Paul Canoville: cuando tus hinchas son tu peor enemigo

Por Javier Gómez | Jot Down
0
964
Paul Canoville
Foto: Getty Images

Ganar un trofeo en fútbol vale una buena onza de gloria. Venderlo, eso ya depende de lo enganchado que estés al crack. A Paul Canoville le bastaron un ticket de metro a Dalston, norte de Londres, cinco minutos en una joyería y setenta libras para empeñar su medalla de campeón de la Segunda División inglesa con el Chelsea. Por la recompensa, el joyero, o no era futbolero, o no era del Chelsea. Pero bastó: «Cogí ese puñado de billetes y me largué directo a comprar crack».

Canoville hizo historia en el fútbol sin darse cuenta. Fue el primer jugador negro en ponerse una camiseta de los blues en partido oficial y a nadie le importó un carajo. Una de esas páginas en minúscula que adquieren valor solo décadas después.

Fichó en diciembre de 1981. Los duros ochenta de Thatcher. El fútbol británico era obrero, frío y racista. En el Chelsea, todavía peor. Los hooligans del Chelsea eran una banda de ultraderechistas con malas pulgas, afiliados al National Front. El 12 de abril de 1982, cientos de ellos se desplazaron hasta Selhurst Park para seguir a los blues en el derbi contra el Crystal Palace. Mediada la segunda parte, el míster, John Neal, lanzó un silbido a Paul Canoville: «Canners, ¡calienta!».

«¡Lárgate, puto negrooo!». «¡Fuera de aquí, monooo!». A Canoville empezaron a caerle patadas de las que no dejan hematomas pero duelen durante años. Jamás pensó que la afición de Selhurst Park —donde, años después, Éric Cantona reventó la cara a un hincha listillo de una patada voladora— fuera tan despiadada con los rivales. Miró de reojo hacia atrás, a las gradas su banda. Los gordos desencajados que le mandaban a la copa de un árbol no llevaban bufandas del Crystal Palace. Iban de azul. Agitaban banderas del Chelsea. Eran los suyos, por así decirlo. Entonces, un plátano aterrizó a sus pies. Y los gritos aislados se convirtieron en un coro organizado: «No queremos al negro, no queremos al negro, lalalaaaa, lalaaaaa».

«Me sentía revuelto hasta físicamente. Estaba aterrorizado. El balón salió y entré por Clive Walker, que había marcado el único gol del partido. Los gritos fueron a peor. Por suerte, el partido acabó pronto y me refugié en el vestuario, con aquellas crueles voces persiguiéndome», escribe Canoville, en su autobiografía Black and Blue.

Sentado, con la cabeza entre las manos, recibió alguna palmada, algún prescindible «¿todo bien?» y unas palabras del entrenador: «Paul ¿qué tipo de gente crees que son? Pagan un dinero que les cuesta mucho ganar para ver a su equipo en casa y fuera, y abusan de uno de los jugadores que puede ayudarles. Así de estúpidos son». La única gasa que llevarse a la herida. Pensó que, partido a partido, la cosa cambiaría. Se equivocó. Cuando , con 0-0, marcaba, algunos coreaban: «Seguimos 0-0, el del negro no cuenta».

Pasó cuatro años y medio en Stamford Bridge: 79 partidos y 11 goles, incluyendo un hat-trick al Swansea. Era un esforzado comodín para las dos bandas del mediocampo. Un zurdo al que casi siempre le tocaba jugar por la derecha. Un tipo que siempre fue por el lado equivocado.

En una concentración de pretemporada, un compañero suyo de vestuario, un John Terry de la época donde todos eran John Terry, le llamó «puto negro» en una salida nocturna. Canoville se dio cuenta de que estaba borracho e intentó apagar el fuego. Impertérrito, su colega le repitió: «Puto negro». Volaron hostias, como es menester, y a la mañana siguiente el blanco le esperaba con un palo de golf, versión rudimentaria de Craig Bellamy buscando a John Arne Riise por un hotel en La Manga. En caso de duda, la culpa solía ser del negro. Y Canoville fue traspasado de inmediato, al Reading, por 50 000 libras. Al poco tiempo, una lesión le retiró.

Y aquí termina la parte feliz de la historia. Canners nunca conoció a su padre. Su madre, inmigrante caribeña, multiplicaba horas en el hospital. Paul dividía su tiempo entre la delincuencia y el balón, lo que no le dejaba mucho para sus estudios. No era el cliente ideal de una empresa de seguros, no. Ni tampoco un gran ahorrador. Cuando dejó el fútbol, sin un penique, empezó a trabajar como conductor, mientras sacaba unas libras como semiprofesional los fines de semana. Primero llegó el aburrimiento. Luego, la cocaína. Después, el crack. Casi sin darse cuenta, se gastaba quinientas libras a la semana en papelinas.

Cuando conseguía un trabajo precario, como guarda, repartidor o reponedor, le duraba unas semanas, hasta que llegaba drogado, y saltaba a la siguiente casilla. Como con las mujeres. Conseguía un lecho en casa de alguna chica, seducida por un exjugador de fútbol, la dejaba embarazada, y saltaba a la siguiente casilla. Así, hasta sumar once hijos con diez mujeres. Uno de sus pequeños, Tye, tuvo problemas de salud recién nacido. No dejaba de toser. Paul lo llevó al hospital. Falleció en sus brazos.

Desafortunado en el juego y en amores, los refranes no suelen sonreír si eres pobre y negro. Tampoco su salud era de acero. Lastrado por las drogas, un cáncer casi acaba con su vida. En 1997, postrado en un hospital mientras se recuperaba de la quimioterapia, vio al Chelsea alzar la FA Cup. Su entrenador, Ruud Gullit, un negro con rastas, aplaudido en pie por todos los bufandas azules.

Hasta que un excompañero suyo en el Chelsea se topó un día en la calle con un fantasma que le recordó vagamente a Canners. Era Canners. Hablaron y decidió llevarlo a un centro de rehabilitación. Salió de la droga, consiguió un empleo como asistente en una escuela, superó un segundo cáncer, y se dio cuenta de que se le daba bien hablar con los críos. Poco a poco llegó lo demás. Su historia en los periódicos. Su fundación, llamada Motivación para Cambiar (MTC). El homenaje en el descanso de un partido del gran Chelsea de Drogba, Anelka, Essien y otros jugadores negros como él. Su vendida autobiografía. Las charlas a jóvenes del centro de formación de los blues. Y un solo recuerdo de su época en Stamford Bridge: el balón de su único hattrick. Su madre lo había escondido. Si no, también lo habría vendido por una papela de crack.