Drogas, armas y corrupción: Estado paralelo

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En México, cuatro ciudadanos presentaron ante la Suprema Corte de Justicia -máximo intérprete de la Constitución mexicana- un recurso de amparo para consumir marihuana con fines lúdicos, basándose en el derecho al libre desarrollo de la personalidad protegido por la Constitución. El ministro Arturo Zaldívar, ponente de la causa, estimó que a partir del fallo de los cinco miembros de la Primera Sala del alto tribunal -cuatro votos a favor y uno en contra- se permitía a esos ciudadanos consumir cannabis con fines recreativos. A partir de ahí, se ha desencadenado, una vez más, otra de las innumerables versiones del falso debate sobre la legalización de las drogas.

En el mundo moderno, hay un triángulo maldito -más allá del triángulo dorado del opio del Sudeste Asiático- que conspira contra las democracias: drogas, armas y corrupción. Pero entre los países que sufren el problema de las drogas hay diferencias: aquellos que cargan con una debilidad institucional crónica como ocurre en México, Colombia y otros de América Latina, y Estados Unidos, el gran consumidor, donde las mafias han resultado más poderosas, pero cuyo poder estatal ha sabido imponerse a todos los que pretenden desafiarlo.

En cambio, en el caso de México, es curioso observar cómo en el tránsito hacia una democracia más profunda de la que hemos conocido, el negocio del narcotráfico siempre ha sido muy fuerte y ha estado muy conectado con el vecino del Norte. Pero la situación estaba más o menos controlada en ambos lados de la frontera hasta que se ha puesto de manifiesto la debilidad del Estado mexicano, y también de los centroamericanos, con dos negocios (drogas y armas) que se entrecruzan y que van más allá del falso debate de la legalización de las drogas, la puerta y el origen de un mundo subterráneo que conduce a formar Estados dentro del Estado. Existe un estrecho vínculo entre los grupos criminales organizados y la corrupción, lo que supone la falla sistémica de los países y una amenaza a la seguridad internacional.

Muchas veces se ha planteado el debate de la despenalización de las drogas. Pero sin medidas preventivas más profundas, que permitan restituir un control como el que ejerce Estados Unidos sobre sus mafias, tampoco se arregla el problema de fondo. Porque ese eje de armas, drogas y corrupción no sólo hace vulnerables a los países latinoamericanos, sino que es posible mantener ese sistema paralelo destruyendo a las autoridades militares o policiales que lo controlan.

La petición que los expresidentes Ernesto Zedillo (México), Henrique Cardoso (Brasil) y César Gaviria (Colombia) hicieron en 2009 es la misma del ministro Zaldívar y la misma que solicitó el presidente Enrique Peña Nieto a su Gobierno: abrir un debate sobre el futuro de la despenalización de las drogas. El problema es que eso sólo abarca una parte de la verdadera situación, en la que las drogas ya se han convertido en un soporte alternativo a los fracasos de aquellos Estados que, por su debilidad, no pueden generar ni el control ni el trabajo necesarios para tener paz social. En ese sentido, nada ha cambiado y nada cambiará aunque se legalice la marihuana. Sólo habrá un cambio real el día que de verdad, por razones de seguridad nacional y de dignidad internacional, se pueda convivir con ellas, pero manteniéndolas dentro de unos límites para que no terminen devorándolo todo.

Así como Dwight Eisenhower -horas antes de dejar de ser presidente de EE UU- previno a Kennedy, y al mundo, en un célebre discurso de un nuevo peligro encarnado en el poder del complejo militar-industrial, ahora es necesario abandonar los viejos tópicos de la penalización o despenalización. Y se debe considerar la integridad de la coalición destructiva que se ha formado entre los negocios y los Estados paralelos que ya resultan en algunos casos, mucho más poderosos que los legales.