Perú ante el indulto de su dictador

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Foto: Enrique Castro-Mendivil/Reuters

Cuando se comenta la política peruana debería comenzarse siempre con la misma idea: el país ha rechazado dos veces consecutivas a Keiko Fujimori. Tal es el rechazo, que en la segunda vuelta de las presidenciales de 2011 y 2016 perdió contra dos candidatos impopulares y distintos: uno militar y nacionalista; el otro banquero y global. Aun así, en un país gobernado desde hace mucho por tecnócratas y empresarios, la legitimidad electoral sabe a poco. Para ellos, las elecciones son algo así como eventuales sugerencias ciudadanas, no un mandato. Y como muchos de estos se consideran herederos de las reformas económicas de Fujimori en los noventa, no comprenden el rechazo que despierta una posible liberación del reo expresidente. Es cierto, sopesan en privado, el Chino y su gente robaron y también se asesinó a senderistas y no senderistas, a estudiantes, a líderes sindicales, etcétera, pero… vamos, ¡es el hombre que nos dio carta libre para reformar de raíz la economía nacional!

Tal es el telón de fondo que permite que la discusión sobre un indulto presidencial para liberar al expresidente reaparezca a cada tanto en la esfera pública peruana.

Fujimori, quien gobernó el Perú entre 1990 y 2000, fue sentenciado a 25 años de prisión en 2009 tras ser encontrado culpable en siete procesos judiciales. Tres de ellos de suma gravedad: la matanza de Barrios Altos en 1991 donde se asesinó a 15 personas, entre ellas un niño de ocho años; el asesinato de nueve estudiantes y un profesor de la universidad La Cantuta en 1992, y el secuestro de los periodistas Samuel Dyer y Gustavo Gorriti en 1992.

Según la sentencia de la Corte Suprema peruana, las dos primeras acciones fueron realizadas por el grupo paramilitar Colina, la tercera por el servicio de inteligencia del ejército y, en todos los casos, Fujimori y su asesor Vladimiro Montesinos estaban perfectamente al tanto de los crímenes. Las otras cuatro sentencias son fechorías de distinto tipo. Los 25 años de cárcel provienen de estos crímenes contra los derechos humanos. Esta es una sentencia que, en el ámbito peruano y latinoamericano, constituye un hito fundamental en el difícil y lento esfuerzo por construir un continente donde mande el imperio de la ley y no el privilegio; donde el poderoso y abusivo sepa que su futuro puede tener forma de celda.

Como todo avance en la historia del Estado de derecho, este también ha sido resistido por los partidarios del estado de arbitrariedad. Desde que Fujimori fue encarcelado, los presidentes peruanos Alan García y Ollanta Humala han soportado la presión por el indulto. Ninguno lo hizo. Pero nunca hubo una marea de rumores tan intensa como la que recorre hoy Lima asegurando que la liberación es inminente. La decisión, se dice, está tomada y se espera la coyuntura correcta para ejecutarla.

Yo no lo creo. El gobierno de PPK carece de norte. Su horizonte político es el focus group de ayer. Se pasa la vida sobreviviendo a tempestades menores; afirmando lo uno y su contrario cotidianamente. No tiene ninguna decisión tomada. Ni sobre esto ni sobre casi nada.

¿Por qué debería PPK entregar el indulto presidencial? Según los defensores de la propuesta, hay dos razones. Una coyuntural: si el gobierno libera a Fujimori, desactivará al enorme bloque opositor que ejerce el fujimorismo en el poder legislativo (71 congresistas de 130) y podría, finalmente, gobernar a placer. Pero el cálculo es malo. Primero, históricamente, habría que ser un mercachifle para canjear un hito republicano contra un impasse coyuntural. Del lado político, el razonamiento asume que el principal problema del gobierno es el fujimorismo, cuando es el gobierno mismo. En sus primeros once meses, PPK ha perdido cuatro ministros. Solo uno es atribuible a la saña de la bancada fujimorista; los otros tres debieron irse por errores propios. Un indulto hace ocho meses no hubiera salvado al gobierno de su propia deriva. Tampoco lo hará en el futuro.

