Spinoza: Un filósofo para nuestro tiempo

Por Enrique Krauze (PS)
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Spinoza, pintura

En una época en la que el populismo, tanto de izquierda como de derecha, amenaza la libertad de pensamiento, la vida y el legado del filósofo del siglo XVII Baruch Spinoza tienen mucho que enseñarnos. A través de la razón, demostró, se puede contrarrestar la “barbarie suprema” que acompaña a las pasiones humanas desenfrenadas.

“Spinoza ha tenido la virtud de inspirar devociones”, me comentó Jorge Luis Borges una mañana de 1978. El gran autor argentino había aceptado una entrevista con cierta renuencia, pero cuando le expresé mi intención de hablar sólo de Spinoza, se animó: “¡Tomaremos un ‘Desayuno más geométrico’!”. Le pregunté a Borges sobre el libro sobre Spinoza que había prometido escribir. Me confesó que había desistido de la idea y de inmediato comenzó a rastrear su propia devoción spinoziana, que “se remontaba a siempre”. Nuestro desayuno fue una evocación de ese libro imaginado.

Evocamos la excomunión de Spinoza de la comunidad judía de Ámsterdam, su trabajo como pulidor de lentes, su independencia filosófica respecto de los teólogos de su tiempo y su defensa de la República Holandesa. Para documentar las devociones que Spinoza había inspirado a lo largo de los siglos, Borges citó las obras de Ernest Renan y Matthew Arnold, citó pasajes de Heinrich Heine y Novalis y ofreció anécdotas sobre Samuel Taylor Coleridge y William Wordsworth: “… se sospechaba que eran partidarios de la Revolución Francesa y se los veía un poco como posibles traidores. Entonces alguien los siguió y les informó que hablaban todo el tiempo de un espía, y que ese espía era… Spy-Nousa. Se dispusieron a buscar a Spy-Nousa. (Además, nousa es una persona que se entromete en las cosas, que anda husmeando… ¿quién puede ser Spy-Nousa?) Así que dejaron de molestar a Wordsworth y Coleridge y fueron a buscar al que era, evidentemente, el jefe.”

Cada spinozista tiene su propia devoción. La de Borges, que se definía como “un argentino perdido en la metafísica”, se refería a la concepción de Spinoza de Dios como sinónimo de naturaleza. El único protagonista de la obra más importante de Spinoza, la Ética, es de hecho un dios inconmensurable, desprovisto de atributos humanos, a quien Borges, en un poema sobre Spinoza, llama “indiferente”, “inagotable”. Con sus “manos translúcidas”, el pulidor de lentes talla un cristal arduo: el mapa infinito de aquel que es todas sus estrellas.

La conexión holandesa

Entre las devociones spinozistas modernas, pocas son comparables a la del historiador inglés Jonathan I. Israel. A principios de la década de 1970, Israel escribió Race, Class and Politics in Colonial Mexico, 1610-1670, que es la semilla remota que finalmente lo llevaría a recrear el universo intelectual spinoziano a lo largo de tres siglos. El libro incluía un capítulo sobre la vibrante comunidad portuguesa de criptojudíos (practicantes secretos de su religión) que vivían en Nueva España en la primera mitad del siglo XVII, el mismo período en que sus correligionarios se estaban asentando en Holanda.

Los destinos de estos dos grupos de judíos no pudieron ser más diferentes. Los de México terminaron disciplinados por la Inquisición, quemados en autos de fe, dispersados ​​por el reino y finalmente borrados por la historia. Los de Holanda vivieron libres de persecución y segregación física.

Israel ha dedicado varios libros a la sorprendente globalización comercial que se desarrolló en los Países Bajos durante este período, en parte impulsada por su enérgica comunidad judía. Pero en las últimas décadas se ha centrado principalmente en la historia intelectual, publicando gruesos y polémicos volúmenes de revisionismo histórico que tratan de demostrar la centralidad del pensamiento crítico holandés –en particular el de Spinoza– en lo que él llama la Ilustración radical (a diferencia de las moderadas Ilustración inglesa, escocesa, francesa o alemana). En su opinión, es allí donde se encuentran las primeras y más puras raíces de la tradición democrática, republicana, tolerante, igualitaria y liberal en Occidente.

