Los presidentes en funciones envejecen mal en América Latina. Iván Duque en Colombia, a punto de dejar el cargo tras cuatro años desafortunados, está llegando a mínimos históricos en las encuestas. A los partidarios de Jair Bolsonaro les alegra el hecho de que solo 46% de los brasileños lo califiquen como malo u horrible en comparación con 54% de hace un mes. Incluso la gran esperanza milenial de Chile, Gabriel Boric, ha visto como sus pujantes índices de popularidad han caído 13 puntos porcentuales tras un mes en la presidencia.
Sin embargo, quizás ningún otro país ha llevado el “remordimiento del comprador” a los extremos de Perú. Cinco presidentes han sido expulsados del poder en la misma cantidad de años. El 29 de marzo, el presidente Pedro Castillo logró escapar por poco de convertirse en el sexto, luego de que un segundo intento por revocarlo del cargo no lograra la aprobación en el Congreso. A juzgar por la indignación en las calles de Lima y de otras ciudades por el aumento de los precios de los alimentos y el combustible, y por la respuesta de caudillo asustado de Castillo, es poco probable que ese haya sido el último intento por sacarlo de la presidencia.
Con solo ocho meses en el cargo, Castillo está haciéndole frente a uno de los tropos más anhelados de su país: que alguna economía latinoamericana destacada pueda prosperar incluso si la política sucumbe a la inestabilidad, el rencor partidista y el “regicidio”. Durante un tiempo en Perú este tipo de cuentos de hadas parecía posible. Esta nación de 33 millones de habitantes desafió constantemente las expectativas y el vértigo político crónico, al crecer de forma robusta mientras mantenía la inflación bajo control, el gasto moderado y la inversión fluyendo. Ni siquiera la abundante cantidad de dinero de emergencia (12% del Producto Interno Bruto) que Perú distribuyó durante la pandemia del COVID-19 ha descarrilado las cuentas gubernamentales. El déficit fiscal se ha reducido a 2.6%, gracias en parte al aumento de los precios de los metales, pero también a una buena gestión presupuestaria. En un continente repleto de números rojos, se espera que la deuda pública de Perú disminuya este año.
Julio Valverde, un tecnócrata curtido que ha estado al frente del Banco Central de Reserva del país desde 2006, ha logrado mantenerse firme mientras siete presidentes batallaban contra rivalidades internas o escándalos de corrupción. Nombrado dos veces Banquero Central del Año para América Latina, y un primer lugar mundial en una ocasión, Valverde recibió reconocimientos incluso mientras los neumáticos ardían en las calles y los rivales políticos tramaban a escondidas.
Castillo, un exmaestro de escuela y neófito político que nunca antes había ocupado un cargo de elección pública, fue lo suficientemente astuto como para mantener a Valverde en su puesto para apaciguar los mercados, incluso mientras se rodeaba de ideólogos críticos y hablaba maravillas sobre las virtudes de un gobierno popular. Sin embargo, las cosas comenzaron a derrumbarse.
Castillo fue parte de un grupo de líderes sudamericanos enviados a cargos públicos gracias a una oleada de indignación que sacudió la región con consecuencias drásticas para los partidos y líderes tradicionales. Una y otra vez en la última década, los manifestantes —brasileños en 2013, chilenos en 2019 y 2021, y colombianos la mayor parte del año pasado— protestaron enardecidos contra la corrupción y las promesas incumplidas. El resultado es la política hiperpartidista actual, que parece avanzar en cámara rápida. Para el momento en que Castillo asumió el cargo, en julio del año pasado, el mandato ya podía medirse en meses en lugar de años. El estado de ánimo “regicida” de la población había empeorado mucho antes de que la invasión rusa a Ucrania causara un incremento en los precios de los alimentos, fertilizantes y combustibles.
La crisis no se trata exclusivamente de que la población se canse rápidamente de los políticos. El problema es la política misma. Una encuesta del Latinobarómetro, realizada en 22 países por el Proyecto de Opinión Pública de América Latina el año pasado, reveló que al menos seis de cada 10 adultos en todo el continente afirman que la mayoría de los políticos, por no decir todos, son corruptos. Esa tendencia está particularmente arraigada en Perú, donde 88% de los encuestados afirmó que los funcionarios electos son corruptos o tienen compromisos fuera de la ley.
En los lugares donde los políticos son considerados enemigos, la democracia es un daño colateral. En América Latina, considerada una de las regiones más democráticas, el apoyo a la democracia liberal ha caído a su nivel más bajo en tres décadas, según un nuevo estudio del Instituto V-Dem, un centro de investigación político. Perú podría haber sido el pionero de esta tendencia. Recordemos al viejo autócrata Alberto Fujimori, quien disolvió el Congreso para silenciar la disidencia en 1992, convirtiendo en el proceso al “autogolpe” en un sello peruano.
Castillo no ha ayudado a su causa. Aunque su supuesto delito para ser removido del cargo fue la “incapacidad moral” —un recurso turbio que no solo es muy difícil de probar sino que seguramente habría detonado la indignación popular de sus simpatizantes—, los peruanos no necesitaban mucha persuasión. En ocho meses, Castillo ha reformado su gabinete cuatro veces y ha despachado una cantidad récord de 45 ministros. Apenas uno de cada 4 peruanos afirma que está haciendo un buen trabajo.
Es difícil soportar ese tipo de presión. Si bien Perú se está recuperando, la economía tendrá un rendimiento decepcionante. La confianza empresarial es baja y los masivos conflictos laborales le han costado a la crucial industria minera más de 400 millones de dólares en producción perdida en medio de un auge mundial de minerales, según cálculos del Instituto Peruano de Economía realizados en marzo.
Otro autogol fue el hecho de que Fitch Ratings y Standard & Poor’s degradara recientemente a Petroperú S.A., la principal petrolera del Estado, a un nivel bajísimo, incluso en un momento en el que los precios de los combustibles fósiles han alcanzado puntos máximos.
“Lo que está claro es que si bien Perú seguirá creciendo, es muy posible que no tenga desarrollo”, afirmó Nicolás Saldías, analista de la Economist Intelligence Unit. Las consecuencias se han extendido más allá de las grandes oficinas en Lima. El propio instituto de estadística del gobierno informó en diciembre que casi un tercio del país no tiene suficiente dinero para alimentarse, mientras que 39% de la población en el área metropolitana de Lima pasa hambre.
Esa es una señal de alarma incluso para los líderes latinoamericanos más carismáticos, que saben muy bien lo rápido que el encanto de ayer puede convertirse en la queja de mañana.