El desairado fin de Lava Jato

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Se vendía como la mayor operación anticorrupción del mundo, pero se volvió el mayor escándalo judicial de la historia.

 

Este mes, el grupo de trabajo a cargo de la operación Lava Jato fue disuelto por el procurador general de Brasil. El fin de la operación anticorrupción, cuya acción cambió la historia de Brasil y de América Latina, pudo haber suscitado una reacción encendida: para unos se trata de uno de los pocos esfuerzos contra la impunidad a políticos y empresarios que debe seguir activa y para otros es un ejemplo más de politización de la justicia que nació con severas fallas de origen.

Se esté a favor o en contra de la operación, queda clara una cosa: el tejemaneje entre corrupción y política sigue estando al orden del día. El mismo día1 en el que se anunció la disolución de la operación, Arthur Lira, un político investigado por posibles actos de corrupción, fue electo presidente de la cámara de diputados.

Pero ni en las calles ni en las redes sociales, ninguno de los dos anuncios generó mayor indignación. El inmenso capital político y social acumulado por el Sergio Moro, el célebre juez que inició Lava jato, y los procuradores se ha ido evaporando en los últimos años. Y esto lleva a otra conclusión: En lugar de ayudar a erradicar la corrupción, lograr mayor transparencia en la política y fortalecer la democracia, la famosa operación contribuyó al caos que hoy vive Brasil. Se vendía como la mayor operación anticorrupción del mundo, pero se volvió el mayor escándalo judicial de la historia brasilera.

Su desairado fin nos dice mucho sobre el descredito en el que cayó después de la victoria de Jair Bolsonaro, impulsada en buena medida por la indignación social provocada por el “lavajatismo”. También permite esbozar una reevaluación del legado de la operación y de la manera en la que entrará en los libros de historia, en particular tras la publicación reciente de nuevos diálogos vía Telegram entre Moro y los procuradores, que confirmaron su carácter eminentemente político.

Para defender su obra, los procuradores de Lava Jato han presentado una serie de cifras, que dan muestra del tamaño descomunal de esta operación. En siete años, se libraron 1450 órdenes de aprehensión, 179 acciones penales, 174 condenas de empresarios y políticos del más alto nivel, incluyendo al expresidente Luiz Inácio Lula da Silva. Sin embargo, para conseguirlo, los procuradores cayeron en violaciones al debido proceso sin que por ello la corrupción haya disminuido.

Si bien era conocido desde hace tiempo que Moro había condenado a Lula da Silva por “actos indeterminados” y cargos dudosos, ahora se sabe que fue el propio Moro quien dirigió la construcción de la acusación contra el expresidente, violando el principio jurídico de no ser juez y parte al mismo tiempo.

Cuando los abogados de Lula denunciaron haber sido espiados ilegalmente por la operación Lava Jato, estos últimos aseguraron que se había tratado de un “error”, y hoy es posible confirmar que los procuradores eran informados periódicamente por los agentes de la policía federal a cargo de las interceptaciones telefónicas, con el objetivo de trazar estrategias y obtener la condena de Lula.

Moro se ufanó en sus conferencias de las sumas de dinero recuperadas a favor de las arcas públicas, pero omitió decir que el 50 por ciento del dinero proveniente de las multas impuestas por el Departamento de Justicia de Estados Unidos a Petrobras y Odebrecht tendrían como destino una fundación de derecho privado, cuyos gestores serían los propios miembros de Lava Jato, junto con dirigentes de oenegés. En 2019, la Corte Suprema suspendió la fundación.

Si usamos los criterios del juez Moro para juzgar las acciones del ciudadano Moro, estos diálogos revelan actos ilegales. Ante estas revelaciones, Moro y los procuradores continúan negando la veracidad de los diálogos. El inconveniente de ese argumento es que fue la propia Policía Federal brasileña, bajo las órdenes de Moro, cuando era ministro de Justicia, que llevó a cabo una revisión de los mensajes, y consideró que eran verdaderos.

En 2019, los periodistas de The Intercept recibieron 43,8 gigabytes de datos que originaron más de un centenar de artículos sobre Lava Jato. Hasta ahora, solo 10 por ciento de 7 terabytes han sido analizados, con lo que se espera que sigan apareciendo fallas e ilegalidades en la operación. Pero incluso con ese pequeño porcentaje revisado, los diálogos confirman que esta operación pervirtió la justicia, vulneró el Estado de derecho de Brasil y fue un factor fundamental en la construcción de la distopía que vive el país, con una crisis política exacerbada y con el segundo lugar mundial de más fallecidos por la pandemia.

En 2018, cuando Moro anunció que aceptaría integrar el gabinete de Bolsonaro como su ministro de Justicia y Seguridad Pública, muchos expertos y defensores de la operación quedaron sorprendidos. Tal vez ahora ya no lo estén tanto. Para ambos, el fin justifica los medios.

Y las consecuencias de este contubernio están claras: el Estado de derecho está cada vez más en peligro con el beneplácito de buena parte del establishment político y económico que ayer respaldó ciegamente la operación Lava Jato y hoy apoya la llegada de un político acusado de corrupción a la presidencia de la cámara de diputados, al tiempo que el presidente, desarticula la mayoría de las instituciones de lucha contra la corrupción y el crimen.

Hay, dentro de todo, buenas noticias para Brasil: no todas las instituciones han sido cooptadas. Algunas han denunciado estos atropellos, haciéndose eco de las voces de la sociedad civil que exigen el restablecimiento del Estado de derecho, empezando por la restitución de los derechos políticos de Lula. Es necesario continuar fiscalizando y denunciando estas arbitrariedades y reevaluar de manera crítica el significado de la operación Lava Jato para la justicia y la democracia de Brasil.

Lo anterior no quiere decir que no sea imprescindible la actuación firme de la justicia en contra de la corrupción. Por el contrario, es necesario reforzar los instrumentos para terminar con la relación incestuosa entre el dinero y la política.

 

Gaspard Estrada (@Gaspard_Estrada) es director ejecutivo del Observatorio Político de América Latina y el Caribe (OPALC) de Sciences Po, en París.