¡Es el petróleo, estúpido!

Por Crismar Lujano
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Foto: The New York Times

Estados Unidos no actúa contra Venezuela porque sea fuerte, sino precisamente porque es vulnerable, necesita petróleo pesado para sostener su sistema de refinación, su producción interna enfrenta límites económicos claros y porque la competencia global —especialmente con China— reduce su margen de maniobra.

No es que hubiera muchas dudas, pero por si aún quedaban ingenuos pensando que esto iba de democracia, incluso después del vulgar robo de un buque petrolero venezolano la semana pasada, anoche Donald Trump hizo la confesión colonial más honesta del siglo XXI.

OIL, OIL, OIL, OIL, OIL… Cinco veces escribió Trump la palabra petróleo en una publicación delirante en la que envalentonado como jefe de la mafia imperial, además de ordenar un bloqueo naval total de Venezuela, demandó “devolver” su petróleo, tierras y activos a Estados Unidos.

Esta es una declaración desquiciada por sí sola, pero en realidad Trump sólo ha dicho, en voz alta, lo que el imperio siempre ha creído en privado: que lo que yace en nuestros pueblos pertenece a Washington.

Que Trump codicie el petróleo venezolano no es noticia. Que haya hablado abiertamente de apoderarse de él, tampoco. La pregunta interesante —la que todavía incomoda a algunos— es otra: ¿por qué el mayor productor de petróleo y gas del mundo, está dispuesto a otra guerra para robarse el crudo del país caribeño?

Una versión actualizada de la vieja Doctrina Monroe, pero ahora con más tufo a desesperación
La respuesta no está sólo en Venezuela. Está en Estados Unidos. Porque, como todo bully, Trump no actúa desde la fortaleza, sino desde la vulnerabilidad. Y esta vez no es diferente.

Estados Unidos arrastra una dependencia estructural del petróleo pesado y enfrenta límites cada vez más evidentes en su propia política energética, por más discursos grandilocuentes que se repitan en campaña.

De hecho, casi todo lo que la administración Trump está haciendo hoy en la región está, de una u otra forma, relacionado con una estrategia energética fallida que ya no cierra ni en el papel.

Es verdad, Venezuela ocupa un lugar singular porque conecta directamente dos de las prioridades de seguridad nacional declaradas recientemente por Donald Trump en su corolario: el dominio de los recursos energéticos estratégicos y el control político del hemisferio occidental, o sea de América Latina.

Una versión actualizada de la vieja Doctrina Monroe, pero ahora con más tufo a desesperación.

El país sudamericano posee alrededor del 17% de las reservas mundiales de petróleo conocidas. Más de 300 mil millones de barriles. Casi cuatro veces las reservas de Estados Unidos.

En un contexto de estancamiento relativo de la producción estadounidense y de creciente competencia global por recursos energéticos, esta cifra tiene un gran peso político.

A esto se suma la presencia de China, que tampoco es una sorpresa. Washington no lo percibe como un socio comercial, sino como un rival estratégico. Para la Casa Blanca, el petróleo venezolano no es sólo energía: es territorio político.

Desde esta perspectiva, la presión sobre Caracas no busca únicamente asegurar barriles, sino desplazar a China y reafirmar una esfera de influencia que Estados Unidos considera propia por derecho desde hace más de un siglo.

El problema no es cuánto petróleo produce EEUU, sino qué tipo de petróleo produce

Pero incluso todo esto resulta insuficiente si no se mira hacia adentro. Porque el verdadero problema está en las entrañas del sistema energético estadounidense y sus debilidades.

El principal problema, por ejemplo, no es cuánto petróleo produce Estados Unidos, sino qué tipo de petróleo produce y qué tipo necesita para que su infraestructura y sistema funcione.

Como sabemos, el petróleo crudo no es homogéneo. Está clasificado según su densidad:  ligeros, medios y pesados. Algunos fluyen casi como agua; otros son densos, viscosos y técnicamente complejos de procesar.

La mayoría de las grandes refinerías estadounidenses —especialmente en Texas y Luisiana— fueron diseñadas para procesar crudos pesados importados. Adaptarlas para trabajar de forma masiva con crudo ligero, el que sí produce EE.UU., requeriría inversiones de miles de millones de dólares, algo para lo que la industria no tiene incentivos inmediatos.

Aquí aparece la gran paradoja del llamado “dominio energético” estadounidense. En su afán por aumentar producción y reservas, Estados Unidos apostó de lleno por la revolución del esquisto, explotando yacimientos no convencionales mediante fracking. La estrategia funcionó… hasta cierto punto. La producción se disparó.

De hecho, en 2014, los precios del petróleo cayeron con fuerza, en buena medida por un exceso de oferta global provocado precisamente por el auge del esquisto estadounidense.

Pero ese éxito dejó una herencia incómoda. Estados Unidos pasó a producir, sobre todo, crudo ligero.  Es decir, enormes volúmenes de un petróleo que muchas de sus propias refinerías no están preparadas para procesar.

El resultado es una dependencia estructural. Pese a proclamarse superpotencia petrolera, EEUU está obligado a importar más de seis millones de barriles diarios de petróleo, fundamentalmente pesado, para que su sistema energético no colapse.  Independencia energética, sí, pero con términos y condiciones.

Curiosamente, a comienzos de 2025, Donald Trump aseguraba que Estados Unidos era energéticamente independiente y que no necesitaba el petróleo canadiense.

La realidad, bastante menos épica, es que Canadá es hoy el principal proveedor de petróleo pesado de Estados Unidos y concentra más del 60% de todas sus importaciones de crudo.Un detalle menor, salvo para las refinerías que no pueden operar sin ese petróleo.

¿Por qué la insistencia de forzar la salida de un gobierno soberano?

