Fue un momento decisivo para la democracia en Latinoamérica.
Evo Morales, un dirigente indígena que adquirió protagonismo en el mundo poco lucrativo de los sindicatos de productores de coca en Bolivia, se presentó ante sus compatriotas para tomar protesta de su cargo en 2006 y no se anduvo con rodeos al describir el cambio abismal que representaba su arrolladora victoria presidencial.
“Estos pueblos, históricamente hemos sido marginados, humillados, odiados, despreciados, condenados a la extinción”, dijo Morales en su discurso de toma de mando. “A estos pueblos jamás los reconocieron como seres humanos, siendo que estos pueblos son dueños absolutos de esta noble tierra, de sus recursos naturales”.
El ascenso de Morales y de otros populistas de izquierda pioneros -que ganaron elecciones en toda Latinoamérica en los primeros años del nuevo milenio- trajo la esperanza de que la democracia había alcanzado un nuevo nivel de madurez en una región políticamente turbulenta.
Prometieron una mayor inclusión social y una distribución más equitativa de la riqueza, objetivos que, en diversas medidas, se materializaron para millones de personas.
El derrocamiento dramático del dirigente boliviano el 10 de noviembre, luego de que los militares lo abandonaran en medio de un levantamiento popular desencadenado por las elecciones ensombrecidas por señalamientos de fraude el mes pasado, fue un acontecimiento ignominioso para la era de los dirigentes de izquierda.
Morales huyó de la capital a toda prisa la noche del 10 de noviembre y se ocultó por los rumores de que su arresto era inminente (para al fin abordar un avión con destino a México el 12 de noviembre) al mismo tiempo que el debate sobre su caída ponía en evidencia la profunda polarización ideológica que hay en la región.
El gobierno de México y el presidente entrante de Argentina, Alberto Fernández, calificaron los acontecimientos en Bolivia como un golpe de Estado. Otras personas, incluyendo a Carlos Mesa, el expresidente de Bolivia que contiende para remplazar a Morales, y Jair Bolsonaro, el líder de extrema derecha de Brasil, lo consideraron el triunfo de una oposición pacífica frente a un déspota.
Las opiniones tan diferentes reflejan que el legado de Morales quedó mancillado cuando quebrantó las reglas de la democracia para permanecer en el poder durante más de los dos mandatos consecutivos que permite la constitución boliviana.
“Si hubiera preparado a un sucesor y aceptado una transición del poder, lo hubieran considerado un Nelson Mandela de Sudamérica”, dijo Mark Goodale, profesor de antropología de la Universidad de Lausana en Suiza, quien sigue de cerca la situación de Bolivia. “No solo habría sido considerado un buen dirigente para Bolivia, sino uno de los grandes líderes políticos de Latinoamérica”.
Gracias a su arrolladora victoria en las elecciones de 2005, Morales llegó a la presidencia con mucha autoridad. Propuso cambios profundos a la estructura del poder de Bolivia, y durante su primer mandato supervisó la redacción de una nueva constitución que pretendía eliminar el clasismo y el racismo estructurales que por mucho tiempo habían relegado a los indígenas bolivianos -mayoría en el país- a ciudadanos de segunda clase.
Con frecuencia, la retórica de Morales era radical, en especial cuando se refería a Estados Unidos, al cual veía como un actor colonialista malintencionado que había tenido mucha influencia sobre Latinoamérica. Morales, quien, como líder sindical de la hoja de coca, fue asediado y maltratado por los agentes de narcóticos estadounidenses, tuvo el gusto de expulsar a la Administración para el Control de Drogas en 2009.
Pero al momento de gobernar (especialmente en materia económica), fue pragmático. En vez de nacionalizar las instituciones estatales directamente -como lo hizo su aliado, el difunto presidente Hugo Chávez en Venezuela-, Morales firmó mejores acuerdos para el Estado y adoptó políticas favorables para el mercado.
Con la inflación bajo control y reservas sólidas de divisas disponibles, durante años, el gobierno gastó miles de millones de dólares en subsidios e infraestructura y amplió el acceso a la atención médica y a la educación.
