El equipo Ferrari en Potosí y Uyuni

0
920

El viaje ha sido tranquilo. Llegamos a Potosí en menos de seis horas desde La Paz. Salvo algunos pequeños inconvenientes; los malos olores al pasar Oruro, el viaje es agradable escuchando a todo volumen Rapsodia de The Who. Los trechos de asfalto entre Oruro para alcanzar Potosí son largos y como si se comenzaran a elevar de la tierra al ingresar a los valles del Pilcomayo. Bajamos el volumen para contemplar en el horizonte los montículos que se elevan en medio de las nubes y el río que se pierde en la inmensidad de la llanura solitaria. Es de noche cuando ingresamos por las estrechas calles de la Villa Imperial. La gente forma filas al lado de unos garrafones enanos de color amarillo. Todas las mujeres están envueltas en mantas gruesas. Hace frió. El casco viejo de la ciudad respira de los reflectores que estrellan su luz de neón en las construcciones de estilo barroco que se alzan uno detrás de otro. De sus portones tallados en madera, siguen agitándose las leyendas que hablan de duendes que se aparecían haciendo ruidos al interior de las viviendas de la Villa; en esas que estaban destinadas al cuerpo del Rey. Potosí es Potosí. Sus habitantes son seres amables, alegres y fáciles de entablar comunicación. Se juntan en las esquinas y observan el pasar de los minutos absortos en la integridad de la nada. En la esquina de la plaza 10 de Noviembre se ilumina el café La Plata. Entramos. Está llenó de turistas que se aligeran la ropa. Aquí, a diferencia de otras ciudades en Bolivia, hay conexiones de gas en algunos lugares del centro; sino pregúntenles a las mujeres que han formado largas filas para comprar el bendito gas de cada día. Desfiguradas por el penetrante frío que ronda enclavada en la atmósfera potosina.

El café La Plata es tan cosmopolita como lo es My Lady o Cacao en cualquier urbe del mundo. Ventanas francesas, piso de madera impecable a pesar de los años, claraboyas altas y techos de los que se descuelgan un par de arañas que le dan vida y alumbran el lugar. Potosí es una estación romántica y obligatoria. Si no has estado en la Villa Imperial, y si no has paseado por sus estrechas calles y atravesado por los arcos de sus plazas y reflejado tu rostro en las cristalinas fuentes de los patios de los palacetes del lugar, no conoces nada. No todas las casas mantienen el mismo estilo barroco, pero las que están ubicadas en el casco viejo, sí. En 1780 un emisario del Rey hizo construir su casa con dos patios, rodeada de nardos y se instaló con su familia; cumpliendo las órdenes del Imperio, enviaba reportes sobre las transacciones de metal que se registraban en los libros de contabilidad. Basta hojear los que amablemente se exponen ante nuestros ojos. Tanto para Buenos Aires, tanto para Lima. “La plata del cerro rico financió las guerras sostenidas por la casa de los Habsburgo en Flandes, Francia, Alemania, Italia e Inglaterra y dio un importante impulso al establecimiento de una economía pre capitalista en Europa revolucionando los precios”, dice el libro El mundo desde Potosí de Mariano Baptisla Gumucio, no sé cuantas veces ministro de Estado y un acertijo en la clave de los relatos de nuestra historia. La misma fábula de Nandes en las que MBG basa su relato, explica que fue tal la explosión de plata que provocó una severa inflación en el Imperio. Llegó la decadencia al mundo del Rey y decayó la agricultura.

