Chulo en apuros

Por: Juan de Recacoechea
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Rotterdam

Llegamos a Rotterdam una mañana lluviosa, los últimos días de aquél invierno, que fue bastante severo.  Luego de descender del tren que nos había transportado desde Paris, nos dirigimos sin perder tiempo hacia el puerto.  Tomamos un trolebús y atravesamos las calles de un trono plomizo y deprimente.  El puerto de Rotterdam es sin duda uno de los más grandes del mundo y probablemente el que tiene más tráfico en Europa.

Manolo Izquierdo, un arquitecto delgado, cuyo aspecto era el de un intelectual decepcionado e irritable, estaba sentado a mi lado; contemplaba la ciudad sin m cuyo entusiasmo.  El padre Van de Riet nos espera En el Stella Maris dijo volviéndose hacia mí.

Habíamos abandonado Paris al finalizar la tarde del día anterior, en el tren que pasaba por Bruselas con destino final en Rotterdam.  El viaje aunque no muy largo, nos cansó y no veíamos la hora de tomar un  café con panqueques holandeses. El trole nos dejó en la entrada del puerto.  La garúa había cesado, pero el cielo continuaba cubierto por amenazantes nubes.  El Stella Maris era un hospedaje destinado únicamente a los marinos.  Luego de desayunar y fumar un cigarrillo nos dedicamos a buscar al padre Van de Riet.

El jesuita tenía su despacho en la planta baja del edificio  nos recibió con cordialidad.

-Justo a tiempo- dijo.  Hay un par de cargueros que van a salir pronto con destino al Extremo Oriente.

Manolo había conocido al padre Van de Riet un par de años antes, cuando trabajaba para Radio Hilfersum, y se ocupaba del programa en español, para la América Hispana.  Le había escrito desde Paris, pidiéndole que le buscara un barco de carga que navegara lo más lejos posible. Estaba cansado de Paris, donde había vivido durante los últimos cinco años.  Quería conocer la China y la India, o tal vez la Polinesia.  El jesuita que era una persona afable y que tenía bastante influencia con los capitanes de los buques cargueros de diferentes nacionalidades, le contestó que se ocuparía del  asunto.  Añadía en su carta que era importante que le informara la fecha de su arribo a Rotterdam.

Manolo le escribió que probablemente llegaría con un amigo boliviano, quien deseaba navegar por mares lejanos e inhóspitos.

El jesuita era un hombre de unos cincuenta años, de rostro bondadoso; su piel era la de un hombre del norte de Europa.  Tenía los ojos de un azul brillante.  Su mirada era comprensiva y sus gestos amables.

-Puede ser un viaje largo –dijo-, hablo de varios meses.

-Mejor- dijo Manolo.

-Nunca navegaron antes ¿verdad?

-Es la primera vez – contestó Manolo.

El padre Van de Riet nos condujo por los muelles que conformaban el inmenso puerto.

Nos detuvimos frente a un viejo carguero:   El Raja Maru, que había surcado los mares por más de veinte años.  La tripulación era asiática y la oficialidad holandesa.  El capitán, un tipo barbón que fumaba pipa que conocía al jesuita desde que había comenzado a navegar, nos acogió con buen humor.  Van de Riet le dijo que estábamos dispuestos a trabajar en cualquier cosa.  El capitán aceptó y nos pidió nuestros papeles.  Era obligatorio estar sindicalizado.  Sin credencial del sindicato era imposible trabajar en un barco.  Entrar al sindicato, tomaba tiempo.  Era lo que menos teníamos.  El capitán se disculpó y nos invitó a una cerveza en compensación.  Abandonamos el barco bastante deprimidos.  Nuestro sueño se había ido al carajo.  El jesuita, al que habíamos contagiado nuestra tristeza nos preguntó si teníamos alguna alternativa de trabajo.  Negamos  con la cabeza.

-¿Tienen dinero? – preguntó.

