El malestar en América Latina

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En la región más desigual del mundo, los ciudadanos han dejado de callar su descontento. Ese enojo no se apaga con la represión estatal, sino con escuchar lo que la sociedad pide. Y se acaba el tiempo.

América Latina está enojadísima.

En Venezuela, Nicaragua y Bolivia se protesta por falta de democracia; en Chile, Ecuador y Haití, por falta de oportunidades y mayor igualdad. Mientras tanto, entre la indiferencia y el aislacionismo trumpiano, Argentina regresa a la izquierda peronista-kirchnerista, México no ve la salida a la creciente espiral de la narcoviolencia y, por supuesto, hay otros países temblando.

En todo este aparente caos latinoamericano, destacan tres tendencias.

América Latina es la región más desigual del mundo. Sus ricos y no tan ricos están muy separados de sus muchos pobres y no tan pobres. La triste lección es que la democracia es necesaria pero no suficiente. Desde la Colonia hasta nuestros días, las economías latinoamericanas han estado organizadas para el beneficio de unos pocos. Luego de décadas de dictaduras y gobiernos autoritarios, muchos países -además de elegir a sus líderes con votos- esperaban una época de bienestar económico para todos. No fue así.

Esto lo escuché de una joven manifestante chilena: “El pueblo pobre de Chile se levantó porque no aguanta más. Porque quiere agua. Porque nos quitaron los ríos. Porque nos tienen a los jóvenes vendiendo nuestra vida en las calles para pagar unas cuotas miserables. El pueblo de Chile despertó y despertó para no dormirse nunca más”.

El presidente chileno, Sebastián Piñera, se disculpó. “Reconozco esta falta de visión y le pido perdón a mis compatriotas”, dijo por televisión nacional. Pero antes ya había sacado a los militares a las calles y levantado un toque de queda; era la primera vez que esto ocurría desde el fin de la dictadura de Augusto Pinochet.

Las disculpas después de los tanques y los muertos no suelen ser muy efectivas. “Recurrir a militares para reestablecer el orden público es una medida delicada y de alto riesgo”, me dijo en una entrevista José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch. Vivanco refirió los ejemplos de Argentina, Chile y otros países donde el estamento militar ha estado asociado con dictaduras brutales.

Algo similar ocurrió en Ecuador, donde las protestas contra las medidas económicas tomadas por el presidente Lenín Moreno, tras aceptar un polémico préstamo del Fondo Monetario Internacional, fueron sangrientamente reprimidas. Las Naciones Unidas recibió “alegaciones de violaciones a los derechos humanos que habrían cometido fuerzas de seguridad del Estado”, mientras la Defensoría del Pueblo informó de una decena de muertos y más de mil heridos.

Cuando le pregunté por la represión al canciller ecuatoriano, José Valencia, contestó: “No es así, porque los muertos no fueron fruto de la acción de la policía sino accidentes en el marco de las manifestaciones […]. La policía reaccionó de una manera que, nosotros creemos, fue adecuada y proporcional”. Es difícil creer que los muertos y los heridos sean solo por accidentes. ¿Quién dio la orden de atacar a los manifestantes? ¿Quién disparó lo gases lacrimógenos? ¿Y los uniformados que atacaron a jóvenes con sus macanas y motocicletas? Eso no se hace contra gente que se queja de sus deplorables condiciones económicas.

La desigualdad no se vence a golpes y disparos.

El dictador venezolano, Nicolás Maduro, se quiso tomar el crédito de las protestas en otros países sudamericanos. “Estamos cumpliendo el plan, Foro de São Paulo”, dijo recientemente, refiriéndose a una supuesta acción concertada del grupo de partidos y organizaciones latinoamericanas que promueven ideas de izquierda. No hay pruebas de esta acción. Pero así fuera cierta, eso no explica la manifestación de más de un millón de personas en Santiago ni las marchas masivas en Haití.

Las manifestaciones son en realidad producto de los nuevos espacios creados por la democracia; en las dictaduras de Pinochet, de Videla en Argentina o en el México de 1968, ciudadanos fueron masacrados por protestar. Hoy ya no tienen miedo. Pero también las protestas se dan y se organizan gracias a las nuevas tecnologías -desde internet y las redes sociales hasta el uso omnipresente de los celulares- que logran burlar cualquier intento de control y censura oficial. Los cuadrados comunicados oficiales tienen que competir en Twitter, Instagram y Facebook con la fluidez de millones de videos, fotos y textos que los contradicen.

Ya no se puede gobernar si se pierde la legitimidad y la credibilidad en las redes.

América Latina nunca ha dejado atrás su tentación autoritaria. Desde que Simón Bolívar fue declarado dictador de Perú y jugó con la idea de un presidente vitalicio para la Gran Colombia, otros han seguido sus pasos.

Hoy tenemos varios dictadores en América Latina. Nicolás Maduro en Venezuela y la dupla Daniel Ortega-Rosario Murillo en Nicaragua han falseado elecciones y violado ferozmente los derechos humanos para atornillarse un poquito más en el poder. Cuba es un ejemplo increíble de cómo se han normalizado sesenta años de represión brutal. De las dictaduras de Fidel y Raúl Castro se dio el dedazo para que las continuara Miguel Díaz-Canel. Y Evo Morales no entiende que no significa no. Eso es lo que le dijeron los bolivianos en el referéndum de 2016, prohibiéndole la reelección. Ya lleva casi 14 años en el poder y busca más. Pero las protestas no paran. El caudillismo y la mano dura nunca han sido la solución de los problemas que afligen a América Latina.

Se acabó la época del silencio y el acomodo. Los latinoamericanos han dejado de callar su descontento. Y ese enojo no se apaga con manguerazos de agua.

Lo nuevo en la reciente ola de protestas es la desaparición de la censura oficial y la aparición de nuevas tecnologías digitales para compartir el descontento y sumar fuerzas para protestar. Desafortunadamente, la respuesta de los gobiernos hasta ahora han sido la misma de siempre: reprimir.

Pero ya ni eso está funcionando. Se acaba el tiempo para escuchar. De nada sirve que en Chile se pida perdón si los soldados siguen en la calle y no se cambia la constitución. Las protestas en Ecuador pueden resurgir a la menor provocación. Se le puede terminar la larga luna de miel a Andrés Manuel López Obrador en México si no da resultados y siguen las matanzas. Bolivia se resiste a cinco años más de Evo. Y nuestros dictadorzuelos de turno en Venezuela, Nicaragua y Cuba han perdido el control del mensaje.

Primero se pierden las redes y luego las calles. El malestar y el enojo son un presagio. Pase lo que pase, las cosas ya no pueden seguir igual.

 

 

Jorge Ramos es periodista, conductor de los programas Noticiero Univisión y Al punto, y autor del libro Stranger: El desafío de un inmigrante latino en la era de Trump.