El mundo Mundial: La vida, el fútbol

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Foto: Clive Rose/Getty Images

Qué bueno si la vida fuera como el fútbol. Digo: un espacio donde siempre hay una posibilidad, donde todo parece perdido y de repente no, donde la magia salva lo insalvable. Donde funciona esa ficción de que nada se termina hasta que se termina, que siempre queda una esperanza. Qué bueno si realmente fuera así.

A veces lo creemos. Se jugaba la penúltima bola y Colombia parecía condenada. Era casi justicia: no había inquietado a los ingleses, se había pasado la mayor parte del partido sin llegar a su arco, le había faltado juego y ofensiva.

Era casi: los ingleses tampoco habían hecho demasiado. Controlaron el juego en esa zona que no duele, los tres cuartos de cancha, y tiraron pelotazos al área para ver si pescaban alguno, centros que sus atacantes -tan poco british– cabeceaban mal. Hasta que, en un córner, minuto 8 del segundo tiempo, el árbitro estadounidense Mark Geiger les entregó un penal tan dudoso, uno de esos manoteos entre atacante y atacado -Harry Kane y Carlos Sánchez- que no suelen cobrarse, y menos a favor del delantero.

Era muy casi casi: yo no vi ningún otro partido del Mundial donde el árbitro haya sido tan parcial. El contador Geiger ya había intentado anular un gol de Corea del Sur contra Alemania en el final germano, pero el videoarbitraje (VAR) lo contradijo y tuvo que cobrarlo. Y aquí siguió jugando para las viejas glorias. Además del penal, le regaló a Inglaterra cantidad de cositas: faltas que cobró al revés, patadas que evaluó según su origen, algún offside que no marcó, un córner muy al final que le negó a Colombia y, sobre todo, una jugada en que Muriel había quedado solo frente a Pickford, el arquero inglés, y Geiger anuló porque otro inglés se había distraído mirando para afuera. Inverosímil, decisivo: faltaba muy poco para el final y era un gol cantado.

Casi: hay equipos que nunca llegan a ser lo que podrían. Esta Colombia es un ejemplo: hoy, sin su 10, James Rodríguez, tuvo que trabajar en lugar de crear, atrincherarse en lugar de lanzarse, extrañar en vez de celebrar. Falcao quedó muy solo allá arriba, aislado, esperando arremetidas de Cuadrado y Quintero hasta que, ya desesperado por el tiempo y la derrota, Pékerman metió a Bacca y a Muriel. Y fue entonces cuando, en la carga final, el increíble Yerry Mina, el Desdeñado, se volvió a reír del Barcelona y cabeceó de pique al suelo su tercer gol en el torneo, el gol final, el gol que podía haberlo vuelto un héroe. Lo fue, pero solo por un rato.

En ese rato pareció que el fútbol le ganaba, otra vez, a la vida: que en las últimas triunfaban los buenos, que todo sería por fin como queríamos. Es una sensación fantástica, aunque dure tan poco.

Aquí duró quince minutos más: durante el primer tiempo del alargue, entre tirones y calambres, Colombia siguió controlando, jugando bien arriba, pero no pudo concretarlo. Y en los siguientes quince minutos fue Inglaterra el que tampoco, y por fin llegaron los penales. Que, como sabemos, podían haber caído en cualquier lado pero cayeron del lado brexit de la Mancha.

Y fue casi justo: Inglaterra había perdido por penales su lugar en tres Mundiales y tres Eurocopas en las últimas décadas; por fin pudo ganarlo. Y fue tan injusto: ese equipo sufrido, intenso, intencionado, bailón de José Pékerman se volvió a quedar afuera de un Mundial sin haber perdido más partidos que el primero, donde jugó con diez.

Fue triste, bruta decepción, pero lo peor es esa sospecha molesta de que a quien sea que maneja todo esto el resultado le importaba poco; lo que quería era mostrarnos que la vida no es como el fútbol; que el fútbol es, más bien, como la vida.

Y ustedes saben cómo es eso.