-Unos veinte dólares –dije con cierta consternación.

Se apiadó de nosotros y nos regaló cincuenta florines.  Nos deseó buena suerte.  Antes de despedirnos, nos bendijo con la señal de la cruz.  Una hora después, afligidos, desmoralizados, abordamos el tren que nos conduciría a Ámsterdam.

Nos alojamos en un hotelito cerca del distrito “rojo”, donde las mariposas nocturnas se exhibían en vistosas vitrinas.  Era un hotel barato frecuentado por gente con problemas.  Conseguir un trabajo en Ámsterdam en los años setenta no era fácil y menos para dos sudamericanos sin papeles.  Se no fue acabando el dinero poco a poco.  Un día antes de entrar en total bancarrota, pasábamos sin rumbo por una calle que bordeaba uno de los tantos canales de esta ciudad, que es una verdadera joya.  De pronto Manolo escuchó su nombre.  Una muchacha se nos acercó.

-Tú eres Manolo, ¿no es cierto?- preguntó la joven.

-Sí

-¿No te acuerdas de mí?

La muchacha era rubia, de mediana estatura; maquillada en exceso, los párpados sombreados con un color violeta que le conferían un aspecto pintoresco.

-Soy Berthe, tu antigua secretaria cuando trabajabas en radio Hilfersum.

-Berthe- repitió Manolo, sin creer lo que veía.

-Estoy muy cambiada – dijo la joven.

No obstante, era la misma Berthe.  Nos invitó a beber una cerveza en un bar cercano.  Encendió un cigarrillo de una marca exótica y nos contó su historia.

-Cuando te fuiste de Holanda, Manolo, yo seguí en la radio como secretaria unos meses más, hasta que conocí a un tipo que tocaba en una banda de rock.  Me llevó a vivir con él.  Me inició en la marihuana y luego en el consumo de cocaína.  La droga era cara, y el dinero que Friso ganaba no alcanzaba para comprar la cantidad que necesitábamos; yo no podría trabajar en el estado que estaba, así que no tuve otro remedio que entrar en la prostitución.  Friso dejó de tocar en la banda y se convirtió en mi chulo.  No solamente me chuleaba, sino que vendía droga.  Un buen día la policía lo agarró infraganti.  Lo juzgaron y le dieron dos años de cárcel.  Ayer lo visité en la prisión.  Todavía le queda un año adentro.

Manolo y yo, escuchábamos el rocambolesco relato sin pestañear.  La muchacha no mentía; era demasiado simple para inventar una historia de esa talla.

-Yo sigo de putona, pero me quedé sin chulo –dijo Berthe con una sonrisa de una ingenuidad conventual.

-Vaya historia- dijo Manolo-, ver para creer.

-Deseábamos enrolarnos como marineros en un barco.  Estuvimos en Rotterdam, pero no pudimos embarcarnos ya que no contábamos con los documentos requeridos. Estamos sin blanca y buscamos algún trabajillo que nos permita sobrevivir. Si sabes de algo…

-Sin papeles es muy difícil- dijo Berthe.

-Si no encontramos nada hasta mañana, trataremos de volver a Paris en uno de esos camiones que transportan carne.  ¿No sabes cuánto cuesta el viaje?

-Ni idea- dijo Berthe.

Nos miró con lástima.  Estudió un buen momento a mi amigo Manolo.  Pasó su mano por la cabeza del arequipeño; lo acarició suavemente.

-Tal vez, podrías ayudarme en mi trabajo dijo Berthe -. Necesito alguien que controle a mis clientes.  A veces vienen borrachos, a veces no quieren pagar.

-Nunca trabajé como chulo, pero no creo que haya problema –dijo Manolo.

-Te facilitaría unos veinte dólares diarios.  Te conseguiré una habitación económica para ti, y tu amigo.  Pueden almorzar y cenar en el bar que queda frente al lugar donde trabajo.  Yo laburo en el primer piso, en una casa que queda no muy lejos de aquí.

