22.000 días sin agua potable

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Foto: Correo del Sur

Más de la mitad de bolivianos ya tienen tuberías instaladas en sus casas. No es el caso de Jacinto Sirpa, indígena aimara, que nunca ha bebido agua limpia

Son casi las siete de la mañana. A pesar de que el termómetro no se atreva a asomarse por encima del cero, el sol araña cada vez que aparece entre las nubes del altiplano. Jacinto Sirpa Condori, campesino aimara, se cala su sombrero de camuflaje sobre un gorro de lana. Todo en él tiene el sabor de la tierra: abrigo pardo, pantalones grises, deportivas marrones; unos guantes beige le protegen las manos de cobre con las que acaba de echar el lazo a su burro, que lleva cargados al lomo cuatro grandes bidones vacíos. Jacinto fija sus ojos castaños, rodeados de surcos, en un repecho distante, yermo, cubierto de arbustos secos, y comienza a caminar. Hasta allí tiene que ir, a una hora a pie desde su casa, en busca de agua. Igual que ha hecho toda la vida. El mismo viaje que lleva repitiendo 60 años; 22.000 días sin agua potable.

“Nunca he tenido agua potable. Nunca he tomado agua limpia”, confiesa, tímido, el campesino. Jacinto Sirpa Condori no es un caso aislado. Dos millones de bolivianos viven todavía sin acceso al agua potable por cañerías y alrededor de la mitad del país no cuenta con unas instalaciones de saneamiento básico en su domicilio. Jacinto habita en una comunidad rural perteneciente al municipio de Viacha, a tan sólo dos horas y media de la ciudad de La Paz. A pesar de su cercanía con la capital oficiosa del país, las condiciones de vida de Jacinto son durísimas. A 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar, hasta el oxígeno es un bien escaso.

Con el sol alto, de vuelta en su casa de paja y adobe, Jacinto filtra el agua con un colador y se prepara un mate de coca. Él sabe, mejor que nadie, que el líquido que recoge a diario en el humedal no es potable. Su soledad lo atestigua. “Estos días mi esposa está enferma, mi hijo está enfermo, parece que también la tierra está medio cansada y ya no da buenos frutos”, afirma apesadumbrado. Tranquilo, con movimientos suaves y simples, vierte parte del mate en la tierra antes de dar el primer trago. Es una ofrenda a la Pachamama, para que la diosa le mire con buenos ojos. “Ojalá algún día podamos tener agua y con riego quizá podamos sembrar los campos y hacer algo.”

Jacinto no se olvida de la reciprocidad indígena con la madre tierra, a la que siempre ofrece algo cuando algo consume. Sin embargo, prefiere acordarse de las instituciones y de la cooperación internacional para afrontar su problema de escasez de agua. Después de llevar su ganado a pastar, el campesino usa uno de los bidones para asearse, a la intemperie, antes de enfundarse en un poncho rojinegro, colgarse sus instrumentos ceremoniales y cambiar el camuflaje por un sombrero oscuro de fieltro. Este año le ha tocado ser Uma Mallku de su comunidad: vigilante de las aguas. En las sociedades aimaras, los mallkus son cargos rotatorios que velan por el buen funcionamiento de la comunidad. De un chamizo saca dos grandes pliegos enrollados con documentos y planos y se pone de nuevo en marcha, campo a través, hacia la aparente infinidad del altiplano.

“Muy poco las instituciones vienen por aquí”, comenta, mientras camina. En Central Coniri, la pequeña comunidad rural donde vive, se sienten olvidados. En los últimos años, varias de las localidades vecinas han estrenado pozos y sistemas de distribución de agua potable. De acuerdo con los estudios conjuntos llevados a cabo por Unicef y la Organización Mundial de la Salud (OMS), un 24% de la población del país ha conseguido acceso a fuentes de agua mejoradas a domicilio en los últimos 15 años. En las zonas rurales, un 57% de los bolivianos tiene tuberías instaladas y funcionando en sus parcelas. No es el caso de Jacinto quien, con atino, resume en pocas palabras el drama rural: “muchos se han ido a las ciudades. Si no hay agua, la gente no puede vivir”.

En 1990, menos de la mitad de la población tenía agua en su domicilio. Evo Morales, hoy presidente de Bolivia, recuerda bien la época de carestía; él también es hijo de campesinos aimaras y pasó su primera infancia en el altiplano. “Cuando era niño, el lugar donde yo nací estaba a un kilómetro del pozo de agua. Mi mamá tenía que traer en cántaro todos los días de allá.” La ausencia de agua marcó políticamente a Evo Morales, tanto en su infancia como en sus primeros años como diputado en Cochabamba, cuando estalló la Guerra del Agua. Quizá por eso, una de sus primeras medidas cuando llegó al poder fue la creación de un Ministerio del Agua. Además, en 2010, impulsó ante la ONU una resolución para que se declarara el acceso al agua potable y el saneamiento básico como un “derecho humano esencial para el pleno disfrute de la vida y de todos los derechos humanos”.

