Los gatos de París. Lo que Trump ofrece: un responsable de los males que aquejan
En el verano de 1348 la peste alcanzó París. Nadie sabía cuál era la procedencia de la epidemia, ni cómo se propagaba de una casa a otra, de una persona a otra. Pero, como siempre, buscaban una explicación, y por supuesto, una cabeza de turco, cuenta Henning Mankell, el novelista sueco (Arenas movedizas, Tusquets, 2015). En este caso, cundió el rumor de que eran los gatos de la ciudad los causantes de la muerte de tantas personas.
Podría habérseles ocurrido que eran los judíos, o los gitanos o cualesquiera otros. Pero en aquella ocasión aseguraban que los culpables eran los gatos. Y ya se sabía desde siempre que las brujas y los gatos compartían algún tipo de oscuro secreto. De modo que arremetieron contra todos los gatos de la ciudad y al poco tiempo no quedó ninguno vivo. Gracias a ello, lógicamente, los verdaderos difusores de la enfermedad, las ratas y las pulgas, se libraron de su único enemigo natural. Se multiplicaron en número igual que los casos de contagio. La peste asoló a la ciudad durante ocho meses y cuando por fin comenzó a remitir, la mitad de la población había muerto.
En la epidemia de odio que recorre el hemisferio occidental, hemos sustituido a los gatos por los migrantes. Los políticos populistas de derecha se han encumbrado en los países ricos, destino final de los flujos de migración, gracias al miedo y al consiguiente rechazo que inspiran contra el mal que viene de afuera. No importa si los datos no demuestran que el desempleo, la crisis económica o la delincuencia sean responsabilidad de mexicanos, árabes o sirios. La desesperación es tal que basta con ofrecer un culpable para que el dedo flamígero de la sociedad se vuelva en su contra. Como en el juego de Trivia, la ignorancia avanza dos kilómetros.
Podemos mirar con desdén la torpeza que llevó a liquidar a los gatos en beneficio de las ratas portadoras de la peste y atribuirlo al oscurantismo de la Edad Media, pero antes de hacerlo habría que asumir que estamos a un atentado de distancia para que Donald Trump llegue a la Casa Blanca gracias a un embuste de esa magnitud. No importa cuántos analistas muestren con cifras en la mano la falsedad e inconsistencia de los diagnósticos del empresario anaranjado. Lo que Trump ha ofrecido a la gente no es poca cosa; un responsable de los males que le aquejan; una esperanza para detener la epidemia de pobreza y atonía económica. “Son los gatos y basta con deshacerse de ellos”.
Las medidas proteccionistas que ofrece Trump no harían sino multiplicar las fuentes que provocan la enfermedad. Estados Unidos ha sido el país más beneficiado por los efectos de la globalización, entre otras cosas porque es el receptor de los flujos financieros de todo el orbe. Detener personas y mercancías unilateralmente, establecer muros y barreras, hostilizar a potencias como China, que detenta las mayores reservas de dólares del planeta, convertiría a la economía estadounidense en el París de 1348: una víctima de su propia ignorancia.
Lo vemos todos, lo ven ellos mismos, pero nadie escapa a sus propios miedos. Insisto, un atentado sangriento en los próximas semanas podría darle la presidencia a Trump; una recaída de Hillary Clinton lo pondría por delante en las urnas. Espanta saber que un hilo tan delgado nos separa del absurdo, del advenimiento de un mandato ignorante y fanático que termine por arrastrarnos a todos.