Ángel Fernández, un abogado porteño de 60 años atildado y sonriente, recibió los votos de más de 12 millones de compatriotas -el 48 por ciento-, que hicieron innecesaria la segunda vuelta. El mérito no fue completamente suyo: tras cuatro años de gestion errática, que terminará el año arañando el 60 por ciento de inflación y el 40 por ciento de pobreza, el rechazo del presidente Mauricio Macri, su adversario, fue una razón de peso.

Y, sin embargo, su resultado fue menor que lo esperado: cuando los pronósticos auguraban 15 o 20 puntos de diferencia, fueron menos de ocho. En los últimos días, el miedo u odio al peronismo, la reivindicación del orden institucional y el recuerdo de las corruptelas le permitió al macrismo repuntar y perder casi digno.

Y aguarle la fiesta a su adversario: Fernández se imaginaba triunfador en todo el país, una fuerza de unificación avasallante, pero los resultados de la elección no acompañaron esa idea. Macri, pese a todo, le ganó en los cinco distritos más ricos: la Ciudad de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Mendoza y Entre Ríos. La división sigue firme: los resultados son un mapa de las clases sociales argentinas, provincias pobres peronistas, liberales las acomodadas.

Es cierto, además, que la derrota de Macri sigue el modelo latinoamericano actual: muy pocos líderes, estos últimos años, lograron reelegirse. Los partidos gobernantes pierden elecciones porque millones de ciudadanos están insatisfechos y, sin muchas más opciones, caen en el ida y vuelta: votan a un partido, no funciona, votan a su rival, tampoco, votan de nuevo al primero, menos todavía. Hasta que, a veces, salen a la calle: estos días en Chile, por ejemplo, el proyecto del presidente Sebastián Piñera -la “versión exitosa de Macri”- se derrumbaba en calles y avenidas.

Así que ahora en la Argentina la opción kirchnerista, que hace cuatro años parecía acabada, ha vuelto con renovados bríos. O quizá no. No se sabe, y es la gran intriga.

Porque el prepresidente Alberto Fernández basó su campaña, breve y terminante, en convencer a millones de que lo que volvía no era el kirchnerismo sino el peronismo.

Son cosas muy distintas. El kirchnerismo es una forma política que se fue aislando cada vez más: se quedó con los incondicionales y fue excluyendo a todo el resto. El peronismo es, en principio, lo contrario: el arte de incluir más allá de cualquier lógica aparente.

El peronismo -que siempre derrota a los que intentan definirlo- es una máquina de concentración y conservación del poder que lleva 75 años dominando la escena política argentina; su metáfora básica es la bolsa de gatos. Ya lo decía su fundador, el general Perón: “Los peronistas somos como los gatos. Cuando nos oyen gritar creen que nos estamos peleando, pero en realidad nos estamos reproduciendo”.

Su gran arte consiste en mantener a los gatos en la bolsa. La potencia peronista siempre estuvo en la coexistencia inverosímil de todo tipo de variantes; el kirchnerismo no lo supo entender y por eso -y por sus descuidos con el dinero ajeno- perdió dos o tres elecciones seguidas y estuvo a punto de desaparecer. Macri, con su incompetencia y su maquiavelismo de moqueta, le hizo el favor de mantenerlo a flote, pero fue el peronismo “albertista” el que le dio la posibilidad de volver al poder con su silogismo ya casi famoso: “Sin Cristina no se puede, con Cristina no alcanza”. La frase sintetizaba dos hechos concurrentes: que la expresidenta retenía 30 o 35 por ciento de los votos, que la otra mitad de los votantes jamás la elegiría.

Alberto Fernández es un hombre que, a lo largo de su vida, cambió muchas veces de ideas; hace tiempo encontró por fin este lugar donde casi cualquier idea puede encontrar el suyo. Y ha dedicado su campaña a tratar de convencer a cuantos más mejor de que está con ellos, prometerles lo que quieren oír: que él es uno de ellos, aunque también tiene que hablar con todos los demás para que sus proyectos salgan adelante.

Fernández sabe hacerlo y lo ha hecho en estos días con banqueros, sindicalistas, empresarios, luchadores sociales, terratenientes, obispos, cultureros varios. Pero es cierto que en campaña es -relativamente- fácil; la cosa se complica cuando el prometedor tiene que gobernar. Entonces debe tomar medidas efectivas y esas medidas favorecen a algunos, perjudican a otros. Por eso, por si acaso, Fernández insiste en que quiere empezar su gobierno con una especie de gran acuerdo nacional: todavía nadie sabe en qué consistiría, aunque se habla de precios y salarios y potenciar el papel del Estado y mejorar la situación de los más pobres. Pero es cierto que no ofrece nada muy estentóreo: ni el vamos por todo de Cristina ni la felicidad jajajá de Macri. Sus propuestas intentan ser más o menos razonables, mesuradas; hay quienes se lo critican. Pero, frente a la gritería reciente, eso sedujo o tranquilizó a muchos. Mientras tanto, su proyecto económico no está nada claro -y, además, en la Argentina los proyectos económicos duran meses, semanas, hasta que la siguiente sacudida obliga a buscar otro-.

El hombre, en su camino hacia la Casa Rosada donde lo espera el presidente, recibe los primeros datos: el dólar no se disparó y, siguiendo la tendencia de los últimos días, la bolsa resiste.

Parece que, por el momento, los capitales lo apoyan, le confían -o que ya habían descontado su triunfo-. No sabe cuánto puede durar; nadie lo sabe. Mientras, el hombre se maravilla de cómo ha cambiado su destino: ahora, pase lo que pase, estará en los manuales de historia. Hace unos días decía que su aspiración era modesta: “Devolver la Argentina a la normalidad, terminar con el ciclo de crisis tras crisis”. Parece poco y no hay nada, en verdad, más ambicioso: muchos ya fracasaron intentándolo.

Esta mañana, en cualquier caso, empiezan sus mejores días, sus peores. En este mes y medio de poder sin gobierno que le queda hasta la asunción podrá armar pactos, repartir promesas, conceder mercedes sin tener que confirmarlos en los hechos; mientras tanto, el que pronto será su gran opositor seguirá en el gobierno sin poder, capeando crisis, dividido entre su deber de sostener el país y su tentación de complicarle las cosas al enemigo que acaba de vencerlo. Para volver, eventualmente, Mauricio Macri depende de algo que, en la Argentina, siempre fue una buena apuesta: que al siguiente también le vaya mal. O sea: que al país le vaya mal. Es su única opción.

Antes, el 10 de diciembre, el hombre recibirá un bastón de mando, un sillón, vivas y vítores y abrazos y un país siempre a punto de quebrar. Entonces tendrá dos problemas principales. Deberá, para empezar, consolidar su poder dentro del peronismo: gobernadores, jefes sindicales, sectores económicos, caciques varios. Es fácil, en principio, para un presidente, que maneja la mayoría de los botones; parece más difícil cuando se recuerda que quien lo nombró fue su vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner. Para que el hombre consiga gobernar, el peronismo debe terminar de imponerse al kirchnerismo, su idea incluyente a la práctica excluyente de su vice, la componenda a la pelea.

El hombre, ahora, no quiere pelea; los argentinos, ahora, se diría, no la quieren. Para evitarla, el hombre debe mantener a todos los gatos satisfechos en la bolsa; en cuanto vacile, en cuanto falle, ese reino de taifas ambiciosas que es el peronismo respetará sus tradiciones y se alzará en su contra.

Quizá pueda evitarlo, pero no será fácil. Si lo logra, solo le quedará el otro problemita: la Argentina.