El Tratado que EEUU y UE negocian en secreto
El Tafta, Trans-Atlantic Free Trade Agreement, apunta a crear normas convergentes en el campo social, técnico, medio ambiental, en el de la seguridad, la solución de diferendos, el acceso a los medicamentos, la Justicia, el comercio y el código de trabajo.
Detrás del telón, en secreto, sin que los ciudadanos conozcan su contenido ni puedan opinar o decidir sobre él: ese es el indolente marco en el cual la Unión Europea y Estados Unidos están negociando uno de los tratados de libre comercio más inéditos de la historia humana: el Tafta. A pesar de su importancia y de los intereses colosales que están en juego, el tratado que la Unión Europea discute con Estados Unidos desde mediados de 2013 apenas emerge en la campaña para las elecciones europeas que se celebran entre los 22 y 25 de mayo próximos. El Tafta es, sin embargo, uno de los acuerdos comerciales más vastos y decisivos de la historia: concierne a 800 millones de personas y a dos potencias que, juntas, representan más del 40 por ciento del PIB mundial y la tercera parte de los intercambios comerciales mundiales. Se trata, en resumen, de constituir un gigantesco marcado transatlántico regido por normas comunes entre dos socios que, aunque pertenecen a la esfera occidental, no funcionan ni con los mismos valores, ni con la misma jurisprudencia.
El Tafta -también se lo conoce como TTIP, PTCI o GMT- apunta a crear normas convergentes en el campo social, técnico, medioambiental, en el de la seguridad, la solución de diferendos, el acceso a los medicamentos, la Justicia, el comercio, el código de trabajo, la protección de los datos digitales, la regulación de la finanza o la educación. El problema central radica en saber a partir de qué zócalo se fijarán esas reglas comunes, o sea, las europeas, mucho más protectoras, o las norteamericanas. El tratado de libre comercio entre Washington y Europa tiene dos vicios mayores: uno, se negocia a escondidas, a espaldas de la opinión pública; dos, su filosofía prevé que las legislaciones de los dos bloques respondan a las normas de libre cambio establecidas por las grandes empresas europeas y norteamericanas.
Sus partidarios, reunidos bajo las banderas de la derecha liberal, arguyen que el Tafta acarreará crecimiento y desarrollo, que sin él Europa se volvería un enano comercial. Los defensores del Tafta sostienen que, una vez aplicado, el acuerdo haría ganar a Estados Unidos y Europa 0,05 punto de crecimiento por año. Sus adversarios, principalmente los ecologistas, todo lo que está a la izquierda del Partido Socialista y la extrema derecha del Frente Nacional, alegan todo lo contrario. La presidenta del Frente Nacional, Marine Le Pen, califica el tratado como “una máquina de guerra ultraliberal, antidemocrática, antieconómica y antisocial”. El eurodiputado ecologista Yannick Jadot ve en las negociaciones en curso “el fin del proyecto europeo, el fin de nuestra capacidad para decidir nuestras opciones, la impugnación de nuestra soberanía”. Esta negociación transatlántica se lleva a cabo en la más absoluta opacidad. Lo que se conoce hasta ahora salió a la luz pública por Internet y por casualidad. Ello lleva a Raquel Garrido, candidata del Frente de Izquierda para las próximas elecciones europeas, a decir que la “oligarquía avanza a espaldas de los pueblos”. El politólogo belga Raoul Marc Jennar escribió un encendido ensayo sobre el Tafta (Le grand marché transatlantique. La menace sur les peuples d’Europe). Para Jennar, ese tratado tiene “una meta clara: consiste en confiarles a las empresas privadas la posibilidad de decidir normas sociales, sanitarias, alimentarias, medioambientales, culturales y técnicas. Reemplazar el Estado es la intención declarada de las grandes multinacionales”.
Es lícito reconocer que a los críticos del Tafta no les falta razón. Hay apartados decididamente descabellados. Uno de los componentes del acuerdo más polémicos que trascendió hasta ahora es el llamado ISDS, investor-state dispute settlement. Este mecanismo, que tiende a solucionar los diferendos entre las empresas, les otorga a estas últimas el derecho de atacar a un Estado cuya política representa un obstáculo para su desarrollo comercial. En caso de litigio, por ejemplo, un tribunal multinacional privado como el Icsid puede aceptar una querella de una multinacional contra Francia, Alemania o la Unión Europea. El Icsid es un organismo dependiente del Banco Mundial con sede en Washington que tiene en su haber fallos polémicos. Dos ejemplos: en 2012, el Icsid condenó a Ecuador a pagar cerca de dos mil millones de dólares a la empresa Occidental Petroleum, porque Ecuador cesó de colaborar con la petrolera. En 2010 y 2011, la multinacional Philip Morris recurrió a ese mismo sistema de arbitraje para reclamarles a Uruguay y Australia una indemnización de varios miles de millones de dólares, porque estos dos países habían lanzado una campaña contra el tabaco. Realidades y fantasmas convergen en una megadiscusión que, hasta el momento, se plasmó en torno de cuatro ciclos protagonizados por Karel De Gucht, la comisaria europea encargada del comercio, y Mike Forman, el representante norteamericano. El senador socialista Henri Weber ubica al Tafta como una suerte de batalla mundial por las normas: “Si los norteamericanos y los europeos se entienden, sus normas se impondrán como normas mundiales. De lo contrario, será Pekín o los países emergentes quienes fijarán las suyas”.
Entre los secretos de la negociación del tratado transatlántico se juega mucho más que el comercio. Se juega una manera de relacionarse con los otros, un modelo para construir una sociedad. Por un lado, el modelo norteamericano, al que el Premio Nobel de economía Joseph Stiglitz llama “el fundamentalismo mercantil”. Por el otro, el europeo, al que el filósofo y ensayista Patrick Viveret quiere resguardar porque, escribe, “Europa debe seguir siendo el continente del buen vivir”. Los lobbies financieros trabajan arduamente para derribar uno de los ya escasos territorios donde estar bien, tener muchas vacaciones, gozar de la protección del Estado, del amparo de ciertos valores humanos y republicanos, trabajar sin morir en el intento, es la espina dorsal sobre la que reposa la vida de millones y millones de individuos.