Israel cree que esta tradición se cumplió en parte en la Revolución estadounidense, pero que luego fue traicionada por el populismo rousseauniano y antiilustrado de Robespierre y los jacobinos. Después de haber expuesto estos argumentos y publicado otros libros de estilo spinoziano, como Revolutionary Jews from Spinoza to Marx, se podría haber pensado que su tarea estaba terminada. Pero faltaba su obra magna. Con la publicación de Spinoza, Life and Legacy, Israel nos ha dado un libro tan vasto como el dios de Spinoza.

 Una mirada contemporánea

Durante al menos dos siglos, la devoción spinoziana ha generado bibliotecas, simposios, sociedades, sectas, novelas y estudios serios, lo que hace que uno se pregunte si todavía hay alguna forma nueva de abordar el tema. Una opción es un ensayo biográfico concebido a partir de las circunstancias del siglo XXI. La nuestra es una era de censura en la que convergen el autoritarismo político y la intolerancia intelectual, como en la época de Spinoza. La situación exige un libro breve, ágil y reflexivo que recree la vida y la obra de Spinoza y construya puentes con el presente. Ahora tenemos una obra de ese tipo en Spinoza; Freedom´s Messiah de Iam Buruma.

Nacido en La Haya en 1951, Buruma parece haber heredado su interés (yo no lo llamaría devoción) por Spinoza de forma natural. Su abuelo paterno era un pastor menonita tolerante, su padre era un ateo declarado y sus abuelos maternos eran judíos seculares. Ninguno de ellos se habría “considerado spinozista”, escribe Buruma, “pero en muchos sentidos no estaban muy alejados de él”.

A juzgar por la universalidad de la obra de Buruma, tampoco lo es. Se percibe un eco spinoziano en sus escritos sobre cuestiones como el multiculturalismo y sus descontentos, el legado de la Ilustración, la relación entre religión y democracia y los estallidos modernos de intolerancia. Buruma probablemente negaría que Spinoza fuera un liberal en el sentido moderno del término, pero el pensamiento de Spinoza influyó sin duda en la teoría y la práctica del liberalismo, y la biografía de Buruma se lee como un acto de filiación.

A contrapelo

La historia de la breve vida de Spinoza (1632-1677) comienza en uno de esos hogares de criptojudíos originarios de la Península Ibérica, exiliados que no habían perdido ni su fluidez en el español ni su nostalgia por la tierra de la que habían sido expulsados ​​en 1492. Aunque su apego a la fe judía no había disminuido por completo, habían perdido la familiaridad con los textos originales y las liturgias; éstos debían ser ocultados, o se enfrentarían a un juicio y a la hoguera de la Inquisición.

Este prolongado aplazamiento de una fe reprimida explica el celo defensivo que caracterizó a la comunidad en la que creció Spinoza y en la que su familia desempeñó un papel fundacional. Como muestra Israel en sus ricos y reveladores capítulos iniciales, ambas ramas de la familia contaban con figuras prestigiosas. Su bisabuelo por parte de madre, por ejemplo, fue Duarte Fernandes, un personaje enigmático que se movió en los mundos de la diplomacia, la política, las finanzas, el comercio (azúcar, diamantes) y el espionaje, al tiempo que promovía el éxodo de los judíos portugueses hacia tierras seguras.

La rama paterna de la familia no fue menos notable: en ella había miembros que habían sido perseguidos por la Inquisición en el siglo XVI y que se unieron a la conspiración portuguesa para lograr la independencia de Felipe II de España. El abuelo de Spinoza, Abraham, surgió de estas batallas para convertirse en uno de los patriarcas de la comunidad. A su muerte, confió a Miguel, el padre de Spinoza, su próspero negocio comercial (aceite de oliva, higos) con sus redes en Brasil, el norte de África e Italia.

Con este linaje, nada parecía presagiar la herejía del joven prodigio, que recibió su primera educación en la escuela Talmud Torá de Ámsterdam bajo la tutela de legendarias autoridades rabínicas como Saul Levi Morteira y Menasseh ben Israel. Explicar esta herejía ha obsesionado a generaciones de eruditos.

