Chile despertó: el legado de desigualdad desata protestas masivas

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El país ha vivido tres semanas de agitación social y política. La promesa de prosperidad que dirigentes de izquierda y derecha han hecho por décadas no se ha cumplido.

 

Las protestas repentinas y la furia manifestada diariamente en las calles habría sido una situación sorpresiva en cualquier otro lugar. Pero que haya sucedido en el país que con frecuencia es elogiado como el ejemplo de éxito económico de América Latina ha conmocionado al mundo.

Durante tres semanas, Chile ha estado en constante agitación. En un día, más de un millón de personas tomaron las calles de Santiago, la capital.

Probablemente, los únicos que no están sorprendidos son los chilenos. En el caos ven un ajuste de cuentas. La promesa que líderes políticos tanto de izquierda como de derecha han hecho durante décadas -que el libre mercado conducirá a la prosperidad y que dicha prosperidad se hará cargo de los otros problemas- no se ha cumplido.

“Chile despertó”, fue el coro de miles de manifestantes reunidos hace algunos días en el parque O’Higgins, en Santiago.

Por un tiempo, la promesa parecía estar dando resultado. El país hizo la transición de una dictadura a la democracia en 1990 y le siguieron décadas de crecimiento económico con gobiernos que se sucedían en paz.

Sin embargo, ese crecimiento no alcanzó a todos los chilenos.

La desigualdad sigue enquistada profundamente. La clase media chilena está tambaleándose con precios altos, sueldos bajos y un sistema privatizado de pensiones que deja a muchas personas mayores en una situación de amarga pobreza. Una serie de escándalos de corrupción y de evasión de impuestos han socavado la confianza en la élite política y corporativa del país.

Según Cristóbal Rovira Kaltwasser, politólogo de la Universidad Diego Portales en Santiago, “esta es una especie de crisis de legitimidad. Las personas han empezado a preguntarse: ‘¿por qué tenemos que pagar nosotros si los millonarios no están pagando lo que les corresponde?'”.

“Al mismo tiempo, tenemos una clase política totalmente desconectada de la realidad”, añade Kaltwasser.

En un intento por restablecer el orden, el presidente Sebastián Piñera desechó el incremento de 30 pesos chilenos -4 centavos de dólar- de la tarifa del metro que motivó las protestas iniciales. Luego procedió a desplegar a las fuerzas militares en las calles de Chile, por primera vez desde la transición del país a la democracia.

Cuando eso no funcionó para calmar las protestas, Piñera apareció en televisión para pedir perdón y prometer pensiones más altas, mejor cobertura médica, impuestos más elevados para los ricos y recortes salariales para los políticos. Luego, le solicitó la renuncia a todo su gabinete.

Pero los manifestantes no estaban convencidos.

Luis Ochoa Pérez, quien durante la manifestación vendía banderas cerca de la entrada del parque O’Higgins, comparte esa opinión.

“Los abusos no han parado”, dijo, “así que tenemos que salir a las calles”.

Su bandera más vendida, que él diseñó, es una que exige la renuncia de Piñera.

Minutos después, las había vendido todas.

Javiera López Layana, un estudiante de la Universidad de Chile y activista de 24 años que ayudó a organizar la protesta, no podía ocultar su emoción.

López destacó que la mayoría de los voceros habían estado empleando el término “el pueblo” para describir a los chilenos. Para un extranjero, eso parece un detalle mínimo. Pero ese término, que en América Latina está asociado con la izquierda, ha sido tabú en Chile desde que López tiene memoria. Su resurgimiento parece presagiar más cambios significativos.

El fin de la dictadura de Augusto Pinochet, en 1990, llegó con una advertencia implícita: el régimen militar finalizaría, pero las políticas socialistas de Salvador Allende, el presidente de izquierda que el general Pinochet derrocó con un golpe de Estado, no regresarían. Los gobiernos posteriores mantuvieron el sistema económico extremadamente laissez-faire impuesto en los años setenta y ochenta.

Pero en la actualidad, el enojo público generalizado por la desigualdad y la precariedad económica que muchos chilenos ven como una consecuencia de ese sistema, significa que las medidas económicas conservadoras pueden ser más una amenaza a la estabilidad política que un medio para conseguirla.

