Pobreza, frustración y desprecio: los olvidados de Lima en los Andes

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Foto: Ivan Flores | AFP

Descalzo y encorvado, Rubén Gutiérrez Escobar, de 63 años, hunde su azada en la tierra oscura de su huerta de maíz en Bella Vista, cerca de Cusco, a 3.500 metros de altitud en los Andes peruanos. No usa tractor ni fertilizantes, “solo sudor, trabajo y sacrificio”. “Lima se olvida olímpicamente de nosotros”, dice.

Los disturbios que dejaron 48 muertos en Perú desde diciembre pasado son también reflejo de la enorme grieta que existe entre la capital y los Andes, de donde provienen la mayoría de los manifestantes que reclaman la renuncia de la presidenta y nuevas elecciones.

La crisis política estalló el 7 de diciembre con la destitución y detención del presidente de izquierda Pedro Castillo, de origen indígena y andino. El mandatario intentó dar un golpe de Estado disolviendo el Parlamento que se disponía a votar su destitución. Entonces fue reemplazado por la vicepresidenta Dina Boluarte.

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Rubén forma parte de aquel Perú pobre y olvidado por la capital, Lima. Se levanta a las tres de la mañana para ocuparse de sus cinco vacas y siete ovejas, trabajando hasta la puesta de sol un campo en el que cultiva papas, frijoles y maíz para consumo propio. Se va a dormir a las diez de la noche.

Gana entre 20 y 25 soles diarios –unos 6 dólares– vendiendo “entre 5 y 10 litritos de leche”. “Nunca sacamos una buena cosecha como para vivir”, subraya.

Minas de oro y pobreza

Sin embargo, casi todas las riquezas de Perú están en los Andes: desde los yacimientos de oro, cobre, plata o estaño, a los recursos generados por el turismo en la turística ciudadela inca Machu Picchu. Al igual que muchos manifestantes, Rubén se pregunta: “Se habla de canon minero (que corresponde al Estado), pero ¿adónde va a parar todo eso? Casi todo el ingreso se va a Lima y en Lima se pierde. Acá no nos llega ni un céntimo”, dice molesto.

“No tenemos respaldo alguno del Estado”, lamenta. El campesino afirma que jamás recibió ayuda o asesoramiento de un ingeniero agrónomo o servicio veterinario, pese a haberlos solicitado. Dejó de recurrir a fertilizantes no subvencionados desde que la guerra en Ucrania multiplicó los precios por seis.

Critica la falta de infraestructura, de servicios de salud y de educación. “Se dice que el hospital es gratuito. Es falso. 100% falso. Uno tiene que gastar su dinero”, explica.

Lamenta no haber podido dar “una educación” y por lo menos un oficio “a por lo menos uno” de sus tres hijos. “No estaba a mi alcance”. subraya.

“La gente aquí se pregunta: ‘¿Cómo es posible que nosotros, siendo dueños del gas no tengamos gas? ¿Que siendo de todos la minería y teniendo los famosos cánones mineros no tengamos buenos colegios ni buenos hospitales?'”, afirma el antropólogo Julio Edmundo Oliveira, de la Universidad de Cusco. “La pandemia (de Covid-19) de hace dos años atrás destapó todas estas cosas”, sostiene.

“Es un problema estructural que no data de ayer. No es culpa de Pedro Castillo, o de Dina Boluarte”, opina, señalando que la raíz está en las carencias del Estado.

“Cusco, capital de la civilización inca, se desarrolló a partir de la cultura andina. Tras la independencia de 1821, la república peruana se desarrolló a partir del centralismo de Lima”, explica. Asegura que éste jamás se preocupó por la educación. El poder nunca buscó instalar buenas escuelas, ni buenos liceos, en las zonas remotas.

“Nunca se invirtió en los Andes, cuando en realidad los Andes mantienen a la capital”, agrega.

El antropólogo cita el ejemplo del Cerro de Pasco, un complejo minero casi agotado situado en los Andes, a 250 kilómetros de Lima y 4.200 metros de altitud. “La gente tiene plomo en los pulmones pero no hay hospitales, liceos, ni buenas universidades. El Cerro de Pasco es uno de los departamentos más pobres del país. Una vergüenza”, asegura.

Sangre inca

En el barrio Angostura de Cusco, Rubén Mina, taxista de 53 años, hace fila en vano para comprar gas. Los bloqueos y las manifestaciones generaron escasez, pero él también protesta contra la presidenta y el Congreso.

“Boluarte tiene un prejuicio en la cabeza, cree que la mayor parte del pueblo somos ignorantes, especialmente los de la sierra. Hay un país que se llama Lima y otro que es el Perú”, sostiene enojado.

En la plaza Tupac Amaru de Cusco, al pie de la imponente estatua negra del jefe inca que luchó contra la colonia española, los manifestantes levantan banderas peruanas y andinas. Gritan: “¡Tenemos sangre inca, no somos terroristas!”.

El poder y las élites de Lima califican a menudo de “terroristas” a los manifestantes, a veces en alusión a Sendero Luminoso que reivindicaba orígenes indígenas. “Somos la sangre inca, somos la nación quechua, somos herederos de la resistencia andina que se dio desde la época de la colonia”, explica Javier Cusimayta Osca, un docente que participa en las manifestaciones.

“Hay un desprecio de Lima. Existe un centralismo tan fuerte como en la época colonial. Nos quieren hacer creer que Lima es Perú, pero no es más que una parte de Perú, al igual que Cusco, Madre Dios (sureste)”, agrega, antes de concluir en lengua quechua: “Hoq Saqmalla! Hoq Kallpalla! Hoq Sonqolla!”. “¡Un puño! ¡Una fuerza! ¡Un corazón!”.