La tragedia de un sistema de protección fallido en Guatemala

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Foto: Luis Soto-Associated Press

Aún no habían pasado 36 horas del incendio en el que murieron 37 mujeres adolescentes en un hogar estatal para menores, cuando llegó la orden judicial de regresar a un niño a esas mismas instalaciones.

Dos días antes, el 7 de marzo, más de medio centenar de menores habían intentado escapar de ese centro, pero solo 19 lo lograron. El resto fueron detenidos por la policía esa misma noche en los bosques y campos de los alrededores. Cuando volvieron las autoridades del hogar decidieron encerrarlos bajo llave: las mujeres en un aula y los hombres en un auditórium.

El Hogar Seguro Virgen de la Asunción, situado en las afueras de la capital guatemalteca, es el principal centro de acogida de menores de Guatemala. El gobierno lo fundó en 2010 y allí viven, en distintas áreas y sin protocolos claros de atención diferenciada, niños huérfanos o abandonados, víctimas de trata o de violencia intrafamiliar, menores en conflicto con la ley (algunos señalados de extorsión o asesinato) y miembros de pandillas cuyos padres decidieron que no tenían la capacidad para hacerse cargo. El 90 por ciento de los habitantes del hogar tienen padres o familiares cercanos, pero están internados por orden judicial.

El intento de huida había activado a dos equipos de la Procuraduría General de la Nación (PGN). Sabían que después de un hecho así, los familiares suelen agolparse en la entrada del centro para pedir que les devuelvan a sus hijos y querían aprovechar la circunstancia para “desinstitucionalizar” a algunos de los menores.

Los equipos de la PGN, conformados por psicólogos, abogados, y trabajadores sociales, tenían la misión de que la mayor cantidad posible de menores regresara con sus familias y de buscarle a los nuevos casos salidas distintas a las judiciales. El internamiento es la decisión automática de la mayoría de los jueces.

Según investigaciones fiscales, desde que se abrió el Hogar Seguro Virgen de la Asunción, dentro de sus muros de aspecto carcelario habían sucedido demasiadas historias de abuso y violencia: golpizas, trata, violaciones, y hasta un asesinato. Entre los especialistas en la atención de menores se consolidaba la idea de que el centro de protección se había convertido en un lugar de maltrato.

Una psicóloga de la PGN que acudió al hogar la noche del 7 de marzo, y habló con la condición de mantener su anonimato porque no está autorizada para dar declaraciones, cuenta que al volver al centro en la mañana del miércoles vio cómo un incendio empezaba a devorar el aula en la que habían encerrado a las niñas que protagonizaron el escape. Tuvo la impresión de que los bomberos tardaron en llegar. Nadie puso en marcha ningún protocolo de evacuación, pero algunos tomaron unos baldes en los que se lava ropa y corrieron febrilmente acarreando agua con la intención de socavar el fuego.

“Los internos del otro módulo rompieron los vidrios para salir a ayudar, mojaron colchas, pero con el fuego a la espalda, las autoridades estaban más preocupadas porque los hombres no salieran de donde les habían encerrado y se armaron varias trifulcas para que regresaran”, recuerda la psicóloga. “Todo ocurrió muy rápido, en menos de quince minutos”.

Funcionarios del Ministerio Público aventurarían la hipótesis de que dos niñas le prendieron fuego a un colchón en protesta por los malos tratos. Según la psicóloga, cuando los bomberos superaron el muro de personas que se concentraban en la entrada preguntando por sus hijos, uno de los socorristas se echó a llorar. Ella y sus compañeros ayudaron a extraer los cadáveres carbonizados de las adolescentes.

Un día después del incendio, la mitad del personal no llegó a trabajar, y de los cerca de 800 jóvenes que se encontraban internados cuando comenzó el incendio en ese establecimiento concebido para alojar a no más de 500 personas, ya solo quedaban 80. “Son los jóvenes que nadie quiere”, dijo la psicóloga.

En la noche del jueves, calcinada ya toda esperanza, centenares de personas comenzaban a manifestarse frente al Palacio de Gobierno. Con día y medio de retraso, el presidente Jimmy Morales ofreció su primera conferencia de prensa. No había hablado antes porque se encontraba atendiendo asuntos urgentes, explicó su portavoz. El presidente ofreció una única solución: “cerrar de forma paulatina” el hogar estatal, y dejar la investigación de lo ocurrido a las autoridades correspondientes. Ya habían destituido al director, pero no rodó ninguna cabeza más.

