Montreal, Canadá. “Ponte el cinturón”, me dijo Sergio Checo Pérez. Acababa de llover torrencialmente a las afueras de la ciudad y la pista de carreras estaba encharcada.
Pero pocas cosas parecen asustar al piloto mexicano, particularmente cuando está frente al volante. Pisó al acelerador y salimos a toda velocidad en un nuevo carro Honda deportivo y de palanca al piso que estaba probando el Checo. El velocímetro se disparaba en las rectas; nunca me había subido a un auto que lo llevara casi al límite. “Esto es divertido”, me dijo sonriendo, frenando con motor y mientras esquivaba los charcos más grandes de la pista. Y dimos dos, tres y cuatro vueltas. El Checo no quería parar. “Ya sé por qué haces lo que haces”, le alcancé a decir con una risa nerviosa, mientras veía pasar bardas y anuncios. Todo parecía borroso. Menos el piloto en absoluto control del vehículo. El Checo estaba en lo suyo.
De pronto, entró una llamada a su celular. Frenó y puso el altavoz. “Ya regrésate”, le dijo alguien de su equipo en inglés. “Estoy manejando”, contestó y colgó la llamada. En pocos segundos ya le estábamos dando otra vuelta a la pista. Rapido. Rapidísimo.
Este era el final de una larga entrevista dos días antes del Gran Prix de Canadá. Ha ganado seis carreras y ya es el piloto mexicano más destacado de la historia. Pero tuvieron que pasar unas 190 competencias antes de obtener su primer triunfo. Su talento, concentración y una serie de Netflix lo ha convertido en uno de los deportistas latinoamericanos más famosos del mundo.
Mide 1.73 y pesa 63 kilos, aunque en una carrera puede perder un par de kilos. Tiene 33 años, un cuello fortísimo -para aguantar el casco y las vueltas como látigos- y le gusta ponerse una gorra cuando habla con la prensa. Nació en Guadalajara, donde vive su esposa y sus tres hijos. Pero pasa varios meses del año fuera compitiendo en la Fórmula 1.
Su temeridad para rebasar es épica. En el Gran Premio de Sakhir en el 2020 pasó del lugar 20 al primero. Ganó el Gran Premio de Mónaco en el 2022 contra todos los pronósticos y en medio de la lluvia. E incluso en su carrera aquí en Montreal, saltó del decimoprimer lugar al sexto. Y algo parecido ocurrió en el Gran Premio de Austria, donde regresó al podio. Pero eso para el Checo no es suficiente. Su equipo, Red Bull, tiene fama de ser uno de los más exigentes y están acostumbrados a ganar (y a deshacerse de los perdedores).
Cuando manejas a 300 kilómetros por hora o más “tienes que ser muy fuerte mentalmente y desconectarte de todo; saber que hay muchas cosas que puedo controlar, pero también hay muchas cosas en mi deporte que no están bajo mi control.” Pero dentro del auto “todo pasa mucho más lento… No vas tan rápido como quizás te ves en la tele. Todo pasa más lento y todos tus movimientos son más pensados.”
¿No tienes miedo? Le pregunté. “No, nada”, dijo, viéndome directamente a los ojos. “Como piloto tú siempre crees que tienes un auto muy seguro, que nunca te va a pasar (un accidente) a ti. Es la forma en que lo enfrentas.” El actual diseño de los autos de Fórmula 1, con una especie de huevo metálico que protege al piloto, los ha hecho mucho más seguros. “El automovilismo ahora es peligroso, pero ha mejorado muchísimo en la seguridad.”
Todo ha sido de prisa para el Checo. Dejó de ser niño muy pronto. Pasó de los carritos de juguete a los go-karts. Cuando tenía 14 años se fue a vivir solo a Alemania, mientras él y su familia conseguían patrocinadores para las competencias. El calcula que se necesitan al menos 200 mil dólares para iniciarse en las carreras de autos. Y eso limita enormemente las posibilidades a un privilegiado grupito de osados conductores.
No es supersticioso. No usa amuletos. Pero un día, cuando tenía unos ocho años, él y su familia fueron al Vaticano y el Papa Juan Pablo II le tocó la mano. Desde entonces, cuando puede, pega una estampa del fallecido pontífice en el tablero de su auto. “Soy muy católico”, me dijo, “rezo, me persigno y me encomiendo”. Tiene obsesión por el tiempo, por las décimas de segundo y fascinación por los relojes. “Siempre que me pasa un momento muy especial, que quiero recordar en mi vida, me compro un reloj.”
Quien vive a toda velocidad pasa su tiempo libre sin moverse mucho. Si no fuera piloto hubiera sido abogado. “Al final me gusta mucho tener el control, me encanta pasar tiempo en la oficina cada que puedo.”
Pero ha perdido mucho de su privacidad. Me tocó ver a las afueras de un hotel en Montreal cómo un grupo de fanáticos lo perseguía para tomarse un selfie. Aunque no le guste, se ha convertido en una celebridad. Hace poco salieron unas fotos del Checo con Bad Bunny y Luis Miguel. Pero con una risa me aclaró que no es reguetonero y que sus gustos musicales son, “sin duda, más de Luis Miguel.”
El Checo, en verdad, es de esos pocos que siempre supieron qué querían y corrieron para alcanzarlo. Nada lo ha frenado. Cuando me bajé del auto con el Checo, supe que había vivido una de esas experiencias que no se olvidan y no se repiten. La adrenalina seguía arriba y el corazón batía. Al despedirme, el Checo se estaba quitando el casco pero seguía sonriendo. El trance no había pasado. Eso es lo que ocurre cuando vives a toda velocidad.