Los riesgos de la prudencia envenenada

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Desde el domingo en que autoridades electorales y rivales reconocieron su triunfo, Andrés Manuel López Obrador ha sido un dechado de prudencia y moderación. La noche misma de esa jornada electoral apaciguó a los poderes fácticos: no habrá expropiaciones, se respetará la autonomía del Banco de México, se mantendrá la disciplina financiera y fiscal; se reconocerán los compromisos contraidos con empresas y bancos nacionales y extranjeros; y se continuarán las negociaciones del TLC tal como se llevan.

Al día siguiente conversó amigablemente con Donald Trump durante media hora y el martes tuvo una larga sesión en Palacio Nacional con Enrique Peña Nieto, que el propio líder opositor calificó de cordial y amistosa. En dos ocasiones en las últimas horas, López Obrador ha elogiado al presidente de México porque se mantuvo al margen del proceso electoral.

Se ha dicho, y con razón, que el ahora presidente electo virtual es un político práctico. Ahora me pregunto si los excesos de “practicidad” podrían comprometer el potencial de cambio real de su Gobierno. No hay que perder de vista que el tsunami electoral que observamos el domingo entraña no solo un voto a favor de López Obrador sino también un voto en contra de Peña Nieto y el PRI que representa.

No, la presidencia no fue neutral en las elecciones pasadas y allí están las intervenciones descaradas e ilegales de la Procuraduría General de la República (PGR) en contra de Ricardo Anaya, el otro candidato opositor; la instalación en la boleta electoral del candidato independiente Jaime Rodríguez, El Bronco, pese a que había cometido ilícitos para conseguir el registro (la decisión fue gracias a los votos de los magistrados del Trife vinculados al Ejecutivo federal); o los ingentes recursos públicos desviados para comprar el voto de manera directa o clientelar. Una cosa es no echar en cara esos delitos para llevar la fiesta de la transición en paz y otra hacer elogios innecesarios y contrarios a la verdad.

López Obrador ha conseguido hasta ahora un pequeño milagro. Primero, convertirse en el catalizador del hartazgo de los ciudadanos en contra del sistema y barrer en las elecciones con las fuerzas políticas que representan a los poderes fácticos; y, segundo, en las últimas 72 horas ha logrado neutralizar e incluso revertir el nerviosismo de esos poderes fácticos. Lejos de sacar el dinero del país o desatar la tan anunciada desestabilización, su triunfo reforzó al peso frente al dólar e incluso provocó una mejoría en el índice de cotizaciones de la bolsa. Un verdadero acto de prestidigitación política que todos agradecemos.

Pero hay razones para preocuparse. En los próximos meses habrá una cargada de las élites para acoger al nuevo presidente con los brazos abiertos, con la esperanza de mantener vigente el estado de cosas que los privilegia. Ya escuchamos a López Obrador elogiar a los viejos medios de comunicación, que operan como punta de lanza para la defensa de intereses corporativos, profesionales en el oficio de ensalzar al gobernante de turno.

Hace unos años, cuando Felipe Calderón iniciaba su sexenio tuve con él una larga conversación. Lo conocía desde 15 años antes y a pesar de no coincidir ideológicamente lo había respetado en el pasado por su lucha democrática en contra del régimen autoritario del viejo PRI. Le reclamé que no procurase fortalecer instituciones democráticas capaces de erradicar el antiguo régimen. Me contestó que para cambiar al país primero tenía que fortalecer la presidencia y tales contrapesos le estorbarían. Como sabemos, terminó siendo una mala copia de los presidentes priistas y al final de su sexenio les regresó el poder.

No pretendo comparar a los personajes; López Obrador no se lo merece. Solo espero que en su afán de no enemistarse con Peña Nieto y sus círculos, con los medios tradicionales, con los poderes fácticos que ahora harán fila en el besamanos, no termine diluyendo el mandato de cambio que recibió de los ciudadanos. Ya dio muestras durante la campaña del perdón que extiende a los corruptos por el simple hecho de pasarse a su bando. Sería deseable que no suceda ahora con la clase política y las élites que han sido repudiados por los votantes.

Una cosa es amnistiar en aras de no desgastarse en rencillas del pasado y otra cosa es legitimar a los responsables de los crímenes de ese pasado ominoso. No, AMLO no debe actuar como heredero agradecido, como si fuese presidente debido a una graciosa concesión de Peña Nieto. Por el contrario, lo es a pesar del priista, quien hizo todo lo posible por evitarlo. López Obrador es presidente electo, insisto, gracias a los ciudadanos que repudiaron masivamente a ese que ahora elogió el nuevo mandatario. No se pide radicalismo o revanchismo, solo entereza moral y congruencia ideológica dentro de la prudencia. Esto apenas comienza. Será una larga batalla entre lo posible y lo necesario.