El crecimiento del PIB (6,8% en 2013), el Índice de Desarrollo Humano y el Coeficiente Gini confirman el avance de Bolivia durante los años de gobierno de Morales. Sin embargo, esto no ha sido óbice para que, en su afán de control personalista, el presidente cambiara el titular del ministerio de agua -un preciado botín político- en ocho ocasiones durante sus tres legislaturas. En Bolivia se recuerda con un chascarrillo el día que destituyó a uno de ellos, en un arrebato por televisión, después de que en la inauguración de un aeropuerto descubriera que no había agua en unos servicios. Morales fue a inaugurar el aeropuerto de madrugada y, aunque las conexiones funcionaban, las bajas temperaturas habían congelado el agua en las tuberías.

Un ministro con un perfil técnico, José Antonio Zamora, fue quien más tiempo se mantuvo en el cargo (2012-2015). Aunque ya haya visto cumplidas las metas de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, Zamora afirma que “todavía queda mucho por hacer”, sobre todo en las áreas rurales. También destaca el modelo de colaboración que se ha establecido entre el ejecutivo boliviano y las agencias de cooperación internacional. “El presidente generó la Agenda 2025, que establece objetivos concretos para la eliminación de la extrema probreza y la cobertura de los servicios básicos, entre ellos obviamente hablamos de agua y saneamiento”, explica. “En el futuro están los temas de sostenibilidad, desarrollo de capacidades, el fortalecimiento y la gestión completa, y ahí de está claro que vamos a necesitar del acompañamiento de las agencias de cooperación y desarrollo”.

Jacinto admira a “el Evo”, como él le llama, aunque su vida no haya mejorado sustancialmente en los nueve años que lleva Morales al frente del país. Dos de sus localidades vecinas, Achica Arriba y Achica Baja, acaban de inaugurar nuevos sistemas de distribución de agua potable y desde Central Coniri observan a sus paisanos con cierta envidia. Por eso Jacinto se dirige a través de las tierras baldías, con sus planos, pliegos y documentos, a reunirse con los demás responsables para controlar los avances del pozo que ya están haciendo cavar.

Reunidos al aire libre en un apthapi (costumbre aimara de compartir alimentos), alrededor de telas con habas, chuño, papas, queso y ají, Jacinto atiende pacientemente las inquietudes de sus compañeros. “Estamos haciendo perforar hasta 30 metros y hay agua. ¡Hay agua!”, dice sonriente.

Achica Arriba y Achica Baja, los dos pueblos vecinos, son buenos ejemplos desde los que explicar cómo trabajan el ministerio, las agencias de cooperación internacional y las ONG para llevar agua a las comunidades rurales. En 2007 el Gobierno español creó el Fondo de Cooperación para Agua y Saneamiento, un instrumento de la AECID para mejorar la cobertura de estos servicios básicos en América Latina. De los 778.680.000 euros que aportó España para este proyecto, Bolivia se benefició de 87.720.000 que la agencia española de cooperación decidió dividir en cuatro programas.

El sistema de agua de Achica Arriba se llevó a cabo a través delPrograma de suministro de agua potable y saneamiento en pequeñas comunidades rurales, que se ejecuta mano a mano con las instituciones públicas; mientras que el de Achica Baja salió adelante mediante el Programa para comunidades rurales dispersas menores a 2.000 habitantes, realizado junto con la ONG Adra-Bolivia.

“El departamento de La Paz es prioritario para la cooperación española”, afirma Sergio Martín-Moreno, coordinador general de la oficina técnica de cooperación de España en Bolivia. “Es una buena foto de la complejidad de este país. Tiene dos de los más importantes núcleos urbanos: La Paz y El Alto, y además tiene una extensísima zona rural con necesidades muy amplias en temas de agua y saneamiento. Nuestros programas se adaptan a estos desafíos.”

Niños, mujeres y hombres de Central Coniri miran en un semicírculo la enorme taladradora, entre escépticos y esperanzados. Sus vecinos de las dos Achicas están ahora recibiendo cursos de formación, tanto de mantenimiento de las instalaciones como de higiene básica. Algunos es la primera vez que se lavan las manos en una pileta y se ríen mientras frotan con un cepillo la tierra que se les ha quedado después de trabajar en el campo. Dentro de poco, ellos serán los encargados de cuidar de los pozos, los depósitos y las tuberías, y esto les supondrá un nuevo reto.

“La pregunta ahora realmente está en cómo las instituciones, la sociedad y la cultura del agua bolivianas van a permitir que los próximos años todas esas inversiones sean sostenibles”, plantea el coordinador de AECID en Bolivia. “Nosotros pensamos que en realidad el gran desafío no es la cobertura total, porque eso se dará antes o después. El gran desafío es cómo se dará y esto está vinculado a cómo se desarrolle la visión integral de la gestión del agua y cómo se apliquen las nuevas tecnologías sostenibles.”