Además, Keiko Fujimori tenía en sus manos la liberación de su padre si aprobaba una reforma penal propuesta por el parlamento, pero se negó a hacerlo pues, según varias versiones, teme que ello dividiría al partido, ya que el patriarca prefiere como alfil a su hermano, el congresista Kenji Fujimori. Es decir, la libertad de Fujimori le interesa más a los comentaristas de diarios y televisión que a la hija del expresidente.

La segunda razón para liberarlo sería la “reconciliación nacional”. Esto es más endeble todavía, pues ni Fujimori ni sus representantes han mostrado nunca arrepentimiento ni han condenado los crímenes de los noventa. Desde que se fugó el año 2000 a Japón siendo aún presidente para renunciar al cargo desde allá, vía fax, y amparándose en que no podría ser extraditado pues había escondido poseer la nacionalidad japonesa (¡se postuló al senado japonés en 2007!), hasta las pantomimas falsas y recientes de una “grave enfermedad”, Fujimori solo ha demostrado querer burlar a la justicia. Jamás la responsabilidad honda del arrepentimiento. Un malandrín de la picaresca.

¿Quiere esto decir que no debería ser indultado bajo ninguna circunstancia? Desde luego que no. El Perú contempla el indulto humanitario para reos gravemente enfermos. Sin embargo, como han constatado varias comisiones médicas, Fujimori goza de buena salud.

El gobierno de PPK debería comprender varias cosas. Primero, que un indulto brindado sin norte o trascendencia política no generará las condiciones soñadas para gobernar. Keiko Fujimori y sus congresistas seguirán petardeándolo porque están convencidos de que les robaron la elección y eso no lo va a apaciguar ningún indulto. En segundo lugar, legalmente no basta con indultar. Hay un expediente judicial por otra matanza realizada por el Grupo Colina (seis personas asesinadas en la provincia de Pativilca en 1992) que debe ser todavía juzgado pues forma parte del grupo de procesos asociados a la extradición de Fujimori de Chile a Perú. O sea, a PPK no le basta con un indulto presidencial (referido a crímenes ya juzgados), sino que debería engendrar una aberración jurídica que perdonase a Fujimori hacia el futuro, por crímenes todavía no procesados. Es decir, una amnistía general tan innoble como bananera.

Tercero, si PPK ha logrado mantener alguna popularidad durante su mandato, se debe al respaldo del sur del país, tradicionalmente antifujimorista. La liberación esfumará el único soporte popular con que cuenta y no recibirá ninguno a cambio. Además, perderá el apoyo del centro liberal de la esfera pública que lo secundó en la elección. Y, más grave aún, el indulto generará una consecuencia internacional importante: Kuczynski tirará por la borda su encomiable esfuerzo por liderar regionalmente la crítica al régimen venezolano. Perdonar crímenes mayores de una dictadura doméstica de derecha dejará a PPK sin fuerza moral para fustigar a la dictadura de Maduro.

La ciudadanía, por otro lado, debe ser consciente de que el gobierno aguarda a ver las dimensiones de la marcha contra el indulto el 7 de julio. En este momento, el débil gobierno cede fácilmente: por miedo a movilizaciones acaban de fondear la única reforma que realmente querían hacer -la reforma laboral- y, en cuanto se rumoreó una huelga de maestros, adelantaron un aumento salarial. Más que nunca, como en la canción del Cuarteto de Nos, “el que no pide su tajada, es porque no vale nada”. Toca pelear por la tajada del Estado de derecho. La de la arbitrariedad ya tiene representantes a pasto.

Una ciudadanía crítica y despierta puede forzar a que el gobierno reflexione sobre su legado y posición en el año 2021, cuando se cumplirá el bicentenario de la independencia peruana y será, inevitablemente, temporada de balances históricos. En tal coyuntura, puede hacerle notar al gobierno que más vale un lugar entre los defensores del Estado de derecho republicano que entre el pelotón de sus enemigos.

 


Alberto Vergara es politólogo peruano y autor del libro “Ciudadanos sin república”.

 

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