América Latina presume de ser una de las regiones con mayor riqueza natural del mundo. Cuenta con el 40% de la biodiversidad global resguardada en lugares tan diversos como la Patagonia, la selva amazónica, los arrecifes de coral del Caribe, los lagos y montañas andinas o los bosques mesoamericanos. Pero defenderlos está costando sangre. Y mucha. En la última década, el 68% de los crímenes a ambientalistas del planeta se produjeron en esta región, según el informe que publica desde 2012 Global Witness.
En total, la organización documentó 1733 activistas asesinados por defender su tierra y sus recursos en diez años, uno cada dos días. Y advierte de que esto es solo la punta del iceberg, ya que muchos casos no llegan a denunciarse por producirse en zonas de conflicto o donde hay “restricciones a la libertad de prensa o la sociedad civil y por falta de independencia en el monitoreo en los ataques”. Brasil y Colombia están a la cabeza de esa lista, con 342 y 322 crímenes de defensores respectivamente, mientras que Filipinas ocupa el tercer lugar con 270, México el cuarto, con 154, y Honduras, un pequeño país que no alcanza los diez millones de habitantes, el quinto, con 117 defensores muertos.
Brasil ha sido el país más mortal para los defensores de la tierra desde que Global Witness comenzó a hacer esta lista en 2012, un puesto que en los últimos años le había arrebatado Colombia. Ambos han sido este año superados por México. En total, tres cuartas partes de los 200 ambientalistas asesinados en 2021 eran de América Latina.
En el caso de las 342 muertes documentadas en Brasil en la última década, cerca de un tercio de las víctimas pertenecían a miembros de comunidades indígenas o afrodescendientes, y casi un 85% de los crímenes se produjeron en la Amazonia, un territorio resguardado principalmente por pueblos originarios y donde campa una “violencia e impunidad creciente”, según el informe. La organización atribuye este alto número, en parte, “a una mayor conciencia y un mejor monitoreo de la sociedad civil en comparación a otras partes del mundo”.
“El conflicto por la tierra y los bosques es el principal motivo detrás de estos crímenes. Los pueblos indígenas tienen un rol importante como guardianes de la Amazonia, en prevenir las emisiones de la deforestación y la degradación forestal y en ayudar a mitigar la crisis climática”, se lee en el reporte. “Con los poderosos intereses agrícolas en el corazón de la economía brasileña tan enfocada en las exportaciones, hay una batalla por la tierra y los recursos que se ha intensificado con la elección del presidente de extrema derecha, Jair Bolsonaro, en 2018″, añade.
Global Witness denuncia que, desde su llegada al poder, Bolsonaro ha impulsado la tala ilegal y la minería, así como los ataques a los grupos conservacionistas, ha quitado protecciones a los pueblos indígenas sobre la tierra y ha desmantelado los presupuestos y recursos de las agencias de protección de la selva y los pueblos originarios, lo que ha motivado la invasión ilegal de tierras. “La incapacidad del Estado para defender a los ambientalistas mientras da luz verde a la extracción ilegal de recursos ha llevado a algunos a sugerir que el Gobierno de Brasil ha sido secuestrado por intereses criminales”, se lee en el informe.
Para el grupo, el asesinato del indigenista Bruno Pereira y el periodista Dom Phillips en junio pasado es un gran ejemplo del “asalto a los pueblos indígenas y quienes tratan de defenderlos”. Pereira fue destituido de la estatal Fundación Nacional del Indio (Funai) durante los primeros meses del Gobierno de Bolsonaro tras dirigir una megaoperación contra la minería ilegal.
En 2021, Colombia logró descender al segundo lugar en cuanto a ambientalistas asesinados tras liderar la lista por dos años consecutivos, al bajar de 65 crímenes mortales a 33. En total, desde que Global Witness inició este recuento, en el país que alberga la mitad de los páramos del planeta, que está bañado por dos océanos y que tiene un 30% de territorio amazónico, se han documentado 322 asesinatos de líderes ambientales.