Por su parte, Buruma recrea vívidamente el contexto histórico y cultural de la “Edad de Oro holandesa”, cuando costumbres como el tradicional gedogen (no aplicación de ciertas leyes) eran particularmente beneficiosas para los judíos. Aunque esta tolerancia era menos un reflejo de empatía que de conveniencia, debido a las ventajas comerciales que confería, no obstante convirtió a Ámsterdam en un lugar seguro (un Mokum, en yiddish). La ciudad era única entre las capitales europeas de la época, y su comunidad judía permanecería intacta hasta la llegada de los nazis.

Sin embargo, la federación de repúblicas holandesas, sede de la “verdadera libertad” que Spinoza acabaría encarnando, sufrió graves tensiones políticas y religiosas. A la antigua rivalidad con España se sumó una nueva rivalidad con Inglaterra (1652-54). A continuación se produjo la disputa entre dos tradiciones políticas y sus clases: la aristocracia, encabezada por los estatúderes de la Casa de Orange, y la clase mercantil, representada por los hermanos de Witt (Cornelis, alcalde de Dordrecht y oficial militar, y Johan, gran pensionista y matemático).

Paralelamente a esta lucha se desarrolló una batalla teológica entre la Iglesia reformada holandesa (de rígida fe calvinista) y diversas sectas protestantes (menonitas, socinianos, colegiales) cuyos miembros se inclinaban hacia la tolerancia y una fe más sencilla, desligada de los dogmas. Si bien todos ellos se distanciaron de los librepensadores y abjuraron de los católicos, toleraron en gran medida a los judíos.

Pero también había discordia entre los judíos, debido a las dificultades para conciliar la ortodoxia talmúdica del judaísmo con las costumbres de la casi olvidada tradición sefardí (que también estaba influida por la Cábala y las crecientes aspiraciones mesiánicas). Dadas estas divisiones, se puede entender mejor la difícil situación del joven Spinoza, cuando empezó a dudar sistemáticamente de su fe.

Los años de formación

Algunos eruditos destacados, como Harry Wolfson, han interpretado la herejía de Spinoza como el resultado de un proceso intelectual cuyas semillas se plantaron en la propia tradición judía medieval, en particular en la obra de Maimónides y Hasdai Crescas. Otros, como IS Révah, la atribuyen a la influencia de judíos heterodoxos, como Juan de Prado. El historiador Steven Nadler, una autoridad importante en Spinoza, destaca la influencia de varios librepensadores, en particular del maestro de Spinoza, el excéntrico exjesuita Franciscus Van den Enden.

Para Israel, la fuerza del espíritu de Spinoza residía en última instancia en su propia mente. Documenta el largo proceso de introspección que llevó a Spinoza a negar los pilares principales de las religiones judía y cristiana, desde sus posiciones sobre un dios personal y el libre albedrío hasta la inmortalidad del alma y la divinidad de la Biblia. Sin embargo, ningún proceso intelectual ocurre en el vacío. Basándose en su propia investigación y en estudiosos de Spinoza como Yosef Kaplan, Israel detalla la cadena de acontecimientos que condujeron a la ruptura religiosa e intelectual de su protagonista.

Comienza con la muerte de la frágil madre de Spinoza, Hannah Deborah, en 1638, que ensombreció a la familia. Tras la muerte de su hermano mayor, Isaac, en 1649, Spinoza se incorporó de lleno al negocio familiar. Pero debido a una serie de robos y confiscaciones de bienes provocados por la guerra contra Inglaterra en 1652, la empresa pronto se declaró en quiebra.

Cuando el padre de Spinoza murió en 1654, el joven pensador –de apenas 22 años– se convirtió en el jefe reticente de una empresa ahogada en deudas con sus correligionarios. Pero litigó esas reclamaciones con éxito recurriendo al sistema judicial holandés, en lugar de a los tribunales comunitarios. En el relato que hace Israel de estas vicisitudes legales, no faltan la violencia física y el repudio social, rasgos que contrastan marcadamente con la historia de prestigio de la familia dentro de la comunidad.