Para mala suerte de Trump, además de Canadá, los otros países que concentran algunas de las mayores reservas de crudo pesado del mundo son actores bastante incómodos para Washington, como Rusia y Venezuela…

Estados Unidos depende de un tipo de crudo que Venezuela posee en abundancia y, además, a muy corta distancia geográfica. Es aquí donde aparece la oportunidad política.

Un cambio de régimen permitiría entregar en bandeja de plata el sector petrolero venezolano a las grandes corporaciones estadounidenses, ávidas de llenarse los bolsillos.

La insistencia de Washington en forzar la salida de un gobierno soberano que ha dejado claro que no está dispuesto a convertirse en una colonia petrolera no puede analizarse al margen de esta ecuación energética.

No es tampoco una conspiración… Esta visión ha sido expresada de manera abierta por María Corina Machado, la flamante nobel de la guerra, quien ha defendido reiteradamente la privatización del petróleo venezolano para entregárselo a las corporaciones estadounidenses, una postura que ha sostenido con notable coherencia a lo largo del tiempo.

Esta obsesión por controlar fuentes externas de crudo pesado se vuelve aún más reveladora cuando se observa la evolución del sector energético estadounidense.

Ya no es sólo, “dependo de mi vecino porque yo produzco un petróleo que no puedo usar”, sino también es un “estoy produciendo menos”.

¿Se acuerdan del “Drill, Baby, Drill” y de la promesa de “liberar la energía estadounidense”, incluso a costa de dinamitar compromisos climáticos? Pues bien, casi un año después del regreso de Trump a la Casa Blanca, la tendencia ha sido exactamente la contraria.

Desde enero, la actividad de perforación atraviesa un declive sostenido y el número de plataformas activas no ha dejado de caer, otra promesa incumplida del America First.

Según Baker Hughes, el indicador más confiable del sector, Estados Unidos cuenta hoy con alrededor de 544 a 550 plataformas activas, casi un 30% menos que en diciembre de 2022 y apenas un tercio de las que operaban en 2012.

En la industria, esta caída se interpreta como un indicador adelantado de menor producción futura. No olvidemos, ADEMÁS el papel de la especulación financiera en la formación del precio del petróleo.

¿Energía barata para los consumidores y alta rentabilidad para los inversores en EEUU?

Las razones son económicas. Con precios relativamente bajos, la explotación del esquisto, que es bastante costosa, pierde rentabilidad. Las empresas no tienen incentivos para producir más, especialmente en un contexto de volatilidad de precios y transición energética inconclusa.

La contracción podría acelerarse si el precio del petróleo cae por debajo de los 60 dólares por barril y se mantiene allí. Por cada dólar por debajo de ese umbral, la Agencia Internacional de la Energía estima que cinco plataformas estadounidenses podrían ser retiradas.

Aquí se manifiesta otro dilema central para la administración Trump, que ha prometido simultáneamente energía barata para los consumidores y alta rentabilidad para los inversores, dos objetivos que resultan difíciles de conciliar.

Ante esta contradicción, la respuesta de Washington ha sido intervenir en el mercado internacional. Las sanciones al petróleo ruso, la presión sobre Europa y las amenazas a China e India apuntan a elevar los precios globales y reactivar la producción estadounidense.

Trump, que hasta hace poco se mostraba sorprendentemente cordial con Vladímir Putin, impulsa ahora un bloqueo total del petróleo ruso.

No tanto para presionar a Moscú, sino para subir los precios artificialmente y salvar la rentabilidad del esquisto estadounidense, cuyos costes de producción superaron los 60 dólares por barril en 2024 en cuencas clave como Midland y Delaware.

Reducir la oferta global permitiría reactivar pozos estadounidenses y, de paso, tranquilizar a los financiadores de campaña. La geopolítica, una vez más, como herramienta de política energética doméstica.

La campaña de cambio de régimen de Trump ha robado grandes activos vitales de Venezuela, incluyendo una compañía petrolera completa (Citgo), reservas de oro en bancos del Reino Unido, entre otros.

Venezuela no invadió ningún territorio. No saboteó refinerías ni se apoderó de puertos estadounidenses. Venezuela hizo una cosa: Recuperó el control de su propio petróleo de manos de empresas extranjeras e intentó construir un proyecto soberano al margen del dólar.

Es por eso que somos una amenaza inusual para EEUU, como somos catalogados desde 2015 por Obama, porque ni en las peores condiciones de chantaje y extorsión, nos arrodillamos a ningún imperio.

Pero además, lejos de ser una demostración de fortaleza, la ofensiva de Estados Unidos contra Venezuela revela una vulnerabilidad estructural que Washington prefiere no nombrar.

Detrás del discurso de seguridad nacional, de lucha contra las drogas y de liderazgo energético global, se encuentra un modelo profundamente dependiente: dependiente de crudos que no produce, de precios que manipula pero no controla y de una infraestructura diseñada para un mundo energético de otros tiempos.

Estados Unidos no actúa contra Venezuela porque sea fuerte, sino precisamente porque es vulnerable. Porque necesita petróleo pesado para sostener su sistema de refinación, porque su producción interna enfrenta límites económicos claros y porque la competencia global —especialmente con China— reduce su margen de maniobra.

En ese contexto, la coerción, las sanciones y la presión geopolítica no son señales de confianza, sino mecanismos para compensar debilidades internas.

Lo que ocurre hoy en el Caribe anuncia un nuevo ciclo de dominio estadounidense, así como los contornos de su desgaste. Y entender esto es clave para comprender no sólo la política hacia Caracas, sino los límites reales del poder estadounidense en el siglo XXI.


"La realidad no ha desaparecido, se ha convertido en un reflejo"

Jianwei Xun
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