En ese mismo instante, por orden del juez de Primera Instancia de la Niñez y Adolescencia, Máximo Gustavo Ruiz Campos, ingresó el niño al hogar. No era nuevo. El ejército lo había encontrado en medio del bosque. Era uno de los huidos que a menos de 36 horas del incendio fue obligado a regresar a las ruinas de las que había escapado. Sus padres lo habían entregado por rebelde. Según el personal de la PGN, en el centro carecían de un expediente con sus datos.

Desde 2013 decenas de denuncias han sido presentadas ante la fiscalía y la Procuraduría de los Derechos Humanos por abusos sexuales y vejámenes cometidos en contra de los niños en el hogar donde ocurrió la tragedia. Una denuncia menciona una organización criminal integrada por empleados de ese sitio, dedicada a la explotación sexual de las niñas recluidas.

Mayra Véliz, secretaria general de la fiscalía, anunció el jueves que un equipo especial ha sido designado para esclarecer los hechos. “Se investigarán todas las denuncias, las anteriores y las nuevas relacionadas con lo que ha ocurrido en ese lugar”, aseguró Véliz. “Esto no quedará impunidad”, agregó.

“El sistema de protección de niños y adolescentes no funciona”, señala Carolina Escobar Sarti, directora de La Alianza, una organización no gubernamental dedicada a la protección de niños desamparados. Escobar Sarti estaba deshecha. Cuatro niñas que pasaron por La Alianza habían terminado en el centro estatal. Y ahora tres estaban muertas.

“Quienes tenemos niños albergados, tenemos que lidiar con un sistema de protección fallido”, sin recursos y sin el respaldo de políticas públicas funcionales, agrega.

El año pasado, la Secretaría de Bienestar Social de la Presidencia apenas contó con un presupuesto de unos 2,5 millones de dólares para el mantenimiento de cuatro orfanatos, entre ellos el Hogar Seguro Virgen de la Asunción. Más de la mitad de esos recursos se invierten en la alimentación de los cerca de 800 menores internados en cada uno de los establecimientos, según las autoridades. El resto se destina al pago de salarios del personal encargado de la educación y protección de los menores.

En un comunicado anterior a la conferencia de prensa del presidente, el gobierno responsabilizó al organismo judicial por la tragedia. “Previo al siniestro, se solicitó a los órganos jurisdiccionales el traslado inmediato de los menores en conflicto con la ley a otros centros de privación de libertad para evitar consecuencias mayores”, se lee en el comunicado. “El gobierno de Guatemala lamenta que no se atendiera esta petición en el momento oportuno, acción que pudo haber evitado la tragedia que hoy lamentamos todos los guatemaltecos”.

El gobierno decretó tres días de duelo nacional, pero la respuesta no ha sido suficiente para tranquilizar los ánimos. Desde ayer se organizan protestas contra el gobierno frente al Palacio Nacional.

La Secretaría de Bienestar Social de la Presidencia se ha resistido a informar sobre la identidad, calidades profesionales y perfiles psicológicos del personal encargado de la seguridad, educación y protección de los menores. También se negó a acatar la resolución de un juez de menores que en diciembre ordenó mejorar las condiciones de vida de los internos. “No hemos cumplido al 100 por ciento” las disposiciones del juez, pero “hemos remodelado las instalaciones e incrementado el personal”, dijo el miércoles en una rueda de prensa el director de la SBSP, Carlos Rodas.

En los últimos cuatro años, decenas de jóvenes han huido del centro. “Los más grandes nos pegaban y abusaban”, declaró a medios locales Daniel, un chico de 16 años que logró salir el miércoles después del incendio.

“Mi hija siempre se quejaba de que las monitoras las maltrataban y obligaba a hacer física (ejercicios) en la madrugada”, dijo una mujer que buscaba a su hija entre las víctimas.

Enrique Naveda y Carlos Arrazola son periodistas de Plaza Pública. José David López colaboró con este reportaje.