“No son 30 pesos, son 30 años”, es una de las consignas de las protestas. Es una referencia a la propuesta del incremento de la tarifa del metro que inició la crisis y a las tres décadas que han pasado desde que finalizó el régimen militar.

El salario promedio del país está actualmente alrededor de los 540 dólares mensuales. Según Marco Kremerman, economista de la Fundación Sol, un centro de estudios de izquierda con sede en Santiago, esa cifra está por debajo del umbral de pobreza para una familia de cuatro personas. Los pagos promedio del programa nacional privado de pensiones, la única red de protección de los jubilados, están por el orden de los 200 dólares al mes.

Existe un consenso general, entre manifestantes y expertos, de que el país necesita reformas estructurales. Reemplazar la constitución actual, la cual fue establecida durante la dictadura, significaría también que Chile está saliendo de la sombra de las tres décadas del régimen de Pinochet.

“Cuando estamos endeudados y vivimos en miseria y empobrecidos, no pensamos necesariamente en la constitución”, dijo López. “Pero al final, necesitamos hacer cambios”.

Esa tarde, López y su familia se sentaron en la mesa de la cocina de su casa en Lo Espejo, una comuna de clase obrera lejos del centro de la ciudad, para conversar sobre la ola de protestas.

Ver a las fuerzas militares otra vez patrullando las calles ha revivido memorias dolorosas, reprimidas por mucho tiempo.

El abuelo de López le reveló, por primera vez, que él había sido arrestado y su hermana había sido asesinada por el régimen militar porque ambos habían escondido a un político de izquierda y a su familia y luego los habían ayudado a escapar al extranjero.

Su padre describió cómo la dictadura había dividido a Lo Espejo durante su juventud. Un vecino, que aún vivía cerca, fue interrogado y torturado por un hombre con el que ambos habían crecido. Otro vecino tuvo una hermana que trabajó para la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), la temida policía secreta durante la dictadura.

Por esas experiencias, en buena medida, ambos han sido cuidadosos a la hora de involucrarse con las protestas, aun cuando apoyan sus objetivos.

“La generación de Javiera creció sin el miedo a la dictadura”, dice la madre de López, Pamela Inés Layana Guendelman. “Ella es temeraria”.

“No tengo miedo”, afirma López.

“Pero me da rabia”, dice, mientras sus ojos se humedecen de lágrimas. “Cada vez que voy a una protesta en plaza Italia o a la Alameda tengo que regresar aquí, a Lo Espejo, y ver la misma porquería, la misma miseria que ha existido durante tantos gobiernos. Y nada ha cambiado en absoluto”.

La crisis política chilena no es exclusiva de Chile. Tiene ecos inconfundibles de un problema que está en el centro del conflicto político de todos los países desarrollados.

A medida que el libre comercio, las nuevas tecnologías, el crecimiento de China y otros cambios radicales han remodelado las economías del mundo, han emergido divisiones políticas entre los que se benefician del sistema actual y los que no.

En gran parte de Europa y Estados Unidos, ciudades que alguna vez fueron industriales decayeron a medida que el crecimiento económico tuvo como consecuencia el establecimiento de urbes más grandes, conectadas globalmente. Para muchos, incluso para los que han tenido mejoras objetivas aunque modestas en sus condiciones de vida, ver a otros ascender mientras ellos siguen batallando los ha dejado con una sensación de ira y desilusión. Las encuestas muestran que en muchos países la confianza en las instituciones está disminuyendo.

Esos cambios económicos han destruido coaliciones políticas de larga data, lo que ha debilitado a los partidos tradicionales. Populistas de extrema derecha y otros políticos no convencionales han aprovechado el momento para llenar ese vacío.

Sin canales efectivos para la indignación pública, la frustración masiva ha estallado en forma de olas de protesta como la de los chalecos amarillos en Francia y las manifestaciones en Chile.

Según Nicole Martínez, una líder estudiantil de 26 años, el movimiento chileno, al igual que el de los chalecos amarillos, no tiene líderes visibles y la información se divulga mayormente a través de las redes sociales de la población.

“Es una explosión social”, dijo.