Olavarría y los fantasmas de la dictadura argentina
Araceli Gutiérrez custodia por voluntad propia la deteriorada casona donde 37 años atrás fue torturada y abusada sexualmente por militares durante la última dictadura argentina.
Mientras recorre con una mirada perdida la vieja estancia, que funcionó como una prisión clandestina conocida como Monte Peloni, Gutiérrez recuerda el sonido que hacía el generador eléctrico cuando los militares lo encendían para iniciar las rondas de descargas eléctricas.
“Yo fui abusada mal”, dijo Gutiérrez de 61 años, con el semblante entristecido. “Esto es el reflejo fiel de la memoria. Si se cae, es como si cayera la parte más importante de mi vida”.
Gutiérrez es una de las principales testigos en un proceso penal que desde el 22 de septiembre se celebra en la cercana ciudad de Olavarría, donde se juzga por violación de derechos humanos a cuatro ex militares responsables de mantenerla cautiva junto con otros disidentes de la dictadura (1976-1983), en su mayoría universitarios. Algunos de ellos aún viven en esa localidad o engrosan la lista de las 37 personas desaparecidas durante el régimen militar.
El proceso judicial quebró la calma de la ciudad y empezó a remover verdades ocultas y antiguas complicidades guardadas durante varias décadas después de que inició una represión contra disidentes políticos, obreros, sindicalistas, y estudiantes perpetrada por la dictadura.
Los juzgados por 21 detenciones ilegales, una desaparición y un asesinato son el ex general Ignacio Verdura, al mando del centro de detención, y el ex sargento Omar “Pájaro” Ferreyra, el ex capitán Walter Grosse y el ex teniente Horacio Leites, subalternos y señalados como ejecutores de torturas. Otros militares y policías entraban y salían del lugar para vigilar a los detenidos y presuntamente participaron en estos desmanes.
Los cuatro acusados podrían enfrentar una condena de prisión perpetua, según Walter Romero, fiscal federal a cargo de la investigación.
Romero promueve para 2015 un segundo juicio sobre otras violaciones de derechos humanos ocurridas en ese ex centro de detención. Los imputados ascenderían a unos 70, incluyendo a los cuatro ex militares ya procesados, y las víctimas, entre detenidos y desaparecidos, a más de 40. Los afectados creen que el proceso se adentrará más aún en los pactos de silencio entre civiles y militares de Olavarría y otras localidades cercanas de la provincia de Buenos Aires.
Los cimientos de la ciudad ya habían sido sacudidos cuando se difundió la noticia de que el profesor de música conocido como Ignacio Hurban era en realidad el nieto de Estela de Carlotto, titular de la organización Abuelas de Plaza de Mayo, y cuyos padres, Walmir Óscar Montoya y Laura Carlotto, murieron a causa de la represión. El chico fue sustraído a su madre pocas horas después de que ésta diera a luz en junio de 1978, mientras estaba detenida.
“Con este juicio más la aparición de Guido, Olavarría se despertó”, dijo Gutiérrez.
Pero ha sido un despertar doloroso en una ciudad tradicionalmente conservadora de más de 90.000 habitantes, con una importante actividad agropecuaria y cementera y situada a unos 350 kilómetros al sur de la capital argentina.
Según Hurban, el juicio permite revisar el pasado oscuro de la ciudad, que “han crecido con la idea de que *acá no ha pasado nada, las cosas pasaron en otro lado”.
El proceso judicial se celebra en la facultad de ciencias sociales de la Universidad del Centro de la Provincia de Buenos Aires y es seguido por numerosos jóvenes y adultos que escuchan los testimonios del horror.
“Me parece bien que se haga justicia de lo que pasó en este país”, afirmó Facundo Carlucho, estudiante de ingeniería industrial.
Los sobrevivientes relataron cómo eran secuestrados en Olavarría por las llamadas “patotas”, o grupos violentos de militares y policías, y llevados a la casona en cuyas paredes aún son visibles las marcas de las balas de los simulacros de fusilamientos.
Los presos eran encapuchados, esposados y llevados al baño de la vivienda, una de las habitaciones más oscuras del lugar. Allí, les propinaban descargas eléctricas en sus órganos sexuales.
La defensa pide la absolución de los acusados. Claudio Castaño, abogado de Leites, dijo a la AP que el tribunal está “vulnerando sus garantías” y que ninguna acusación se mantiene en pie.
