México ya es el país más mortal del mundo para los periodistas

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Foto: Luis Torres/EPA-EFE/Shutterstock

Hay países en los que el debate público, muchas veces ríspido, se asume como parte de la normalidad. En Reino Unido, por ejemplo, la solidez en la argumentación y la destreza en el ataque verbal son virtudes muy valoradas. Ahí, el que el jefe de gobierno y la oposición se trencen en un fiero duelo televisado en la Cámara de los Comunes es normal.

Hay otros países, como México, donde la situación es distinta. La costumbre del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, de refutar cotidianamente a la prensa se enmarca en una situación trágica. Aquí lo del día a día es matar periodistas. Y quien lo hace, goza de la mayor impunidad del hemisferio occidental para cometer su crimen.

La situación no es nueva. Desde hace décadas México es un país peligroso para ejercer el periodismo. Pero López Obrador asumió el compromiso de acabar -o al menos contener- la violencia generalizada, incluida la que está oprimiendo la libertad de expresión, y eso no está ocurriendo. Salvo un incidente extraordinario, México va a ser el país con más asesinatos de periodistas en 2020.

El problema no debería ser que el presidente dedique parte de su tiempo a polemizar con sus críticos. Sería saludable que nuestra sociedad dejara atrás el infantilismo paternalista y se acostumbrara a debatir con sus gobernantes de tú a tú. Sin embargo, los asesinatos continúan.

En 2017, según los datos de Reporteros Sin Fronteras (RSF), México y Siria fueron los países con mayor número de periodistas asesinados en todo el mundo, con 12 (el informe cuenta 11 en México porque fue presentado el 19 de diciembre y el número 12, Gumaro Pérez, fue asesinado horas después). En ese momento, en Siria los tanques de combate disparaban en las calles, los aviones arrojaban bombas y el gobierno abiertamente condenaba, encarcelaba y torturaba a los periodistas. Todavía lo hace.

Se supone que México es una nación con instituciones funcionando y autoridades que reivindican la libertad de expresión. Y pese a ello, en 2020 nuestro país deja atrás a todos los demás: con siete periodistas asesinados hasta el momento (y uno más, el de Jesús Alfonso Piñuelas, en proceso de evaluación por parte de RSF), tiene casi el doble que Irak, con cuatro. Siria, Pakistán y Honduras cuentan tres cada uno.

Esto no debería estar pasando a días de que el presidente López Obrador cumpla dos años de haber tomado posesión. Está completando la tercera parte de su mandato y, en lugar de que haya señales esperanzadoras, nada indica que esté mejorando la situación.

En solo 12 días, entre el 29 de octubre y el 9 de noviembre, tres familias lloraron a sus periodistas caídos: Arturo Alba Medina fue asesinado de 11 balazos dentro de su automóvil en Ciudad Juárez, Chihuahua, el día 29; el día 2 mataron a Jesús Alfonso Piñuelas en Cajeme, Sonora; e Israel Vázquez Rangel fue asesinado el 9 de noviembre en Salamanca, Guanajuato, cuando cubría el hallazgo de restos humanos.

La última ocasión que sucedió algo similar fue en marzo de 2017, en el gobierno del expresidente Enrique Peña Nieto, cuando en 21 días asesinaron a tres periodistas. También, un equipo de la cadena catarí Al Jazeera fue detenido, interrogado y robado en Sinaloa, y un grupo de siete periodistas mexicanos fue interceptado, violentado, robado, amenazado de muerte y liberado en el estado de Guerrero.

Este noviembre podría ya haber duplicado el número de periodistas asesinados en marzo de hace tres años. Otros cuatro estuvieron a punto de morir: el domingo 15, periodistas de Mazatlán, Sinaloa, se manifestaron poque temían que su compañero Carlos Zataráin, quien había sido secuestrado la noche anterior, fuera asesinado. Por fortuna, fue liberado. También hubo dos periodistas heridos de bala en una protesta en Cancún, Quintana Roo, en la que la Policía municipal disparó. Y en Poza Rica, Veracruz, intentaron asesinar a un reportero del diario Presente, que escapó ileso pero con cuatro balas en el coche que conducía, el miércoles 18.

También este mes, el gremio periodístico de la ciudad de Iguala, Guerrero, recibió una inusual amenaza masiva por medio de mensajes de WhatsApp, en la que les dijeron que si no dejan de informar sobre el crimen organizado, alguien sufrirá una muerte como la de su compañero Pablo Morrugares, asesinado a balazos el 2 de agosto.

Los agresores saben que 99% de los crímenes contra periodistas quedan impunes, los asesinos raramente son condenados y cuando lo son, se trata solo de los ejecutores materiales: quienes ordenan y pagan los crímenes nunca van a juicio.

Esa impunidad es la que provoca la situación en la que estamos. No creo que el hecho de que el presidente dedique parte de su tiempo a polemizar con sus críticos lo ocasione. Tampoco acuso a López Obrador de censura ni de reprimir a los medios, como lo han hecho otros.

En septiembre, un grupo de poder en la cultura lanzó una carta titulada “En defensa de la libertad de expresión”, en la cual se aseguraba que tanto esta como la democracia están amenazadas por el discurso del presidente. Fue redactada por beneficiarios económicos del viejo régimen en el que los gobiernos, de los cuales ellos eran propagandistas, perseguían a la prensa no alineada.

El foco de ese documento son los agravios resentidos por las élites tradicionales de la comunicación, no los periodistas que fueron asesinados, golpeados, amenazados y agredidos durante décadas. Esa carta queda como un manifiesto de hipocresía de quienes jamás se preocuparon por ellos ni se preocupan ahora: no los mencionaron en su misiva, ni siquiera para apoyar su argumento en contra de López Obrador.

No obstante, hay que señalar que un presidente discutidor puede provocar daños graves sin buscarlo, dada la tradición presidencialista de la que no nos hemos despojado y que él mismo alimenta. Pero podríamos empezar a cambiarla entre todos: normalizar el debate, a veces ríspido y humillante. Y reconocer lo que él tanto reivindica: su derecho de réplica. Nuestra sociedad podría procesar las divergencias de manera más sana, con discusiones francas.

Esa es una meta que, mejorando las condiciones de la libertad de expresión, deberíamos proponernos alcanzar. Se podrá empezar a hacerlo cuando los asesinos de los periodistas estén en la cárcel.

 

 

Témoris Grecko es autor de los libros ‘Ayotzinapa. Mentira histórica’ y ‘Killing the Story’, y guionista de los documentales ‘MirarMorir. El Ejército en la noche de Iguala’ y ‘No se mata la verdad’.