Las últimas horas de Adolfo Hitler y Eva Braun

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Adolf Hitler y Evan Braun
Foto: CordonPress

Eva Braun nacida en Alemania el 6 de febrero de 1912, fue la mujer que acompañó en sus últimas horas al dictador Adolf Hitler. Apodada Hascherl -pobre criatura- por sus lamentos constantes de falta de atención de Hitler, lo conoció en 1929 cuando ella tenía 17 años, fascinada por la imagen y la personalidad de Adolfo Hitler, se convirtió en su amante y fue su apoyo antes y durante la guerra. No obstante, Eva intentó quitarse la vida en varias ocasiones, deprimida por la falta de atención del Führer, y al final, tras casarse en el búnker de Berlín, se suicidó con él antes de la llegada de los rusos.

El relato a continuación cuenta las últimas horas del Führer y Eva Braun, de mano del piloto personal del dictador, el  alemán Hans Baur que refiere lo que le dijo su jefe poco antes de suicidarse.

Entre los prisioneros puestos en libertad por los rusos estaba el general Baur, capitán de la escuadrilla que utilizaban los jerarcas nazis y piloto de Hitler. Baur estuvo con el dictador en su refugio subterráneo de Berlín cuando éste fue sitiado en 1945. Su relato, que incluye algunas de las últimas palabras del Führer.

CUANDO HITLER CUMPLIÓ 56 AÑOS.

No hubo celebraciones, pero sus amigos y ayudantes acudieron a saludarlo. Eva Braun estaba allí. También estaba yo, y cuando llegó mi turno le dije: “confiemos en que a pesar de todo las cosas salgan  bien.” El Führer me tomó ambas manos y me dio las gracias. Dos días después anunciaba que nunca saldría del refugio subterráneo de la Cancillería. Un oficial recibió orden de trasladar los archivos y todo el personal que no fuera absolutamente necesario. A mí me tocó hacerlo con los aviones a mi cargo. En  aquel momento tenía varios aparatos distribuidos en distintos aeródromos de los alrededores de Berlín. Pero el 24 de abril los rusos estaban tan cerca  que tuve que abandonar la pista, incluyendo la de Tempelhof. Llevé al avión de Hitler a Kladow, que quedaba más al oeste. Al día siguiente tuve que informar a Hitler: “lo siento, mi Führer, pero la pista de Kladow también tiene que ser abandonada porque  está siendo bombardeada. Uno de los Cóndor ya ha sido alcanzado. Y los cráteres de las bombas harán difícil el despegue de noche”. Evacuamos la pista y cuando fui a comunicar este hecho al Führer, me dijo: “Baur, huya. Tráigame ´basukas´ porque los  necesitamos para combatir en la calle. Pero no aterrice. Déjelos caer. Yo me sostendré o caeré con Berlín. Pero usted  me es más útil afuera que aquí.”

“Mi Führer, le contesté. Apenas queda nadie de la vieja guardia. No puedo abandonarlo en su hora más  difícil. No es necesario que traiga yo personalmente los basukas. Tengo pilotos a los que basta darles una orden. Quizás todavía pueda serle útil aquí.” Hitler asintió. “Bien, dijo, si insiste, puede quedarse.” En  aquel momento parecía tranquilo.

Los seis o siete aviones Cóndor que me quedaban fueron trasladados a Rechlin, un aeródromo situado 100  Km. al norte de Berlín. En la mañana del 28 de abril Hitler me mandó buscar y me repitió que todavía tenía posibilidades de escapar. Yo repliqué: “con anterioridad le pedí que me permitiera quedarme.   Quisiera ahora repetir mi ruego.” Hitler accedió de nuevo y me ofrecí a hacerme cargo de recibir y redactar las noticias radiofónicas que nos llegaba del mundo exterior. Hasta el final me ocupé de esta tarea.

En la noche del 30, entre las 6 y las 7, un mensajero vino a avisarme que me presentara inmediatamente al  Führer, acompañado de mi ayudante el coronel Betz. Cuando entré en el aposento de Hitler, éste salió a mi encuentro y estrechó mi mano entre las suyas. “Baur, me dijo, quiero despedirme de usted.

Se acerca el fin.” Traté de disuadirlo: “Mi Führer, todavía puede usted salir de aquí. Puede usted tomar un tanque (teníamos aún uno en la Cancillería) e ir hacia el oeste. El puente de Heer Strasse está todavía  libre. Mis aviones están en Rechlin, listos para alzar el vuelo. Puedo llevarlo a donde usted quiera.”

Hitler sacudió la cabeza negativamente. “No puedo salir de Alemania. Podría ir a Flensbur, donde  oenitz tendrá su cuartel general, o al Obesalzberg (donde tenía su “Nido de Águila”), pero dentro de dos semanas tendría que afrontar allí lo que afronto ahora aquí. Algunos de mis generales y oficiales me han traicionado. Mis soldados no quieren seguir peleando. Y yo no puedo continuar. Quizás sería posible resistir aquí, en el refugio, unos cuantos días más. Pero los rusos podrían usar gas para forzarnos a salir. Tenemos cámaras a prueba de gas, pero no confío en ellas. Y no quiero imaginar lo que sucedería si los rusos me agarran vivo.”