“El programa de la sociedad civil Somos Defensores, que documenta y reporta ataques contra ambientalistas, ha condenado repetidamente la poca acción estatal, incluyendo a los órganos judiciales para acabar con el clima de impunidad y miedo”, se lee en el informe. Óscar Sampaio, un activista ambiental que defiende la tierra frente a las operaciones de fracking en la zona del Magdalena Medio denunció durante la rueda de prensa de presentación de los resultados del informe de Global Witness que los ecologistas son víctimas de “una guerra civil, política y social que aún se vive en Colombia”.
Tras la firma de la paz con la guerrilla de las FARC hace casi cinco años, muchas partes del país aún están tomadas por la violencia de sus disidencias y otros grupos armados. En el Magdalena Medio, dice Sampaio, varios de estos colectivos tienen presencia en el territorio donde hay diferentes industrias extractivas, lo que pone en riesgo de agresión y muerte a los líderes ambientales y las personas que defienden la naturaleza.
México y la marca de la impunidad
La violencia que impera en el país, esta vez la del narcotráfico, es también uno de los motivos que se achacan al fuerte incremento de los asesinatos de ambientalistas en México en los últimos tres años. 131 de los 154 crímenes registrados en la última década se produjeron entre los años 2017 y 2021. Ese último año, dos tercios de los 54 asesinatos de defensores de la naturaleza tuvieron que ver con conflictos por la pertenencia de la tierra y la minería.
La organización también advierte que las desapariciones forzadas perpetradas por “funcionarios estatales corruptos y grupos del crimen organizado” son cada vez más comunes entre los defensores de la tierra: en 2021 registraron 19. Entre ellas, menciona el hallazgo en septiembre de 2021 de los restos humanos de seis personas pertenecientes al pueblo yaqui en Sonora. “Las autoridades atribuyeron el crimen a los cárteles de la droga, pero algunos en la comunidad tienen sospechas del Gobierno y de corporaciones interesadas en la tierra y los recursos”, se lee en el informe.
De las 54 víctimas de este año, casi la mitad pertenecían a pueblos indígenas que, según denuncia Global Witness, son un grupo “altamente vulnerable ante la proliferación de proyectos extractivistas llevados a cabo por empresas nacionales y extranjeras y por el Gobierno mexicano”. “La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha hecho saber su preocupación por la falta de consultas adecuadas a las comunidades potencialmente afectadas y los subsecuentes ataques a quienes se levantan contra estos proyectos”, se lee en el informe.
Y, como sucede en el resto de la región, estos crímenes están marcados por la impunidad: el 94% no fueron denunciados y solo un 0,9% han sido resueltos, según los datos de Global Witness. “El tema de la impunidad es una constante”, lamenta Citlalli González, abogada del Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA) en declaraciones a América Futura. Según explica, rara vez se sigue el eje de los conflictos ambientales en las investigaciones por asesinatos de defensores, unas pesquisas que, denuncia, a menudo están permeadas por la corrupción.
Aunque México ratificó en 2021 el Acuerdo de Escazú, que busca garantizar el acceso a la información, a la participación ciudadana y a la Justicia en asuntos ambientales y que entró en vigor en abril de este año, Global Witness lamenta que “no hay mucha capacidad estatal ni presupuesto para apoyar a los ambientalistas”. La organización, que ha pedido a los Gobiernos y las compañías implementar medidas para defender a los defensores de los recursos, confía en que la implementación de tratado pueda mejorar su situación.
“Creemos que el Acuerdo de Escazú puede abrir las avenidas para políticas de transparencia, de acceso a la información, de participación y también de protección y prevención de abusos en contra de personas defensoras de tierra y medio ambiente”, apunta Francisca Stuardo, asesora de la organización. A su juicio, los países tienen por delante un camino para lograr la ratificación e implementación del acuerdo “a través de una hoja de ruta clara que cuente con recursos, instituciones pertinentes, con una mirada interseccional y una perspectiva de derechos”.