El título de Patrimonio de la Humanidad que la UNESCO le otorgó a Potosí, se queda chico ante su condición universal que hace sonreír hasta la diabólica faz del retrato de la Casa de la Moneda, colgada uno no sabe si sonreír o ponerse a gritar. Con las firmas del emisario registrada en los libros de la Corona. La fuente de la que se nutre Potosí es el sostén del tiempo para no desaparecer escudriñada bajo la lupa de la elegante y cruel historia que se esconde detrás de sus alcobas, cuyas paredes de adobe grueso explican porque aquí pasó el glamour de toda una época; antes que la bella época europea y que el Moulin Rouge, las porristas llegaban aquí en busca de regalos suntuosos y delirantes placeres. Este es un sitio que alimentó la parodia y la comedia. La línea pétrea sin identidad cultural ataca de frontón y hace perder la memoria histórica que no conservamos. Potosí es el transcurrir clamoroso ‘del tiempo sin límites. Difícilmente la Villa Imperial podrá ser domesticada al insaciable y cruento tiempo de la modernidad, porque acompaña su paso lineal. Se mantiene firme. Aquí siguen desembarcando los conquistadores modernos y seguirán por muchos siglos alimentado sus sueños de metal; la urgencia de comprender que el planeta es indestructible a las satisfacciones humanas. Las estaciones de servicio han agotado sus stocks de gasolina. Salimos entonces a primera hora a Parumani para abastecernos de combustible y seguir el viaje al Salar de Uyuni. Los policías de verde olivo están inquietos en la tranca. Una ambulancia se cruza en dirección contraria por donde aceleramos la marcha para llegar a tiempo antes de que la gasolina se acabe. Lo que es frecuente en nuestros caminos: un duelo pienso, al estilo moderno. Dos vehículos han chocado de frente. Hay sangre, muertos entre los fierros arrugados que preferimos no ver. Con tanque llenó seguimos escuchando The Who, la opera suena a toda; la carretera está sin asfaltar, así que a agarrarse, pero con calma, siempre hay una llamada de precaución que se cruza en la vida para advertir el peligro. Nos quedamos comentando del accidente. Concluimos la charla con el típico “la puta que la parió” que pena y atención que el paisaje se pone de trecho en trecho triste, luego alegre, de nuevo triste, llamas y ovejas se cruzan cada rato en el camino y de tanto en tanto la historia echa vista: La mina Porco, 100 metros abajo, paramos para abastecernos de líquido en un restaurante de color verde chillón en el que han escrito: “Goni cabrón”. Una mujer llega cargada de un bulto; descarga, lo acomoda, se sienta y saca debajo de miles de trapos, una olla con sopa espesa y un par de tortillas. Tan surrealista la mujer que parece salida de un concierto de Orangután al seco, sin piedad. Ahí va un tren, cargando mineral. “Moros y cristianos han vuelto a venir por aquí, es que hay harta plata”, comenta plácidamente el dueño del local de color verde chillón donde además de “Goni cabrón”, alguien ha escrito: “Real Potosí campeón”. El sol cae implacable. Son como las 11 de la mañana y esperamos llegar al Salar a las 4. Sobre estos 4.000 metros de altura, convivieron seres de dos mundos y hasta de cuatro por la variedad de aspectos de las pocas personas que transitan. Esta no es una perfecta obra de arte pero inspiraría a cualquier artista a jugar un partido de fútbol para desafiar el veto de la FIFA. Llenamos el pack con un par de bebidas sin alcohol, agua y seguimos. El tramo es llenó de salvajes y naturales paisajes. Poco antes de bajar la quebrada que conduce a Uyuni, un pórtico construido de adobe y la tradicional tranca de metal donde se estaciona un policía con un poncho de plástico verde desteñido son la señal de que hemos llegado. Quince minutos más y allá abajo como salido del centésimo sueño surrealista está Uyuni. Las calles del pueblo son anchas y las construcciones descoloridas. En Uyuni se come buena pizza y los turistas devoran asado de llama sin colesterol. Falta que la noche se haga día para llegar al Salar. La temperatura ha caído. El termómetro de nuestro 4×4 registra un bajísimo menos dos bajo cero.

Traigan lentes para ver el Salar. Las huellas de la vagoneta recorren de norte a sur, este oeste, por las infinitas direcciones blancas interminables y viceversa. El manto se extiende hasta perder la mirada; una explicación natural de que podría ser aquí donde termina el planeta, o donde comienza, como quieras. En el Salar de Uyuni conocimos al director del programa Fifty Gere que se difunde en la BBC de Londres. Tiff Needel, sobrevoló el Salar y decidió acelerar un Ferrari a más de 300 kilómetros, mientras las cámaras registran la incursión. El productor no tiene más palabras que decir: It’s great. Really, it’s great. Nuestra incursión ha terminado. Juramos volver dejando atrás el olor a nada cerca del cielo. Que nadie prohíba visitar este lugar, a no ser claro, Pele, el contraste: hay que imaginárselo.