Al final, Spinoza logró liberarse de toda responsabilidad. Renunció con firmeza y altivez a su herencia materna. “Ni el beneficio, ni la abstinencia monacal, ni la gloria en el campo de batalla, ni la lealtad a los señores y monarcas, ni ninguna causa religiosa son ideales que merezcan la pena”, escribe Israel sobre Spinoza. Sólo la búsqueda del conocimiento lo es.

Solo al fin

Una vez rotos sus vínculos con la comunidad, Spinoza emprendió un nuevo e incierto camino, sin hacerse ilusiones sobre los riesgos que ello implicaría. Años antes, un tío lejano, el filósofo Uriel da Costa, había intentado vivir su propia vida intelectual al aire libre. Nacido cristiano en Oporto y educado en Coimbra, era la encarnación de lo que Spinoza llamaría “fluctuación” intelectual. Empezó a dudar de su fe y abrazó el judaísmo; después dudó del judaísmo y volvió al catolicismo; después dudó de ambos y abrazó el epicureísmo, negando así la inmortalidad del alma.

Excomulgado dos veces, Da Costa fue condenado al ostracismo y a la miseria. En 1640 se suicidó, dejando su testimonio en una dramática autobiografía: Exemplar Humanae Vitae.

¿Cómo evitó Spinoza correr la misma suerte? Para empezar, tenía la ventaja de haber nacido judío, lo que en aquella época era una condición fluctuante y fluida. ¿Quién era realmente judío? ¿Podía ser judío alguien que había sido bautizado? ¿Y quién mantenía relaciones comerciales frecuentes con católicos o no había sido circuncidado? Éstas no eran cuestiones abstractas para el joven Spinoza: sus propios antepasados ​​entraban precisamente en esas categorías.

Por ejemplo, su abuelo materno era cristiano de origen e indiferente a la fe judía. Al no estar circuncidado, recuerda Israel, fue enterrado fuera del cementerio judío de Ouderkerk (cuya inspiración española y barroca –vagamente herética en sí misma– Buruma describe maravillosamente). La abuela materna de Spinoza, Maria Nunes, también había sido bautizada, antes de convertirse al judaísmo siendo niña mientras vivía en Venecia. Única figura materna en la vida del filósofo, pidió ser enterrada junto a su marido; pero su último deseo no fue concedido.

Israel registra estos y otros agravios que debieron alimentar el resentimiento del joven filósofo, llevándolo a repudiar los ritos externos de la religión judía y a rechazar los gestos de conciliación que utilizaban los líderes comunales judíos para evitar escándalos o represalias de la Iglesia calvinista oficial.

Desde una perspectiva liberal moderna, la intolerancia de la comunidad judía portuguesa hacia Spinoza parece un acto inquisitorial. Pero no lo fue. Spinoza era hijo, nieto y bisnieto de marranos (judíos que se habían convertido al cristianismo) que habían sufrido indescriptiblemente la persecución de la Inquisición. Dado ese sufrimiento, es comprensible que la herejía del hijo pródigo fuera insoportable para ellos. La disputa entre Spinoza y su comunidad fue un drama histórico.

 El paria voluntarioso

Aunque Spinoza fue expulsado oficialmente de la comunidad judía, él y el judaísmo siempre permanecerían inseparables. Lejos de negar a Dios, negó que existiera algo fuera de Dios. “En lugar de decir que negó a Dios”, escribió Heine, “se podría decir que negó al hombre”. Si algo ofendió a Spinoza, fue la acusación de ateísmo. Al ver la existencia como un mecanismo natural de relojería, dedicaría su vida a descubrir al menos una parte de sus infinitos mecanismos.