Leites y Grosse son los únicos que van a las audiencias y que escuchan los testimonios con el pelo impecablemente peinado, el gesto adusto y la mirada inexpresiva. Verdura y Ferreyra no acuden porque alegan problemas de salud.
En las audiencias judiciales se han revelado presuntos pactos de complicidad entre civiles de Olavarría y los militares. José Castellucci, víctima de Monte Peloni, denunció que los miembros de los clubes rotarios sabían de antemano quiénes iban a ser secuestrados por los uniformados.
Se trata de “ocultamientos de sectores empresariales y de personas de poder que han tenido una connivencia necesaria con la dictadura. Todos sabemos quiénes son y donde están”, señaló a la AP Rafael Curtoni, decano de la Facultad de Ciencias Sociales donde se desarrolla el proceso.
Oscar Unzaga, presidente del principal club rotario, rechazó la denuncia vertida en el juicio. Dijo a la AP que tras consultar con los socios de más edad de la institución, “convinimos en no decir nada porque sería darle importancia a un testimonio resentido que no merece contestación”. “A título personal (el juicio) es un circo donde el resultado está definido”.
Unzaga cree que en el banquillo de los acusados deben estar “todos”, militares y guerrilleros, ya que la sociedad argentina sufría entonces atentados perpetrados por la guerrilla.
Días atrás, la testigo Silvia Pallay relató cómo intentó, infructuosamente, bautizar a su hija en Olavarría, tras perder a su esposo, un ex guardia de una cárcel que supuestamente fue torturado en Monte Peloni con más ensañamiento y luego desapareció por ser considerado un “traidor”.
“Recorrí varias iglesias y no lo querían hacer porque su padre era un supuesto guerrillero”, dijo con la voz quebrada. Tras la pérdida, Pallay se fue a vivir a otra ciudad, pero años después volvió pues “uno se lleva consigo las heridas del corazón”.
Según Carmelo Vinci, otra víctima que declaró en el proceso y que estuvo detenido en la casona, “en Olavarría los primeros detenidos fueron de las fábricas (cementeras, caleras y canteras). Los empresarios eran partícipes”.
Vinci y vecinos de Olavarría creen que el fallecido empresario Carlos Aguilar fue quien entregó al nieto de De Carlotto a los peones del predio de su propiedad que lo criaron. “Aguilar estaba relacionado con Verdura”, afirmó Vinci a la AP.
Una jueza federal investiga quién se apropió del chico, cómo fue a dar a manos de los trabajadores rurales y como el médico de la policía, que todavía vive en Olavarria, firmó el certificado falso de nacimiento del chico.
Las víctimas de Monte Peloni creen que el proceso judicial llegó tarde a OIavarría en comparación con otros que se celebraron en Argentina en los últimos años debido a una activa política en pro de los derechos humanos impulsada por el gobierno que permitió evadir el perdón otorgado por dos leyes en los años 80.
Esa tardanza en parte se explica por la “resistencia” de sectores conservadores de Olavarría y debido a que el “sistema colapsa cuando hay tanta demanda de justicia”, dijo a la AP el fiscal Romero.
Una década atrás, el entonces intendente de Olavarría, Helios Eseverri, nombró a Ferreyra director de control urbano de la municipalidad. Vinci relató a AP que para él y otras víctimas de Monte Peloni “era muy duro cruzárselo en los pasillos del municipio”.
En una ocasión, Araceli Gutiérrez lo persiguió por las instalaciones de la municipalidad en una escena que fue difundida por un programa de televisión.
“Vení y decime que no me conocés”, le gritaba Gutiérrez, quien dice que pudo verlo en Monte Peloni bajo la venda que tapaba sus ojos. Ferreyra se fue, dejando a la mujer sin respuesta.
Mientras termina el juicio, Gutiérrez custodia la casona en Monte Peloni. La vivienda la tiene en comodato la Comisión por la Memoria de Olavarría.
“Yo tenía un amigo que nos contaba que le daba miedo andar por ahí de noche”, dice Carlucho, el estudiante de ingeniería.
Pero Gutiérrez se siente a gusto en ese entorno. Vivir en una casita a escasos metros del recinto donde fue vejada le significa no olvidar el sufrimiento y el terror padecido por ella y por decenas de activistas.