El Fürher me dio repetidamente las gracias por mis servicios y concluyó diciéndome que tenía todavía  dos órdenes que cumplir. “Debe usted asegurarse de que el cadáver de mi esposa (ésta fue la primera noticia que tuve de que se hubiera casado con Eva Braun) y el mío sean quemados, para que mis  enemigos no puedan luego hacer conmigo lo que hicieron con Mussolini. Mi segunda orden es ésta: Doenitz es mi sucesor lógico. Bormann tiene varios mensajes míos para Doenitz. Ocúpese de sacar a Bormann de Berlín en los aviones que tiene en Rechlin y llévelo hasta donde está Doenitz.” Entonces Hitler fijó su mirada en un retrato de Federico el Grande que siempre tenía en sus habitaciones. “Deseo  dejarle un recuerdo. Este cuadro ha sido mi favorito. Es un viejo Lenbach, valuado en 43 mil marcos, y quisiera  que pasara a generaciones futuras. Sé -concluyó sonriendo- las molestias que le ha causado este cuadro”. Protesté. “Molestias, mi Führer? No me había fijado en él…”. Entonces Hitler me recordó las muchas veces que había abarrotado la cabina de pasajeros de mi avión con cajas llenas de pinturas. Ese cuadro del “viejo Fritz” había ido con él a todas partes. “Jawohl, mi Führer, dije. Lo cuidaré como es debido y lo donaré a algún museo que puede preservarlo.” Pero me contestó que no era eso lo que deseaba: “Es un obsequio personal para usted.” Una vez más me estrechó la mano entre las suyas, y me deseó suerte en la huida.

A eso de las 8:30 o las 9 volví al refugio del Führer para averiguar cómo iban las cosas. Cuando bajaba los pocos escalones que llevaban a su aposento pude notar un fuerte olor a humo de tabaco.

En seguida comprendí que algo había ocurrido porque Hitler jamás permitía que se fumara en su refugio.

En la antesala encontré a Goebbels, Bormann, el general Rattenhuber y a 10 o 12 hombres de las “tropas de asalto” (S.S.). Todos hablaban y fumaban excitados.

Corrí hasta donde estaba el Dr. Goebbles y pegunté: “¿Terminó todo ya?” El contestó “Ja”. “¿Dónde está el Führer?”, añadí. Rattenhuber se volvió hacia mí y dijo: “Está allá arriba en el jardín, ardiendo. Eva Braun ya se ha consumido.” Me volví a Goebbels y le informé que Hitler me había dado la orden de incinerar los cadáveres personalmente. “A todos nos dio la misma orden cuando se despedía”, dijo Goebbels.

Pregunté si tenían suficiente gasolina y me dijeron que Kempka, el chofer del Führer, había proporcionado la necesaria, unos 200 litros. Entonces quise saber si Hitler se había matado con su pistola de plata o se había envenenado. Ratthenhuber me informó que el Führer se había disparado un tiro, pero no con la pistola de calibre 7,56 sino con una pistola de reglamento. Eva Braun, me dijo, se había envenenado. Me informaron que el cuerpo de Hitler había sido llevado al jardín envuelto en una manta junto con el de Eva Braun.

Alrededor de las 3 a.m. estaba yo con Rattenhuber cuando entró un ayudante, que dijo: “El Führer y su   esposa han sido ya incinerados. Las cenizas fueron enterradas en el cráter abierto por una granada.”

Fui a ver a Heinz Linge, el valet de Hitler, y le conté lo que éste me había dicho del cuadro. Lo sacamos del marco, lo enrollé y lo puse en mi mochila. Al día siguiente, el 1º de mayo, salimos del refugio en grupos, Bormann y yo juntos. Íbamos por Ziegel Strasse cuando los rusos comenzaron a disparar y me hirieron en las piernas, en un brazo y en el pecho. Me arrastré hasta una casa, donde me hicieron prisionero.

Detrás quedó mi mochila. Ignoro la suerte que corrió el cuadro.

Nota de la Redacción: Baur supo luego que Martin Bormann, el brazo derecho de Hitler, y su propio ayudante, el coronel Betz, habían sido muertos cuando trataban de escapar. Goebbels se suicidó. El general Johann Rattenhuber y Linge fueron capturados y puestos en libertad en el mismo grupo que Baur. Linge habría sido el último en despedirse de Hitler y Eva Braun. En Berlín Linge  declaró a Denis Fodor y John Dille, corresponsales de Time y Life: “Fui el primero en entrar en la habitación después del suicidio. Envolví personalmente el cuerpo de Hitler en una manta y lo saque del refugio. Personalmente eché gasolina sobre su cadáver.”

Este artículo fue escrito para la redacción de la revista Life en español el 21 de noviembre de 1955.