Pero la curiosidad científica de Spinoza estaba subordinada a otra cosa: un llamado a la redención a través de la razón. Creía que, al comprender la naturaleza, incluida la naturaleza de las pasiones humanas, el hombre podría encontrar la libertad. Sólo un judío al margen del judaísmo podía pensar así. El filósofo inglés Stuart Hampshire, citado por Buruma, lo vio claramente: “Llevaba consigo no sólo sugerencias de la teología y la crítica bíblica de Maimónides y de una gran línea de eruditos y teólogos judíos, sino también la concepción profética de la filosofía como búsqueda de la salvación. Aunque en su filosofía la salvación por la razón sustituyó a la salvación por la revelación y la obediencia, su severidad moral, sobre todo si se compara con la urbanidad mundana de Descartes, recuerda a menudo al Antiguo Testamento, incluso en el tono y el acento de sus escritos.”

Da Costa había fracasado al detenerse en el punto de negación, al “fluctuar” sin llegar nunca a un nuevo puerto. En cambio, según Spinoza, Cristo (a quien nunca llama “Jesús”) alcanzó el grado más alto de comunión intelectual y moral, una hazaña que reconoció y tal vez trató secretamente de emular. Así, Heine pensaba que la pureza de la vida de Spinoza lo había acercado a la de su “divino pariente Jesús”. Buruma ofrece un análisis penetrante de este paralelo y lo ve como la razón por la que Spinoza –a diferencia de Descartes, Leibniz o Kant– no sólo es respetado sino también amado.

La excomunión de Spinoza no sólo fue el acontecimiento central de su vida; dada su influencia duradera, fue también un acontecimiento central en la historia del pensamiento occidental. En lugar de abrazar la fe cristiana, como había sido habitual desde la Edad Media, persiguió la conquista de un nuevo ámbito intelectual, impregnado de su idea de Dios, pero buscando trascender las guerras teológicas y políticas de su tiempo apelando a la razón y a la libertad de pensamiento. Su liberación filosófica personal lo llevó a articular una visión de liberación universal, lo que lo convirtió en el mesías de la libertad en el título de Buruma.

 Dios moliendo

Buruma recrea la vida de Spinoza como un retrato holandés con un paisaje. A partir de fuentes variadas y seleccionadas, pero apoyándose sobre todo en los libros y consejos de Nadler, dialoga con las cartas de Spinoza y las interpretaciones biográficas e intelectuales: duda, matiza y comprende. Israel, asombrosamente prolijo, apasionado y exhaustivo (la bibliografía de este libro consta de aproximadamente 1.500 fuentes primarias y secundarias), ha creado en torno a Spinoza un vasto fresco de una época, densamente poblado de personajes, genealogías, situaciones, ideas, episodios y conflictos.

Ambas biografías destacan los factores materiales y sociales de la vida de Spinoza. Lejos de vagar por el desierto, Spinoza encontró refugio bajo la guía de su maestro Van den Enden, un librepensador, autor, editor, actor y empresario teatral que le dio trabajo como maestro de escuela y le presentó a los autores clásicos (Terencio, Séneca) que aparecerían a lo largo de su obra futura.

Israel se explaya en el papel de Van den Enden en la configuración de la vida de Spinoza y en su influencia sobre el liberalismo radical en general. Van den Enden, precursor de los revolucionarios franceses, fue finalmente acusado de conspirar contra Luis XIV y ejecutado. Su discípulo, en cambio, era radical sólo en sus convicciones filosóficas: sellaba sus cartas con el emblema de una rosa y la palabra “caute” (precaución).

Spinoza se convirtió en pulidor de lentes para ganarse la vida, un desarrollo que no fue meramente incidental en su filosofía. Todo oficio implica alguna relación entre mente y materia, y entre cuerpo y mente. Por eso Borges sugirió una conexión directa entre la fabricación de lentes y la invención del dios de Spinoza. Además, un ingreso estable le dio a Spinoza la independencia que su filosofía requeriría. Podía vivir sin vínculos con su antigua comunidad, libre para criticar a los poderes establecidos, especialmente a los religiosos. Si bien ni Buruma ni Israel se centran en las técnicas del oficio de Spinoza, ambos señalan que su interés teórico y práctico de larga data en la óptica le permitió fabricar lentes muy apreciadas para microscopios y telescopios.

