Tenemos que hablar del ‘criptogatillazo’

Por Marta Peirano | El País
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Criptomonedas, bitcoin
Foto: Reuters

Hace 20 años, los mejores cerebros de mi generación estaban buscando maneras de hacernos pinchar anuncios, etiquetar fotos, puntuar restaurantes y pokear desconocidos. ¿Qué clase de persona eres?¿Qué personaje de Star Wars? Era la web 2.0, una revolución que venía a acabar con los intermediarios y democratizarlo todo, de la televisión al mundo árabe, pero que acabó concentrando todo en manos de cinco intermediarios, envenenando la democracia y catapultando a Donald Trump. Hoy la web 2.0 es fango, y los cerebros del valle se han fugado a la siguiente revolución, incluyendo a gran parte de los fundadores.

Nueve de cada diez tecnólogos, inversores y empresarios del valle predican los evangelios de una nueva fe llamada Web3, la nueva internet descentralizada de una nueva sociedad libre compuesta por organizaciones autónomas descentralizadas, gobernadas sin gobierno a través de smart contracts y reencarnadas en un metaverso donde todos tendremos mansiones compradas con criptomoneda y amuebladas con NFT (activos digitales no tangibles). Todo esto es posible gracias al poder descentralizador del blockchain. Y, como en todas las revoluciones del valle, si no lo entiendes solo puede ser por tres motivos: a) eres demasiado tonto, b) eres demasiado viejo, c) eres el enemigo de la revolución.

Analicemos sus partes. Técnicamente, blockchain es un sistema para procesar transacciones electrónicas a través de una base de datos distribuida donde las operaciones son registradas y validadas de forma automática y sincronizada, transparente y criptográfica, sin depender de una autoridad central. Ideológicamente, es la solución revolucionaria a todos los males que emanan de la concentración de poder, incluyendo el abuso de autoridad, la corrupción institucional, la extracción de recursos en forma de impuestos que asfixian a la ciudadanía y la imposición de regulaciones que estrangulan el mercado. Históricamente, sin embargo, la mayor parte de las aplicaciones basadas en la cadena de bloques —que es lo que es el blockchain— son instrumentos financieros diseñados para evadir impuestos y especular.

Por ejemplo, las criptomonedas. Para ser un mercado tan descentralizado, llama la atención que su principal plataforma de intercambio sea más grande que todas las demás juntas. Para ser tan revolucionario, la riqueza está aún más concentrada que en el mercado financiero tradicional. Un estudio publicado en Nature sobre la plataforma de intercambio Coinchain indica que los inversores institucionales (bancos, fondos, etcétera) constituyen solo el 1% de los usuarios, pero generan el 60% de las operaciones y poseen el 50% de los activos. Bitcoin tiene 10.000 monederos controlando más de un tercio del total de bitcoins disponibles. Su 1% es un 0,01%, pero para ser tan transparente es imposible saber quiénes son.

Para ser tan democrático, ha reactivado la recolonización de paraísos fiscales arrasados como Puerto Rico y El Salvador, donde se empadronan en masa los criptonotas para hacer fiestas y evadir impuestos. Y es la gran lavandería de mercados como el narcotráfico, tráfico de menores, la extorsión y la pornografía infantil. Para ser tan eficiente, quema el equivalente energético anual de Suecia, un país rico donde hace frío casi todo el rato y la mitad del año reina la oscuridad.

Analizando la realidad de lo que hace y no lo que dice, el mercado de criptodivisas ya no parece la democratización de la Bolsa sino su manifestación más desordenada y salvaje, un golpe de 3.000 millones de dólares a punto de estrellarse. Cuando lo haga, no habrá un Bernard Madoff al volante para meter preso ni dinero para devolver. Así es el poder descentralizador de blockchain.

El mercado de las NFT también está más concentrado: el 10% de los operadores genera el 85% de las operaciones y acumula el 96% de los bienes. Pero es el ejemplo más hilarante, porque imita el mercado del arte, la Bolsa paralela del gran especulador, con una interesante ventaja: se ha deshecho de la obra de arte. Y con ella, se ha deshecho de la autoridad central, los expertos que la verifican, fundaciones que la homologan, almacenes especiales que la guardan y expoliados que la reclaman.

Es tan descarado que ya ni se molesta, como hacían los videoartistas o el arte digital, en enmarcar el objeto digital intangible en un soporte físico, como una tableta o un DVD. Y, como la obra no existe, puede ser cualquier cosa, y también valer cualquier cosa. Por ejemplo, el primer tuit de la historia, publicado en marzo de 2006 y vendido como NFT en marzo de 2021 por casi tres millones de dólares. Es un pantallazo donde se ve a Jack Dorsey, uno de los fundadores de Twitter, tuiteando “aquí abriendo mi twttr”. Twitter escrito sin ninguna vocal.

Este año, el mismo modelo autos locos de especulación financiera infectó a las masas gracias a un fenómeno llamado Gamestop. Fue una operación con tres escenarios: un foro llamado WallStreetBets, una plataforma de compraventa llamada Robin Hood, y las portadas de los medios de comunicación. Me recordó a las intervenciones de los famosos agentes de desinformación rusos en los grupos de Facebook durante la primera campaña de Donald Trump.

Por un lado, están Robin Hood haciendo de Facebook (la plataforma gratuita que democratiza el trading sin decir que vive de vender tus datos a traders de alta frecuencia) y los expertos haciendo de rusos (organizando a los usuarios sin decir que son parte interesada). Por otro, millones de usuarios incautos y obedientes, felices de hacer amigos y de sentirse al mismo tiempo revolucionarios antisistema y Alec Baldwin en Glengarry Glen Ross. Y la misma clase de memes de 300, El club de la lucha y Braveheart diseñados para crear sentimientos de comunidad que les ayuden a ser estoicos aguantando la apuesta, mientras los verdaderos jugadores venden al alza y los dejan tranquilamente atrás.

Finalmente, medios buscando compromiso con los usuarios a cualquier precio amplifican la leyenda con titulares heroicos tipo: un puñado de locos tumban a Wall Street. Hoy hay millones de incautos en grupos de Telegram donde presuntos expertos dirigen acciones coordinadas para manipular el mercado. Cuando ese coche se estrelle, no habrá nadie al volante ni dinero para devolver.

La crisis de 2008 fue el resultado de una estafa globalizada de instituciones públicas jugándose el dinero de todos con el beneplácito de los reguladores y el aplauso de la clase política. Pero no lo llamaron estafa sino instrumentos financieros necesarios para empujar el crecimiento económico y democratizar la prosperidad. Las plataformas digitales dominan el mundo gracias a una estrategia de extracción de datos para la manipulación de masas que en 2011 eran las herramientas capaces de llevar la democracia al mundo árabe e impulsar la revolución.

Tenemos muchas razones para ser escépticos con las revoluciones que usan metáforas salvamundistas para describir operaciones financieras dudosas en un casino paralelo donde las operaciones son públicas, pero todos los nombres son falsos. Como decía George Orwell, analista forense de metáforas, “uno no establece una dictadura para salvar la revolución, uno hace la revolución para establecer la dictadura”. Lo que pasa es que los humanos estamos evolutivamente incentivados para creer en las historias más que en los datos, porque son el lenguaje de la tribu, la herramienta que nos une a los demás. Y ahora mismo estamos muy solos. Esa es nuestra principal vulnerabilidad.