Permisos y guerras

Por Zana Petkovic
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pasaporte sanitario
Foto: France 24

Sé que me observa. Con esa sonrisa que perdona todo, lo aprueba y bendice. Hoy salgo temprano hacia la orilla del mar. Por el camino por donde lo hacia ella. Por fin te levantas temprano, la escucho decir. Disfruta, me dice. Quiero contarle cuanto la extraño, pero no digo nada. Ella lo sabe.

Estamos en una guerra, madre. Que bien que tú ya no estás aquí para sufrir esta otra. Todavía no tenemos la respuesta a la pregunta que nos hacen los jóvenes de qué hicimos con el mundo para que ahora esté tan contaminado, y pronto nos harán otras sobre los códigos y permisos de circular. Se habla de que se necesitarán permisos para entrar a un restaurante. Nos torturan mentalmente. Nos exige mucha fuerza y tiempo llenar formularios, hacer análisis de mocos y sangre, además de dar huella digital a cada paso. Y nadie sabe quién y para qué están reuniendo todos esos números, códigos, huellas. No importa a que nación uno pertenece o si son pro o contra vacunas. No importa a que equipo de fútbol apoyen ni si la tierra es plana o no.

Acá estamos en una guerra seria donde se va definir el futuro de la humanidad. Hoy se controla la entrada a los cafés, mañana será a las oficinas, barrios y edificios. Suena ridículo. También nos parecería ridículo si hace tan solo cinco años alguien nos hubiera dicho que sin permiso no podremos entrar a nuestro café preferido.

Estoy de acuerdo con los que creen que estamos en el punto de quiebre global y que una enorme corporación del nuevo orden mundial está testeando los límites de nuestro soporte. Y el soporte propio también. Se introducen nuevas medidas, se eliminan las anteriores y regresan de nuevo. El experimento global está en proceso de desarrollo. Se calculan las reacciones, se anotan los resultados. Todo esto dura demasiado. Y no son los políticos los culpables. Ellos son unos tristes personajes que obedecen cumpliendo órdenes.

No existe oposición. Se trata de la pelea de dos bandos por el poder, como pelean dos gladiadores con espadas falsas y después de la pelea acuden al mismo dueño del circo que les paga a ambos y les da coordenadas para la siguiente pelea.

Muy triste mamá, murmuro. Traje café y galletas. Estoy sentada en el banco que solíamos ocupar cuando estábamos veraneando todavía juntas acá. Los días llenos de recuerdos. Se adueñaron de las playas. Se les ocurrió cobrar por entrar a la playa, pusieron soleras, sombrillas.

Hace años ya de eso. La gente luchó y ahora hay mitad de espacio para los que pagan una pequeña fortuna para broncearse y otros que prefieren echarse sobre la arena.

Cansa la pelea, madre. Tú lo sabes muy bien. Los mismos que tiraron bombas sobre nuestras casas ahora nos cobran espacio en nuestras propias playas, nos exigen permiso para entrar a nuestras tierras. Si hoy aceptamos los pasaportes para movernos dentro de nuestras ciudades, mañana nuestros hijos y nietos no sabrán lo que es ser amigo, vivirán en guetos, sus pasos se llenarán de temores, tendrán miedo del mundo que los rodea, temblarán por dentro.

Por eso me alegré al ver que los talibanes hicieron lo que hicieron. Me alegré, no por las muertes. Me alegré porque todavía hay alguien que puede hacer una revolución. No comparto bajo ningún punto de vista los ideales de los talibanes, pero me alegré ver que hay alguien que pudo contra ese poder invasor que se hace llamar pacificador y demócrata y creador de imágenes falsas de la vida que no existe más que en su fábrica de sueños llamada Hollywood.

Y ese su presidente que parece cadáver andando. Y su ministro que trata de justificar los cuerpos que caen desde el aire, gente desesperada que trata de escapar. La caída de ese imperio está escrita, mamá, pero no va ser rápida. Y va a ser dolorosa. Me pongo triste pensando en la juventud. Ningún Estado es más fuerte que su gente que quiere ser libre, dijo alguien. Tendrán que luchar por su libertad.

Anda a nadar, el agua del mar te va relajar, limpiar tus temores y calmar tu mente, me dice mi madre. Ya sabes, a nadie la vela le ardió hasta el amanecer, repite su frase favorita.

Vaya a nadar, y todo va estar bien, me dice. Yo siempre estaré acá esperándote.