Spinoza escribió en esa época Principios de la filosofía cartesiana (1663), la única obra publicada bajo su propio nombre durante su vida. Atrajo la atención de grandes filósofos y científicos como Leibniz, Christiaan Huygens y Henry Oldenburg. Israel da vida a estas figuras y examina la correspondencia de Spinoza con ellas. Si bien todos estaban en desacuerdo con la negación de Spinoza de un dios personal, reconocían su autoridad filosófica y compartían sus intereses en física, matemáticas y óptica.

La luz era un denominador común no solo en la investigación científica, sino también en el arte de la época. Como explica Buruma, “ver con mayor claridad era fundamental en las grandes pinturas del Siglo de Oro holandés. Independientemente de si Vermeer utilizó lentes y espejos para pintar imágenes más nítidas y con más detalle, como insisten algunos, estaba obsesionado con la luz en todas sus diferentes cualidades”.

Otro aspecto notable del salto de Spinoza a la libertad en Ámsterdam fue su participación en un círculo de estudio informal (más socrático que platónico) que practicaba la “cultura libre”: el intercambio horizontal de panfletos y libros impresos en busca de un público lector y de conversación. Esta forma cultural era única, diferente de la cultura universitaria, con su intercambio vertical de información de profesores a estudiantes y su apego a una escolástica inflexible.

Aunque siempre bajo la mirada censuradora del poder y la religión, entre los practicantes de la cultura libre figuraban grupos como la Royal Society inglesa, la Academia del Lince (Galileo), el Collège de France y los salones literarios (tan prestigiosos que merecieron varias comedias de Molière). En Amsterdam, el círculo era mucho más modesto, pero no dependía del patrocinio político y podía presionar decisivamente a favor de la tolerancia religiosa.

Su sede era la librería El Libro de los Mártires, propiedad del bibliógrafo e impresor Jan Rieuwertsz, editor de Descartes y futuro editor de Spinoza. Presidida por Spinoza, cuya formación religiosa y condición judía marginada le permitieron enfrentarse a múltiples corrientes de pensamiento, el grupo incluía cartesianos, librepensadores, colegiales y cuáqueros, y la propia librería representaba la “verdadera libertad” en la cultura.

Pero en 1661 Spinoza abandonó Ámsterdam para refugiarse en una pequeña cabaña en el pueblo de Rijnsburg. Afortunadamente, las condiciones allí eran ideales para una vida contemplativa acompañada de conversación epistolar y, eventualmente, la presencia de amigos, discípulos (librepensadores y cristianos heterodoxos) y algunos de los principales protagonistas del despertar filosófico poscartesiano. Fue allí donde completó el libro sobre Descartes y comenzó a avanzar en la Ética. En Rijnsburg, el pulidor de lentes esperaba “tallar” al dios de la Naturaleza. Pero la Naturaleza tenía otros planes.

 Turbulencia e intolerancia

Tras un breve interludio de paz, la agitación volvió a la vida de Spinoza en 1664. Fue una época paradójica para Europa. Mientras los nuevos horizontes científicos parecían infinitos, el continente acababa de sufrir la “Peste Negra”, que muchos atribuyeron a la ira de Dios.

Fue en este contexto que Spinoza se refugió en Voorburg, un reducto aún más remoto que Rijnsburg, e hizo una pausa en la escritura de la Ética para revivir el espíritu combativo de la cultura libre a través del trabajo en su Tratado teológico-político.

Con el tiempo, la peste remitió y el mesías se convirtió al islam. Pero en la sociedad holandesa, la intolerancia religiosa se desbordó, reflejando la tenacidad de las pasiones humanas que Spinoza analizaría en la Ética aplicando los mismos criterios que utilizó en sus estudios sobre la naturaleza.

En este artículo, Buruma ofrece una oportuna reflexión sobre el concepto spinoziano de conatus, que se refiere a la fuerza impulsora vital de una cosa (similar a la libido freudiana), y su teoría paradójica según la cual se niega el libre albedrío, pero la libertad sigue siendo alcanzable mediante un conocimiento “claro y distinto” de las fuerzas deterministas. Más cartesiano que spinozista, Buruma interviene con frecuencia con saludables expresiones de duda. Si Spinoza tiene razón en que todo organismo vivo busca “persistir en su ser”, pregunta, ¿cómo se explica el suicidio?

