La edad del martillo en la cabeza de Paul

Por Carlos Rodriguez San Martín
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Foto: Getty Images

Que un loco entre a tu casa y te raje el cráneo con un martillo dice mucho del estado de inestabilidad colectiva que transita el tren de una sociedad. El martillero es David DePape (42) un estadounidense que en 2013 tenía 33. La edad dice mucho sobre la carga emocional que llevaba como mochila en sus espaldas, cargada hace 9 años de martillos, odios y resentimiento. No precisamente en un día de Baden Powell.

En los Estados Unidos hay en promedio 1.2 armas por habitante. Le resultaba más fácil al agresor cargar una Magnum irrumpir al domicilio de la víctima –Nancy Pelosi– quien gracias a los salmos de Isaías que luego twitteó en plegaria por la salud de Paul- se encontraba lejos de casa en el Capitolio tramando alguna maldad contra los chinos o contra su archienemigo Donald Trump.

El martillero al no encontrar a Nancy -preguntó por ella antes de atacar a Paul, el marido- decidió rajar su cabeza con un martillo. Nancy es en línea sucesoria, la tercera en el comando a bordo de los Estados Unidos detrás del Joe Biden y Kamala Harris.

El caso es un antecedente del clima de fractura política que alienta la discusión sobre si el país se encamina a un nuevo conflicto fratricida. Desde el ataque al Capitolio los demócratas apuntan injustamente a Trump como el causante de todos los males de la sociedad. Cuando el país era gobernado por Barak Obama un multimillonario de nombre Wesley Morgan que hizo un imperio vendiendo licores, construyó una residencia de lujo de varios millones de dólares para tener un bunker donde refugiarse en caso de algún ataque violento. “Uno nunca sabe” afirmó Wesley. Igual entraron a su mansión y mataron a una de sus hijas.

La Fox recuerda el incidente para equilibrar los salmos de las tragedias que se apuntan al expresidente. También recuerda -el canal de noticias- cuando el del jopo amarillo dijo en 2017: “no he venido a dividir el país. Ya estaba profundamente partido cuando llegue”.

En una democracia capitalista tan pragmática como la norteamericana ser rico vendiendo bebidas es tan normal como hacerse rico vendiendo madera. El licorero no es un impostor, paga impuestos; ayuda a que funcione el sistema de salud, lo que ya es mucha cosa. En sociedades menos desarrolladas como la nuestra un licorero interna alcohol de contrabando y le importa un bledo las víctimas fatales que intoxica con el veneno que vende, que es igual que golpear un martillo en la cabeza del comprador. La comparación viene al caso por las responsabilidades, los chequeos bisoños y el cuento de que siempre el otro tiene la culpa.

La violencia es recurrente antes de cualquier cambio, decía Marx. Hay en todo esto palabras que se resisten a convivir a la ligera. “Guerra” y “civil” son dos de esas palabras. En los Estados Unidos la gente las está escuchando últimamente con demasiada frecuencia. Sonaron durante varias semanas tras el ataque por un grupo de exaltados simpatizantes del expresidente impulsadas por la comisión que investigó la toma del Capitolio y durante la politización por el uso de las mascarillas en la pandemia. Puede parecer exagerado, pero no tanto.

Bárbara Walker, profesora de Ciencias Políticas de la Universidad de California en San Diego, dice que ha comenzado a ver en su país similitudes con países que estallaron en llamas, desde Yugoslavia, Siria o Irak. La profesora escoge sus palabras con cuidado. Resulta sombríamente persuasiva cuando, por ejemplo, argumenta que EEUU cumple los dos requisitos que más se repiten en la inminencia del conflicto fratricida. El primero: el país ha caído por primera vez en los últimos años en el grupo de las que el laboratorio de ideas de Virginia considera “anocracias”, regímenes que se sitúan en los grises que hay entre las democracias completas y las autocracias puras.

El segundo factor de riesgo –apunta Walker- llega cuando los partidos políticos empiezan a organizarse a los dos lados de líneas rojas basadas en “la raza, la religión o la identidad”. Rasgos que la experta ve en la guerra cultural que libran republicanos y demócratas.

David DaPape vio crecer desde 2013 la inestabilidad. Él pertenece al grupo casi imperceptible de ciudadanos descontentos de los demagogos que nos gobiernan. Y salió a darle su merecido a Nancy, pero no la encontró.

 

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