Era la proposición más insólita que Manolo había recibido en su vida.  De intelectual marxista a chuleta había un abismo.  Sin embargo, aceptó.  No teníamos otra opción.  Era eso o la carretera haciendo dedo a cuanto coche pasara.  Al día siguiente, luego de que Manolo aprendiera los secretos de la profesión de la mano de Berthe, nos instalamos en el bar “Manhattan”, un barcito a media luz, en compañía de una media docena de chulos que venían sobre todo de las Indias Holandesas en el mar Caribe.  Negros, mulatos, que estaban en actividad ya muchos años.  Tipos de cuidado, que al principio nos tomaban el pelo y luego se hicieron amigos.  Pasábamos el tiempo bebiendo cerveza y jugando a las cartas.

Llegábamos a las once de la mañana y nos marchábamos a las siete de la tarde.  Berthe ejercía sus encantos la frente del bar.  Se apoyaba en el marco de la ventana y desde allí, hacía ojitos, silbaba o llamaba a los pasantes con el dedo.  Trabajaba bastante, y sus clientes eran sobre todo marinos que venían de distintas partes del mundo.  Cuando Berthe se cansaba, descendía al bar y nos hacía compañía.  No era una chica brillante, pero gozaba de un buen sentido del humor. Tampoco era muy guapa, sin embargo su simpatía hacía olvidar todo.

Manolo creyó que al invitarlo como custodio, la chica iba también a compartir su lecho.  Se equivocó de medio a medio.  Ella seguía enamorada de Friso, su amor encarcelado.

La vida durante los primeros días fue apacible.  Al parecer, era un trabajo como cualquier otro.  Yo evidentemente no tenía la obligación de quedarme en el bar, y a veces me daba una vuelta por los museos de Ámsterdam que están entre los mejores de Europa.

Mi obligación como compañero era no obstante permanecer al lado del arequipeño que tenía una suerte de gitano.  El invierno se iba acabando y la temperatura anunciaba la primavera.  El cielo se abrió y el azul del firmamento nos llenó de optimismo.

Una tarde, a eso de las cinco, un marino noruego, grandote como uno de sus antepasados vikingos vio a Berthe en la ventada y se animó a echar una cana al aire.  Subió y Berthe cerró la ventana.  No pasaron diez minutos cuando escuchamos los gritos histéricos de nuestra protegida.  Manolo se levantó y salió a la calle.

-Me robó la plata de mi bolso- gritó la muchacha a Manolo.  Detenlo y haz que me devuelva mi dinero.

El noruego descendió las escaleras y Manolo fue a su encuentro.  El marino escandinavo medía casi uno noventa, pesaba alrededor de los cien kilos.  Manolo a su lado era como un bailarín de flamenco.

Manolo en un larde de valentía se le puso enfrente.  El noruego sonrió y le dio un cabezazo en uno de los hombros; no se lo dio en la cara para no enviarlo directamente al hospital.  Manolo se escurrió como una marioneta al acabar la función.  El noruego se fue sin voltear la cabeza.  Berthe bajó a la calle y supuse que iba a ayudar a Manolo a levantarse.  La holandesa, furiosa y defraudada, en lugar de sostenerlo, le pegó con la cartera en la cabeza, maldiciéndolo en inglés, español y holandés.

La pega no duró tres días.  Fueron tres días originales y apacibles.  La tormenta vino justo cuando Manolo empezaba a creer ingenuamente que estaba hecho para proteger busconas.

Al día siguiente, pagamos nuestros escasos ahorros a un camionero, para que nos devolviera a Paris.  El dolor en el hombro le duró a Manolo por lo menos una semana.

 

Juan de Recacoechea (1949 – 2017). Autor del libro llevado al cine American Visa. Esta columna fue escrita para la revista Metro en abril de 2008