Spinoza atrajo a muchos lectores secretos y devotos subrepticios. Ya sea en la reconstrucción enciclopédica de la vida y la época de Spinoza que hizo Israel o en la sucinta narración de Buruma, es conmovedor leer acerca de seguidores demasiado entusiastas como los hermanos Johannes y Adriaan Koerbagh. Cruzados contra la superstición, mucho menos cautelosos que su maestro, llevaron sus refutaciones teológicas de la doctrina cristiana y judía a extremos que los condenarían a prisión, tortura, destierro, miseria y muerte.

El destino de estos mártires spinozianos dio urgencia a los capítulos finales del Tratado teológico-político, obra seminal de la crítica bíblica, más hospitalaria en su lectura que la Ética. En un relato crítico del Antiguo Testamento, Spinoza ilustra, con ejemplos, el carácter natural de los milagros, el valor moral (no filosófico) de las profecías y la autoría humana de los textos.

Pero nunca intentó desacreditar la devoción religiosa popular, que consideraba positiva en la medida en que aportaba consuelo y paz a la gente. En cambio, dirigió sus críticas a las autoridades eclesiásticas, propagadoras de la superstición que no tenían ninguna pretensión legítima de poder. Su propósito era defender la libertad de pensamiento y refutar la acusación de ateísmo. En este punto, Buruma es categórico: “Spinoza amaba a Dios como pensador racional. En ese sentido no era ateo. En cualquier otro sentido, lo era”. Los estudiosos de Spinoza y del judaísmo no estarían de acuerdo: su compleja espiritualidad lo llevó a distanciarse de su tradición y de su pueblo, pero en el fondo era una espiritualidad judía. Según Wolfson, su Dios ya estaba implícito en el pensamiento medieval judío: era más un acto de osadía que una invención.

Con la guerra que estalló entre Inglaterra y Holanda (acosada al sur por la Francia de Luis XIV) en 1664, el horizonte político comenzó a cerrarse. En un relato exhaustivo de ese conflicto, Israel destaca la relación cambiante entre la ciencia y el poder en ambos lados.

Los científicos se enfrentaban a nuevas restricciones a su libertad. A pesar de su inalterada ortodoxia religiosa, Oldenburg (el primer secretario de la Royal Society, teólogo, filósofo y científico que había visitado a Spinoza en Rijnsburg) fue encarcelado en la Torre de Londres por decir alguna indiscreción sobre su monarca. Al presenciar estos acontecimientos, Spinoza vio que las autoridades eclesiásticas no eran las únicas que oprimían a los hombres y jugaban con sus vidas; también lo hacían los monarcas y sus aliados aristocráticos.

La libertad de filosofar también se vio amenazada en Holanda. La guerra había fortalecido a la Casa de Orange y la Iglesia calvinista oficial se disponía a asestar un golpe mortal a la cultura de la “verdadera libertad”. Gracias a su amigo y editor Rieuwertsz, Spinoza logró publicar en 1670 el Tratado teológico-político bajo un seudónimo y un sello falso. Pero la autoría se hizo conocida y pronto se decretó que el libro “debía ser enterrado para siempre en el olvido eterno”. Era “un libro forjado en el infierno”, como el título del libro de Nadler sobre el tema. Al final, su prohibición duraría al menos un siglo.

El desenlace de este momento político llegó en 1672, con el brutal derrocamiento de los hermanos De Witt, que fueron linchados por una turba enloquecida en La Haya, donde Spinoza había vivido desde 1670. “Es la máxima barbarie”, exclamó, según uno de sus primeros biógrafos. Había llegado el momento de escribir su Tractatus Politicus.

Es cierto que, dada la estructura, el estilo y la atemporalidad de la Ética (que no terminó hasta 1675), la política no parecía un cauce natural para las especulaciones metafísicas de Spinoza, pero siempre había estado convencido de que la razón no sólo es el vínculo más fuerte que una persona puede tener consigo misma, sino también el mejor fundamento de una vida en común con los demás. Además, como la historia había interrumpido tan directamente sus escritos sobre la inmutabilidad de la naturaleza humana, ya no podía evitarlo.

