La idea de que una ola golpista ataca América Latina se está imponiendo en la opinión pública internacional. Las versiones más extremas de esta interpretación hablan de una conspiración a escala regional impulsada por Estados Unidos y demás intereses antipopulares para revertir los avances “progresistas” de los últimos años liderados por Hugo Chávez.
De su peligrosidad da cuenta la importancia de las presas cobradas. En primer lugar Argentina, tras haber desplazado al kirchnerismo del poder. En fechas similares se produjeron otros dos hechos importantes con el ánimo de minar a los gobiernos enemigos: la derrota del chavismo en las elecciones parlamentarias y la de Evo Morales que buscaba una nueva reelección.
Tras el exitoso “golpe constitucional”, “golpe parlamentario” o sencillamente “golpe” a secas contra Dilma Rousseff, ahora está en marcha un nuevo “golpe de estado” contra Nicolás Maduro. En realidad la conjura viene de lejos y la “guerra económica”, incluyendo la manipulación a la baja de los precios del petróleo, sólo busca acabar con la “Revolución bolivariana”.
En América Latina, estas teóricas maniobras golpistas y “destituyentes” (en su acepción kirchnerista) fueron omnipresentes en los últimos años. Cualquier intento opositor de ganar unas elecciones, cualquier fallo judicial adverso o cualquier pronunciamiento de un actor político relevante contra el gobierno, el único portador de legitimidad, era visto como un golpe en potencia. Las denuncias eran rápidamente replicadas y amplificadas por los gobiernos amigos. Algunas instituciones regionales, como ALBA o Unasur, aportaban nuevos argumentos al debate, aunque todos remaban en la misma dirección.
Algo similar ha ocurrido con la destitución temporal de Dilma Rousseff. Venezuela y El Salvador han retirado sus embajadores de Brasilia y desconocen al nuevo gobierno. Bolivia, Cuba, Ecuador y Nicaragua han manifestado su preocupación por la determinación del Senado brasileño de incoar un juicio político contra la presidente por las “pedaladas” fiscales.
El gobierno cubano denunció el “golpe de Estado parlamentario judicial, disfrazado de legalidad” contra el gobierno “legítimo” de Rousseff. Nicaragua habla de un proceso “impresentable y antidemocrático”, que caracteriza como “mamarracho jurídico y político”. Bolivia rechazó profundamente unas “acciones que pretenden desestabilizar los procesos democráticos y desconocer la voluntad de los pueblos expresadas en el voto popular”. En términos similares, aunque guardando más las formas, se manifestó el gobierno ecuatoriano.
Ernesto Samper, el secretario general de Unasur, con la ecuanimidad con que ejerce su cargo, definió la destitución provisional de Rousseff como un “golpe de Estado pasivo”. En declaraciones previas ya había señalado: “Esperamos que se garantice el derecho de defensa por parte de la presidenta Rousseff; ella tiene como cualquier ciudadano el derecho al debido proceso, a la controversia de las pruebas, a la oposición a las mismas, a presentar de manera absolutamente discreta todas sus opiniones y argumentos jurídicos”.
En una situación inédita en América Latina, este conjunto de declaraciones que solían pronunciarse a beneficio de inventario y sin que hubiera temor a réplica, fueron duramente contestadas por el nuevo ministro de Exteriores de Brasil, José Serra. En una nota dirigida a los países bolivarianos (Bolivia, Cuba, Ecuador, Nicaragua y Venezuela) el nuevo canciller rechazó “enfáticamente” aquellas manifestaciones “que se permiten opinar y propagar falsedades sobre el proceso político interno de Brasil”. A Samper, quien manifestó su temor de una “ruptura democrática”, lo acusa directamente de que sus “argumentos, aparte de erróneos, dejan ver juicios de valor infundados y preconceptos contra el Estado brasileño y sus poderes constituidos y hacen interpretaciones falsas sobre la Constitución y las leyes brasileñas”.
De acuerdo con la conspiración en marcha, una vez que Brasil ha sucumbido a la “contraofensiva reaccionaria del imperialismo y la oligarquía contra los gobiernos revolucionarios y progresistas de América Latina y el Caribe” (declaración del gobierno cubano), la próxima pieza a cobrarse es Venezuela. La reacción del presidente Nicolás Maduro ha sido contundente y ha decretado un nuevo estado de excepción, esta vez indefinido, que entre otras cuestiones le permite confiscar empresas y detener a sus dueños, a la vez que convocar unas maniobras militares inminentes con la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), las milicias y el pueblo en general.
Esta es la enésima denuncia de Maduro, antes también lo había hecho Chávez, de un intento de golpe o un complot en su contra, aunque sigue sin aportar pruebas. La gran diferencia respecto a los “golpes” anteriores es que ahora la oposición domina la Asamblea Nacional y el rechazo de la población a la gestión bolivariana ha alcanzado cotas inimaginables en un pasado no demasiado lejano.
Al no controlar la Asamblea Maduro no puede cumplir con el preceptivo trámite constitucional de obtener la autorización parlamentaria para su estado de excepción y al perder la batalla de la opinión pública disminuye su legitimidad para reprimir, en un escenario en el cual no es descartable un desborde popular. Su obstinación para no entablar el menor diálogo con la oposición está empujando al país a una salida violenta.
El cambio de gobierno en Brasil, aunque sea transitorio, ha alterado los equilibrios regionales. De alguna manera esto ya estaba ocurriendo, como muestra el fracaso de Tabaré Vázquez, presidente pro tempore de Unasur, para aprobar una declaración de apoyo a Rousseff. La oposición de Argentina, Chile, Colombia y Paraguay hizo imposible redactar un manifiesto que en otra época habría sido un mero trámite.
La falta de apoyo brasileño afectará a los países bolivarianos ya que Unasur perderá buena parte de sus actuales señas de identidad. Cuba ve peligrar los contratos de 11.000 médicos y los créditos concedidos por los gobiernos del PT. Pero sobre todo Venezuela y los restantes países del ALBA ven cómo ha desaparecido su principal escudo protector frente a las críticas esgrimidas desde dentro y fuera de la región. La denuncia contra el “golpe de Estado” se ha convertido en una cuestión de supervivencia. Al alertar contra el “golpe” en Brasil están llamando la atención contra otros posibles “golpes” que puedan amenazar su hasta ahora prolongada y tranquila ocupación del poder.