Odebretch, la corrupción y nosotros
Hace tres años vivía en Río de Janeiro cuando la Operación Lava Jato explotó en el Brasil; el juez Sérgio Moro, a cargo de la operación más grande contra la corrupción en el Brasil -tocó a un par de presidentes, llevó a más de 80 personas a la cárcel, involucra el lavado de $us 8.000 millones-, se convirtió de la noche a la mañana en un héroe popular, con tapas en las revistas y su nombre convertido en sinónimo de la lucha contra un mal endémico en el país amazónico; eran días previos al Mundial de Fútbol, y se hablaba de las sumas gigantescas que se habían embolsado algunos políticos por la construcción de estadios. Vi marchas en las calles, pero apenas comenzó el Mundial la gente se calmó; por un tiempo, al menos, porque poco después Lavo Jato comenzó a tocar a las puertas de Lula y logró un impulso renovado.
Al principio de la investigación de Moro el enfoque estaba en Petrobras, la empresa estatal de petróleos, que era la que pedía los sobornos en las licitaciones de sus grandes proyectos, pero luego cayeron las grandes constructoras -sobre todo Odebrecht-, que eran las que pagaban los sobornos y compraban a dirigentes de Petrobras y a políticos que debían aprobar las licitaciones. Se sospechaba que el método usado por Odebrecht en Brasil había sido aplicado por toda América Latina: Alberto Youseff, uno de los principales blanqueadores de dinero, tenía en su poder una lista de 750 proyectos llevados a cabo a lo largo del continente cuando fue arrestado por la Policía. Solo era cuestión de tiempo para que explotara; lo hizo a fines del año pasado, gracias a un acuerdo de delación premiada por el que los principales dirigentes de Odebrecht -entre ellos Marcelo Odebrecht, su expresidente- se decidieron a hablar para evitar sanciones menores.
Ya son al menos seis países los afectados directamente por Lava Jato, y el escándalo ha tocado no solo a Lula, sino al expresidente peruano Alejandro Toledo en Perú, y al presidente Juan Manuel Santos en Colombia. Lo de Lula fue un golpe moral y simbólico muy fuerte, porque el jefe del PT era visto como uno de los grandes líderes de la izquierda continental; si Lula caía, también se desmoronaba la fe en los movimientos neopopulistas surgidos a fines del siglo pasado para combatir los excesos salvajes del neoliberalismo (y se mostraba que la corrupción no era un privilegio de la derecha).
En el caso peruano, Odebrecht reconoció que pagó a altos funcionarios de tres gobiernos -Toledo, Humala y García- sobornos de casi $us 30 millones entre 2005 y 2014; el más beneficiado fue Toledo, que habría recibido 20 millones por adjudicar la licitación de los tramos II y III de la carretera Interoceánica Sur. El caso colombiano es más enredado: un excongresista que actuaba como intermediario de Odebrecht confesó haber dado el 2014 un millón de dólares a la campaña del presidente Santos, y luego se retractó, no sin que antes se hiciera eco de sus palabras el fiscal general y amplificara la acusación; la investigación se ha iniciado, y promete enlodar la campaña presidencial del próximo año. Como dice el analista Ricardo Silva Romero, se trata de una “versión previsible, y de bajo presupuesto… de la espeluznante House of Cards”.
La senadora Claudia López, una de las políticas más importantes en Colombia, ya se ha anunciado como precandidata presidencial bajo el programa central de la lucha contra la corrupción: “Estamos comprometidos con la paz, por supuesto, pero lo que realmente va a frenar la paz es que… este mar de corrupción y politiquería siga gobernando este país.
¿Quién va a hacer las carreteras, a construir las escuelas, o incorporar a los campesinos del país, si todo se lo roban?” ¿Llegará lejos? Difícil. Luchar contra la corrupción aparece de tanto en tanto en las agendas de los políticos y los partidos, pero en el continente el tema nunca ha adquirido el peso como para encumbrar a un líder que maneje ese discurso. “Roba, pero hace obra”, ha sido más bien una de las frases que ha definido nuestra relación laxa con la corrupción de nuestros políticos. Nos indignamos, pero quizás no lo suficiente (en Rumania, hace poco, un decreto aprobado para suavizar las penas contra la corrupción sacó a la gente a las calles y se logró que el ministro de Justicia renunciara y la nueva ley fuera revocada; ¿ocurriría eso aquí?).
Nuestra cultura no ayuda -¿cómo quejarnos de esas coimas enormes si a nosotros nos viene la tentación de coimear apenas nos detiene un policía o a la hora de hacer trámites?-, y nos faltan instituciones fuertes -la justicia brasileña parece ser una excepción- y procesos transparentes que nos hagan sentir que nuestras quejas son escuchadas y producen algún efecto; en Bolivia, los casos del Fondioc y la empresa china CAMC son los ejemplos más recientes de escándalos de corrupción que han hecho que caiga uno que otro chofer o secretaria pero no han tocado a los de arriba; ni siquiera ha habido una investigación seria, pues el partido en el Palacio Quemado domina también en el Congreso y a los jueces.
Habrá más arrestados en el continente por culpa de Odebrecht (la constructora también operó en Bolivia; ¿alguien lo investigará?). Puede que caigan Toledo y otros peces grandes, y nos quedaremos con la sensación de que se ha hecho lo que se tenía que hacer, y pasaremos página, aliviados. Pero la corrupción entre nuestros políticos y empresarios no desaparecerá, no solo por culpa de la naturaleza humana, tan frágil, sino también porque no emprenderemos las medidas de fondo necesarias para evitar nuevos escándalos.
Nos queda el voto contra el partido corrupto en una futura elección, pero nada más, ningún cambio ni en las leyes ni en las costumbres que intimide un poco más a quienes corrompen y se dejan corromper. Nuestras instituciones seguirán siendo frágiles, nuestra justicia fácilmente comprable, nuestros procesos de licitación de obras manejados en la oscuridad. Los empresarios y políticos aprenderán las lecciones erradas del caso Odebrecht; no a luchar contra la corrupción de verdad, sino a ver cómo hacer la siguiente para no dejarse atrapar