El coronavirus es el mismo, los países no

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Foto: Getty Images

Después de ver el estado de guerra con el que el Estado francés está sometiendo a sus ciudadanos comienzo a preguntarme si el remedio no es peor que la enfermedad. A estas alturas de la crisis desatada por Covid-19 está claro que habrá más víctimas por el brutal impacto económico por las medidas tomadas para combatirlo que por los decesos que pueda provocar el horrible bicho. La suspensión prácticamente total de las cadenas productivas en buena parte del hemisferio norte, el cierre tajante de fronteras, la paralización de negocios durante semanas y el confinamiento de los ciudadanos tendrán secuelas que habrán de sentirse durante muchos meses, si no es que años. Pero no puedo evitar pensar en las tragedias en estadios o teatros en los que las personas terminan aplastadas por otras personas que huyen de una emergencia. Situaciones en las que el pánico resulta más dañino que aquello que lo desató.

Los mandatarios europeos se pusieron a competir entre sí para ver cuál de ellos tenía más tamaños y llegaba más lejos, por así decirlo (al final ganará Angela Merkel, como siempre) y decidieron poner en estado de sitio a sus ciudadanos. Lo sé porque el cierre de fronteras me tomó en el sur de Francia, durante un tour por la traducción de mis novelas (ahora suspendido), y me ha tocado observar de cerca las draconianas y autoritarias medidas. Espero que les funcionen. Lo que no estoy muy seguro es que estas soluciones le sirvan a México.

Las redes sociales en nuestro país poco menos que han crucificado al presidente López Obrador y a su Gabinete por la “negligencia asesina” al demorar la implantación de medidas similares. ¿Se trata del mismo virus, no? ¿Tendríamos que estar haciendo lo mismo desde hace semanas, no?

No necesariamente. En efecto, se trata del mismo virus pero no en todos lados se comporta igual. Todo indica que la propagación es distinta en los países del norte: es un bicho al que le gusta el frío, dice Manuel Elkin Patarroyo, una celebridad en el mundo de las pandemias, y explica que los expertos han notado un comportamiento radicalmente distinto en su capacidad de propagación por arriba de los 22 grados de latitud norte (San Luis Potosí, en el caso de México). Una revisión del reporte en tiempo real de la Organización Mundial de la Salud, con los datos de cada país día por día, muestra claramente que al sur de esta línea los pocos enfermos detectados corresponden a viajeros (casos importados) pero con escaso alcance propagador. No así en Europa en el que la transmisión ya es eminentemente local.

Los escépticos atribuyen al subdesarrollo de África, de Latinoamérica o el sudeste asiático el bajo registro de casos, atribuyéndolo a la negligencia y al atraso de los sistemas de salud locales, pero han transcurrido semanas sin que las cifras aumenten significativamente; eso y el impacto minúsculo en países como Australia o Nueva Zelanda, que tienen fuertes vínculos turísticos y de negocios con China, parecería confirmar “la idiosincrasia geográfica” del virus.

En otras palabras, puede entenderse la precipitación de los europeos en aplicarse quimioterapias masivas que barrerán con su economía, pero eso no significa que tengamos que inmolarnos con las mismas dosis solo para poner las barbas a remojar o mostrar que estamos al nivel de Europa.

Por otro lado, incluso si el coronavirus fuese igual de devastador que en aquellos países, cabría preguntarse si la estrategia de shock es factible en nuestro país. Se habla de la bancarrota de líneas áreas, hotelería, miles de negocios, industria automotriz y un largo etcétera. Para compensarlo en Alemania, Francia, España e Italia, los presidentes han mencionado inyecciones astronómicas para salvar la planta productiva cuando la crisis de salud mengüe; las cifras que se mencionan equivalen a varias veces el producto interno de nuestro país.

Y eso por no hablar de la situación de los ciudadanos de a pie. Los Gobiernos europeos han condonado impuestos y pago de servicios públicos y ofrecen cobertura del salario en proporciones que van del 80 al 100% durante las semanas de confinamiento.

En países de finanzas públicas endebles como el nuestro eso sería un sueño guajiro. E incluso si no lo fuese, ¿qué decirle a la mayoría de los mexicanos, 57% de la población, que obtiene su sustento de la economía informal y no tendría acceso a tales beneficios? ¿Que deje de comer durante algunas semanas para que no se vaya a contagiar de un virus que hasta ahora no ha matado a nadie? Vivimos en una sociedad en la que algunas regiones y el grueso de los habitantes se encuentra al borde del abismo, haríamos bien en pensárnoslo dos veces antes de imitar un esquema de solución que no corresponde a nuestras posibilidades. Las consecuencias para muchos podrían ser apocalípticas.

Nunca como ahora viene al caso el viejo refrán de que cuando Estados Unidos tenía gripe México padecía pulmonía, habría que imaginarnos qué pasaría si nos aplicamos el coma inducido al que ellos se han entregado, sabedores de tener los recursos para revivirse. No estoy seguro de que nuestra mecánica nacional pueda sacarnos del hoyo al que meteríamos a nuestro endeble aparato productivo.

Esto no significa que el Gobierno deba quedarse cruzado de brazos. Suspender actos masivos, clases en las escuelas y reuniones públicas que puedan ser postergables tiene sentido. Pero está claro que la mejor política de seguridad es aquella que tiene que ver con la promoción de conductas razonables para minimizar el riesgo de la epidemia: insistir a la población en el lavado de manos y mantener la distancia necesaria al hablar con otras personas.

Tendríamos que exigirle al presidente una conducta personal congruente con las normas de salubridad que promueven las autoridades sanitarias. Pero sea por mala o buena leche, por pánico o por malinchismo mal entendido, habría que pensar dos veces antes de exigirle al presidente que le de un balazo al pie a una economía que ya renquea en la otra pierna. “Ten cuidado con lo que deseas”, dicen los gringos, y en eso tienen razón.