Nosotros. Y por nosotros me refiero a los países llamados occidentales, con Estados Unidos en primer lugar. Pero no sólo los gobiernos. El nosotros abarca a aquellos ciudadanos que estigmatizan al islam en general y a los musulmanes en particular. Lo cierto es que nos encontramos en una escalada de violencia y alerta generalizada sobre un yihadismo que se extiende por momentos y alcanza cada día mayores niveles de deshumanidad. Convirtiendo sus gestos atroces en imágenes globales que amenazan, repugnan y amedrantan al tiempo que galvanizan la rabia de miles de proto-yihadistas. ¿De dónde sale esta nueva generación de islamistas decididos a todo, con armas, tácticas y estrategias de comunicación que superan a sus enemigos?
Sale de las prisiones y campos establecidos en Iraq por las tropas estadounidenses, como es el caso del “califa” supremo, Al Baghdadi. Con esa rabia de quien ha sido torturado y ya ha aprendido que no hay respeto humano. Sale de los enfrentamientos sectarios entre distintas confesiones del islam, en donde el suní y el chií son enemigos mortales, como lo fueron católicos y protestantes en Europa. Sale de las humillaciones recibidas por jóvenes musulmanes en sus incursiones en las sociedades occidentales. Y sale de las discriminaciones económicas, sociales y culturales que es el cotidiano de las comunidades musulmanas en Europa y América del Norte.
Ahora bien, el detonante de la aparición del Estado Islámico fue la descomposición de los estados de Iraq, Siria y Libia, provocada por la intervención militar de EE.UU. y sus aliados. ¿En nombre de qué? Se sabe que nunca hubo armas de destrucción masiva y que Sadam Husein, Asad o Gadafi nunca fueron amenazas para los intereses occidentales. Recuerdo una conversación con un alto oficial estadounidense justo antes de la guerra de Iraq en que yo argumentaba “¿por qué atacar si no hay potencial bélico enfrente?”. Su cínica y sonriente respuesta fue: “Precisamente, podemos controlar todo sin problema”. Controlar, obviamente, el petróleo. Pero también organizar regímenes súbditos en una región clave para nuestro petróleo y para la protección de Israel.
Paradójicamente, de la destrucción o debilitamiento de estos regímenes dictatoriales surgió el islamismo que estaba latente bajo los tiranos seculares. Los movimientos sociales democráticos fueron convertidos en peones geopolíticos, usados por los países occidentales para consolidar una hegemonía en la región para luego reprimirlos, mediante intermediarios militares como en Egipto, al comprobar que no eran manipulables. Es así como Occidente destruyó su primera línea de defensa contra el islamismo radical. Fue un error estratégico, como fue ayudar a Bin Laden a crear La Base (Al Qaeda) en Afganistán para combatir a la URSS.
No tengo nostalgia de las dictaduras que aherrojaron el mundo árabe con el apoyo de Estados Unidos. Pero en la perspectiva de contener al islamismo, el debilitar a sus perros de presa buscando una dominación estable abrió la caja de Pandora de donde surgieron mezcladas las aspiraciones árabes de libertad y la defensa de una identidad religiosa, refugio de la gente contra las corruptas castas políticas.
¿Qué hacer en esas circunstancias? El Estado Islámico se hace cada vez más global. Si no su organización, sí su idea. El EI está ya presente en la región china de Xinjian, donde la minoría turcomana se enfrenta con Pekín desde hace tiempo. Boko Haram, las milicias nigerianas masacradoras y esclavizadoras de niñas, han proclamado su obediencia al Estado Islámico. Como lo han hecho las milicias somalíes de Al Shabab y muchos otros grupos islamistas en África, Oriente Medio y Europa. Al Qaeda mantiene cierta distancia con el EI pero pierde terreno en la competencia del terror porque no es suficientemente terrorista.
Jóvenes estadounidenses pueblan la red estos días alabando al EI y pensando en ir a luchar, morir, o esposar guerreros en cuanto puedan, según revelaciones del espionaje electrónico. El fenómeno parece imparable, con enormes potenciales consecuencias que lleven al blindaje del miedo en nuestras sociedades. A la cuestión del qué hacer entonces, la primera respuesta es qué no hacer. Si emprendemos la vigilancia y represión preventiva de las comunidades musulmanas en Europa, fomentaremos la radicalización masiva de sus jóvenes. Tendremos el enemigo en casa, lo que no sucede por ahora en escala significativa. Si pensamos que censurando internet arreglamos el tema, no entendemos lo que pasa. La red es una dimensión fundamental del islamismo, pero no en secreto, sino en abierto, con webs de comunicación y relación entre islamistas radicalizados, con su música, sus sueños, sus proyectos, sus imágenes. Lo organizativo pasa por otros canales. Y la miríada de webs que existen puede ser fácilmente reemplazada si se cierran. Más efectivo es estar en ellas y entender lo que está pasando en esa subcultura.
El quehacer eficaz consiste en combinar la integración social y el diálogo, con la acción policiaco-militar que desgraciadamente se ha hecho necesaria. La integración pasa por la concienciación ciudadana de la paz y la coexistencia. Lo contrario de lo que hacen los políticos azuzando a la gente por sus intereses electorales. Y la represión debe ser selectiva, basada sobre todo en infiltración e inteligencia de las redes islámicas antes de que lleguen a su terreno de combate. Y en el combate, olvidarse de solucionarlo por bombardeos que soliviantan a las poblaciones. Fíjese en que las derrotas del EI las consiguen los kurdos y las milicias chiíes, los que tienen motivación porque les va la vida a ellos. Hay que ayudar y proteger a quienes están en primera línea, incluyendo dispositivos militares occidentales pegados al terreno. La estupidez y el militarismo han creado una amenaza que hoy día es ineluctable enfrentar, desgraciadamente. Pero si no se hace con inteligencia aumentará la espiral de barbarie en la que estamos envueltos.
Manuel Castells, sociólogo español.