Garabatos (La grasa del chocolate)

Por Mikio Obuchi
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Kafka- Dibujos recuperados. Libros del zorro rojo
Foto: Libros del zorro rojo

Observando en una librería encontré un hermoso libro de los garabatos (dibujos) que hacía Franz Kafka (imágenes variadas garabateadas en hojas de apuntes). Supongo que mientras escribía jugaba con sus lápices. Probablemente un vagabundeo manual. Sin embargo, ver el pequeño libro me resultó inquietante: ¿por qué en esta época vemos menos garabatos? La respuesta es directa y está frente a muchos de nosotros: no se garabatea, se teclea.  Esto me lleva a la siguiente cuestión: ¿sienten nostalgia por el acto de garabatear? ¿sienten nostalgia de escribir a mano? ¿sienten nostalgia por los libros de papel? Parecen preguntas triviales, sin embargo, después de una pandemia y su respectivo encierro muchas personas empezaron a sentir ese cosquilleo en la mano.

La tecnología ha abierto puertas enormes que resultan bastante estrechas para algunas cosas se van perdiendo, entre ellas esa facilidad de jugar con el lápiz haciendo trazos, puntos, manchones, quizá sean interpretadas como una pérdida de tiempo, pero pienso que esas digresiones gráficas eran la grasa del chocolate de la escritura a mano.

Invocando el libro de Slajov Zizek: “Chocolate sin grasa”, hacer un montón de dibujos sin importancia ni trascendencia se puede entender como aire, el espacio que nos llevaba a imaginar más allá del margen de un cuaderno de matemática en una clase mecánica.

Esos lapsus “pictóricos” eran como las plazas antes que el Covid nos exiliara al mundo digital. Cuando pienso en el encierro y los garabatos, el encierro se ha convertido en la oportunidad de alejarnos de la capacidad de impresionarnos por lo gratuito (al igual que un garabato). Al caminar por las calles (nuestro espacio); nótese que al decir “nuestro” pienso en el espacio que compartimos todos. Ese lugar donde otrora pasaban las cosas, desde reuniones sindicales hasta charlas que definían muchos futuros o simplemente la reglamentaria charla con la caserita de dulces. Había algo en común entre todos. Pero era el encierro o la muerte ante una enfermedad.

La pandemia ha acentuado una dualidad. En esta época existe un espacio (topos) y un espacio sin lugar (a-topos) al que hemos migrado a través de los teléfonos. El teléfono ese aparato habita al final de nuestra mano, es nuestro dispositivo a las dimensiones virtuales lejos del espacio público, del espacio que afecta desde todos los sentidos y cerca de un espacio distinto; un espacio que a pesar de no tener parte no nos quita el ojo vigilante mientras lo recorremos (te saludo gran hermano), es que ante este espacio todos somos de alguna manera lo mismo, es decir un número bien trazado (no un garabato) que busca su sentido en infinitos archivos de información que al final nos terminan quitando eso que buscamos.

Es ese número que nos identifica el que nos quita personalidad, pues terminamos siendo un marcador que envía datos y recibe ofertas según la información que envía cada habitante de la red, volviéndonos en espías involuntarios de nosotros mismos.  Me aventuro a decir: los que compartimos cierta generación sentimos ese poderoso escozor de dejar descansar el dispositivo conectivo, reclamar el espacio en blanco de un cuaderno para llenarlo de rayas puntos y manchones que estimulen de alguna forma nuestra imaginación.

¿Será que hemos olvidado nuestra capacidad de tránsito? ¿necesitamos ver la cara, tocar y sentir la presencia del otro ahora más que nunca? Y retomando la pregunta de Mark Fisher: “¿Qué ocurrió con nuestro espacio, o con la idea de un espacio público que no es reducible a una sumatoria de preferencias de consumo?”