Debido a este contexto histórico, muchos autores consideran que el Tratado teológico-político y el Tractatus politicus no son menos fundamentales que la Ética. Lo que los tres tienen en común es la convicción de que la razón conduce naturalmente a la responsabilidad cívica y, sobre todo, a una defensa activa de la libertad; no se trata sólo de contemplar el «mapa infinito de Aquel que es todas sus estrellas».

Como en sus obras anteriores, Israel destaca la novedad histórica del “republicanismo democrático” del Tractatus Politicus: un orden que da cabida a la religión popular pero no a la autoridad religiosa, y que se apoya en el consenso de la mayoría, no en la monarquía y la aristocracia. Aunque Spinoza comparte algunas de las premisas de Thomas Hobbes, llega a un modelo muy diferente al del Leviatán.

El papel propio del Estado de Spinoza es regular, no reprimir, las pasiones religiosas, promover la justicia y la caridad y garantizar la libertad. Como señala Buruma, Spinoza no logró desarrollar los mecanismos prácticos de la democracia, pero tuvo la audacia de pensar abiertamente sobre el tema, y ​​esto a pesar de los tiempos oscuros que le sobrevinieron en los últimos años de su vida.

Aunque Spinoza estudió el poder –e incluso intentó mediar personalmente entre poderes (durante la guerra con Francia)– nunca se dejó tentar por él. En sus últimos años, fiel a la cultura libre, rechazó el apoyo pecuniario de príncipes y ministros, así como las ofertas de cátedras universitarias.

Spinoza murió serenamente en 1677, en el lecho de sus padres –la única reliquia familiar que conservó–, resignado a no vivir lo suficiente para ver publicada su Opera Posthuma (que incluye todos sus tratados, estudios de gramática hebrea y correspondencia). Esa tarea quedó en manos de Rieuwertsz, quien, en otro acto de valentía, publicó pronto el volumen con el rostro de Spinoza grabado en el frontispicio.

Un pensador de nuestro tiempo

“Spinoza nos ha dejado una imagen vívida, de aquel que no pretendía ser absolutamente vívido”, remarcaba Borges aquella mañana de hace casi medio siglo. En el libro vívido de Buruma y en la summa biográfica de Israel, la vida discreta, casi elusiva, del filósofo se despliega ante nuestros ojos.

Los lectores de todo el mundo deberían darles las gracias. Volver a Spinoza puede ayudarnos a navegar en nuestra actual era de fanatismos, una época muy parecida a la suya. Ya se trate del populismo de la derecha radical, con sus vínculos con los protestantes evangélicos y los católicos reaccionarios, o del populismo de la izquierda, con su poder antiliberal basado en la turba, todos amenazan el libre pensamiento. Donde antes los guardianes de la fe religiosa excomulgaban y quemaban a los herejes, ahora los ideólogos del género, la raza, el idioma, la nación, la clase y la cultura buscan cancelar a quienes piensan diferente. (Y, de manera similar a la Inquisición, los apóstatas son vistos como la mayor amenaza y los más merecedores de la hoguera.)

La guerra santa sigue otorgando prestigio, como también lo hace el delirio mesiánico. Creíamos que habíamos dejado atrás las guerras imperialistas y las campañas de limpieza étnica, pero han vuelto. Los valores cardinales de la tradición occidental –como la búsqueda honesta de la verdad, la libertad de expresión, la ciencia, la creencia en hechos objetivos, la civilidad democrática y, por supuesto, la tolerancia– están a la defensiva.

Spinoza contempló sin desesperanza la “barbarie suprema” de su tiempo. Ahora nosotros debemos hacer lo mismo. “La guerra es absurda”, escribió, “pero estos problemas no me hacen reír ni llorar. Al contrario, me alientan a comprender mejor la naturaleza humana”. A pesar de su disposición cautelosa y atenta, Spinoza mostró la osadía histórica de pensar libremente y de defender la libertad de pensamiento. Esos compromisos siguen siendo dignos de nuestra devoción.