La extraña codependencia: Trump y los medios

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Aceptémoslo de una vez, los periodistas y los miles de comentaristas en redes sociales hemos sido cómplices en el espectáculo de pornografía política que ha desplegado Donald Trump, primero como candidato y ahora como presidente. Y pese a lo que digan los medios sobre el ataque muchas veces soez y encarnizado del que son víctimas por parte del matón que ocupa la Casa Blanca, en el fondo están de plácemes, aunque nunca lo vayan a reconocer.

Cuando Trump difunde un video en el que agrede a la CNN y la noquea bajo una arena de boxeo, en realidad está subiendo al ring presidencial a la cadena televisiva. Como dice algún comentarista estadounidense: el hombre anaranjado podrá ser un chiste, pero todo lo que hace, querámoslo o no, es presidencial, literalmente. El veto que impide el acceso de CNN, The New York Times y Politico a las conferencias de prensa de la Casa Blanca formará parte del palmarés histórico de estos medios. Para Politico, un sitio mucho menos conocido en el resto del mundo, equivale prácticamente a sacarse un Pulitzer.

La hostilidad que mostró el entonces candidato contra Jorge Ramos, el prestigiado periodista de Univision, le dio al mexicano una visibilidad aún más amplia entre el público anglosajón y una plataforma mayor para difundir sus argumentos.

El universo se enteró de que existían Joe Scarborough y Mika Brzezinski, presentadores de NBC, a quienes Trump acusó de psicópata y de loca, respectivamente. Los ratings y la circulación en aumento de los medios “distinguidos” por el odio presidencial muestran que en última instancia la confrontación lejos de dañar a los comunicadores ha terminado por incrementar su prestigio y/o su popularidad.

La relación entre Trump y la mayor parte de los medios puede ser agria, pero en el fondo conviene a las dos partes. A lo largo de la campaña el morbo llevó a la prensa y a la televisión a darle una cobertura al neoyorquino muy superior a la de cualquier otro precandidato republicano. En muchas ocasiones esa cobertura fue crítica, pero incluso cuando lo hacían para mofarse de la ocurrencia o la payasada, en realidad, y sin proponérselo, terminaron por convertirlo en una celebridad, en un personaje popular. Por más que Hillary Clinton intentó plantear propuestas de gobierno responsables, sus ideas caían de las portadas de los diarios o de las entradas de los noticieros ante las provocaciones irresistibles de Trump.

En esta relación de amor involuntario y odio intencionado, los medios y el presidente han generado una suerte de codependencia. El público no se cansa de escuchar el último exabrupto de parte de Trump y los medios no desperdician la ocasión de difundirlo. La mitad de las columnas de opinión de los diarios de Washington o de Nueva York están dedicadas al mandatario, aun cuando sea para denostarlo. E incluso si los medios intentan abstraerse de la inercia que los conduce al circo de Donald, las redes sociales terminan por atraparlos de nueva cuenta. Los tuits de Trump tienen la peculiaridad de hacerse virales una y otra vez y los periodistas no pueden darse el lujo de ignorar los temas de los que millones de personas están hablando.

En el fondo, no son los medios los que resultan dañados por esta confrontación, pero sí la sociedad en su conjunto porque el escándalo sustituye a la cobertura de los temas que importan y que carecen de morbo, porque el infoentretenimiento desplaza a la información, porque los ridículos sobre el escenario impiden hablar de lo que está sucediendo tras los reflectores. Y es eso, los que sucede tras bambalinas, lo que terminará afectando la vida de todos.

La verdadera víctima de los ataques de Trump no son los medios, dedicados a defenderse y a cubrirlo obsesivamente, sino el derecho de la comunidad para estar informada de los temas que definen su presente y su futuro. Trump ha logrado frivolizar la conversación pública con la complicidad, involuntaria o no, de los medios de comunicación. Hoy ambas partes viven en una codependencia tan dañina como trabada