“El nivel de vida ha mejorado enormemente para millones de personas”, afirmó Calla Hummel, una politóloga de la Universidad de Miami que ha realizado investigaciones en Bolivia durante muchos años. “Las personas pudieron seguir estudiando durante más tiempo, construir y comprar casas, comprar automóviles, hacer cosas que no habían podido hacer antes de 2006”.
A través de los años, Morales consolidó su poder viajando por todo el país a un ritmo acelerado para departir con líderes sindicales, empresarios y líderes de movimientos sociales. Era experto en apuntalar el apoyo de sus bases destinando fondos gubernamentales a áreas primordiales y en ser más astuto que sus opositores.
Según Goodale, esas habilidades reflejan la forma en que Morales aprendió a ejercer el poder en el turbulento mundo de los líderes sindicales de la coca.
“Tiene que ver con un estilo maquiavélico de ejercer el poder”, señaló. “Requiere adoptar muchas medidas que solo satisfacen intereses personales y, cuando es necesario, apuñalar a la gente por la espalda”.
Cuando algunos de sus líderes contemporáneos de izquierda se alejaron del poder, algunos con patrimonios empañados por acusaciones de corrupción, Morales se atrincheró, haciendo caso omiso del límite de dos mandatos que imponía la constitución.
Esas tendencias autoritarias no fueron una sorpresa para la gente que había observado con atención el ascenso de Morales. Desde 2009, había dejado en claro que el palacio presidencial no cambiaría de manos pronto.
“Hermanos y hermanas, no solo somos inquilinos, hemos recuperado lo que es nuestro por derecho propio”, expresó en ese momento en un discurso. “Esto es para toda la vida”.
La primera señal clara de que los bolivianos se estaban cansando de Morales apareció cuando perdió por un escaso margen las votaciones de un referéndum para extender su mandato, su primera derrota electoral como presidente.
Morales había tenido problemas para convencer a los votantes en gran parte debido al escándalo de corrupción que se divulgó días antes del referéndum. Este involucraba a una antigua novia del presidente, quien había utilizado su conexión con el gobierno para ayudar a que una empresa china obtuviera contratos por cientos de millones de dólares.
La forma en que se manejó ese caso -la exnovia fue enjuiciada, pero nadie del gobierno asumió la responsabilidad de haber autorizado sus negocios- reveló que el sistema judicial, bajo el mandato de Morales, se había vuelto opaco, y que a menudo se empleaba para castigar a los detractores del gobierno.
Al principio, tras la derrota para ampliar su mandato, Morales dijo que respetaría la voluntad del electorado y se retiraría. Pero al siguiente año encontró una solución alternativa: el Tribunal Constitucional, lleno de partidarios del régimen, dictaminó que los límites de mandato violaban los derechos humanos.
Esa decisión indignó a muchos bolivianos. En la campaña de Morales fue evidente que incluso las comunidades indígenas que solían respaldarlo habían llegado a la conclusión de que era momento de que el presidente se retirara.
Morales fue declarado ganador en las elecciones del 20 de octubre, aunque por un margen más estrecho que en cualquier otra elección presidencial desde 2005. Pero su victoria desencadenó una tempestad de protestas y enfrentamientos violentos en medio de cada vez más pruebas de irregularidades electorales.
El domingo 10 de noviembre, conforme aumentaron los disturbios y se volvió imposible defender la legitimidad de su victoria, Morales convocó a nuevas elecciones. Pero ya era demasiado tarde. Como gran parte de la fuerza policial estaba en abierta rebelión, el domingo los altos mandos militares exhortaron a Morales a renunciar.
Hummel señaló que la secuencia de los acontecimientos no constituyó necesariamente un golpe de Estado, debido a que, al parecer, al ejército no le interesaba asumir el control del país. “Estamos viendo al pueblo tomar las calles y exigir un mejor gobierno, lo cual es muy esperanzador”, afirmó.
Sin embargo, Bolivia está en una encrucijada peligrosa después de un insólito periodo de catorce años de estabilidad política y económica.
“Creo que es un vacío de poder muy peligroso”, comentó Hummel. “¿Cómo pasamos de la era de Morales, que fue muy estable y predecible, a algo más? ¿Y eso qué va a ser?”.