Volver a la calle, recuperar la voz

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Foto: Infodiez

Durante la pandemia del coronavirus ha habido una sobreabundancia de información desde los gobiernos y los expertos que ha reducido la voz ciudadana a las redes sociales. Es urgente recuperar nuestros espacios de debate.

 

El confinamiento personalizó el espacio público y redujo la vida ciudadana a las redes sociales.

El planeta se convirtió en una peculiar sala de espera donde todos estamos separados pero interconectados, escuchando y compartiendo supuestos datos científicos, análisis, opiniones, testimonios, rumores y especulaciones de todo tipo. Ante la crisis, funcionó la lógica del naufragio: no se sale de una emergencia con asambleas populares sino con órdenes. Le cedimos el poder a las autoridades y nos encerramos, nos quedamos en casa mirando las pantallas. Pasamos a ser fundamentalmente receptores solitarios de distintos contenidos, mientras la calle se quedaba sin voz, perdiendo su posibilidad de construir un debate, de ser y hacer política.

Cada día se nos ofrecen una cantidad inmensa de informaciones: reales, falsas, fidedignas, manipuladas, coherentes, contradictorias, abstractas o muy concretas, científicas o esotéricas. Desde la supuesta presencia de ovnis hasta la invitación de Donald Trump a inyectarse cloro pasando por diferentes noticias, declaraciones sorprendentes, testimonios dramáticos, informes y contrainformes de expertos o incluso de algunos gobiernos, sobre el éxito o el fracaso, la promesa o la imposibilidad de hallar una posible vacuna contra el coronavirus. Somos un silencio enfrentado a un exceso de palabras.

Los incipientes planes de regreso a la normalidad abren también la posibilidad de retomar nuestro lenguaje común, de reactivar los espacios públicos y comenzar a evaluar de otra manera todo lo que nos ha pasado.

Hasta ahora, este exceso de información se ha convertido en una nueva forma de opacidad. A medida que más se ve, que más se escucha y que más se lee, se corre también el riesgo de acumular cada vez más dudas y más inseguridades frente a la realidad. La sobreabundancia y la diversidad de los contenidos producen ofuscación, impiden la transparencia. Cuanto más ruido hay, menos se escucha lo que suena.

No en balde la verbosidad parece haberse convertido en una estrategia narrativa de muchos gobiernos. Las causas pueden ser variables: desde la ignorancia, la negligencia o la simple torpeza, hasta una calculada maniobra de protección y de control; pero la consecuencia siempre es la misma: una marea de palabras, girando alrededor del virus y aturdiendo a la ciudadanía. Muchas veces, más que informar, distraen. Hablan para postergar la verdad. Para disfrazarla, para evitarla. Hablan, quizás, para que nadie pregunte demasiado.

El palabrerío permanente, sin embargo, no es una exclusividad de las autoridades. El mundo de pronto tiene un superávit de expertos en las más diversas materias: médicos, inmunólogos y virólogos de variada índole. Pero también físicos especializados en curvas epidémicas. Analistas versados en emergencias públicas, terapeutas dedicados al estudio de las conductas en cautiverios, numerólogos entregados al seguimiento de la aparición de extraterrestres, peritos ocupados en la investigación de múltiples conspiraciones, semiólogos de cuentos chinos. Todos dispuestos a hablar, a ofrecer un diagnóstico, a dar un dictamen, a compartir su opinión. “Estar al día”: aquello que hasta hace poco era un valor, una virtud, hoy más bien puede ser una forma de locura.

En este sentido, las redes sociales son ambivalentes: ayudan y confunden. Son un espacio importante para nuestra necesidad de comunicarnos, de estar con los otros, pero también son una plataforma para las noticias falsas, para el narcisismo o para la simple tontería. Su oferta es infinita. En menos de un minuto puedes hacer un zapping y ver a un hombre que llora la muerte de su madre, a una joven que muestra las primeras lentejas que ha cocinado en su vida, a un supuesto experto demostrando que el coronavirus es una ficción rusa, a un perro mordiendo una cobija, a un grupo de médicos aplaudiendo a un generoso taxista que trae gratuitamente a los enfermos a un hospital, a una señora desafinando en un balcón, a un ingeniero queriendo ser actor, a un actor queriendo ser cocinero y a un cocinero queriendo ser psicoanalista. Internet, sin duda, establece una gran diferencia en esta pandemia. Nos ha ayudado a acompañarnos y a comunicarnos, pero también ha contribuido a crear esta sensación de exceso de información que aturde y confunde.

Es necesario revisar lo ocurrido durante estos meses, exigir transparencia en todos los sentidos, conocer en realidad qué ha pasado, cómo se actuó, dónde estamos y hacia dónde vamos. La vuelta a la vida social representa el regreso a la palabra compartida, a la práctica del lenguaje en común, a la insustituible experiencia de encontrarse, de hablar y debatir. Se trata, sin duda, de una experiencia de fuerza, de poder. Volver a la calle implica, necesariamente, recuperar la voz como colectivo, como ciudadanía.

 

 

Alberto Barrera Tyszka es escritor. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan.