¿Por qué las variantes de los virus tienen nombres tan raros?

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Foto: Getty Images

B.1.351 puede sonarle lindo a un epidemiólogo molecular, pero ¿cuál es la alternativa, aparte de los nombres geográficos estigmatizantes?

Esos fueron los encantadores nombres que los científicos propusieron para una nueva variante del coronavirus que se identificó en Sudáfrica. Las enrevesadas cadenas de letras, números y puntos son muy significativas para los científicos que las idearon, pero ¿cómo se supone que los demás estén al día? Incluso la más fácil de recordar, B.1.351, se refiere a un linaje completamente diferente del virus si se omite o se coloca mal un solo punto.

Las convenciones de denominación de los virus estaban bien cuando las variantes seguían siendo temas esotéricos de investigación. Pero ahora son fuente de ansiedad para miles de millones de personas. Necesitan nombres fáciles de pronunciar, sin estigmatizar a las personas o lugares asociados a ellos.

“Lo difícil es encontrar nombres que sean distintos, que sean informativos, que no impliquen referencias geográficas y que sean pronunciables y memorables”, dijo Emma Hodcroft, epidemióloga molecular de la Universidad de Berna, en Suiza. “Parece algo sencillo, pero en realidad es una gran exigencia tratar de transmitir toda esta información”.

La solución, según ella y otros expertos, es idear un sistema único que pueda utilizar todo el mundo, pero vincularlo a los más técnicos en los que se basan los científicos. La Organización Mundial de la Salud ha convocado a un grupo de trabajo de unas cuantas decenas de expertos para idear una forma sencilla y escalable de hacerlo.

“Este nuevo sistema asignará a las variantes preocupantes un nombre que sea fácil de pronunciar y recordar y también minimizará los efectos negativos innecesarios en las naciones, las economías y las personas”, dijo la OMS en un comunicado. “La propuesta de este mecanismo está siendo revisada por socios internos y externos antes de su finalización”.

Según dos miembros del grupo de trabajo, el principal candidato de la OMC hasta ahora es sencillísimo: numerar las variantes en el orden en que fueron identificadas: V1, V2, V3 y así sucesivamente.

“Existen miles y miles de variantes y necesitamos alguna forma de etiquetarlas”, dijo Trevor Bedford, biólogo evolutivo del Centro de Investigación del Cáncer Fred Hutchinson de Seattle y miembro del grupo de trabajo.

Poner nombre a las enfermedades no siempre ha sido tan complicado. La sífilis, por ejemplo, procede de un poema de 1530 en el que un pastor, Syphilus, es maldecido por el dios Apolo. Pero el microscopio compuesto, inventado en torno a 1600, abrió un mundo oculto de microbios, lo que permitió a los científicos empezar a darles nombres según sus formas, dijo Richard Barnett, historiador de la ciencia en Gran Bretaña.

Aun así, el racismo y el imperialismo se infiltraron en los nombres de las enfermedades. En el siglo XIX, cuando el cólera se extendió desde el subcontinente indio a Europa, los periódicos británicos empezaron a llamarlo “cólera indio”, representando la enfermedad como una figura con turbante y túnica.

“Muy a menudo, la denominación puede reflejar y extender un estigma”, dijo Barnett.

En 2015, la O.M.S. publicó las mejores prácticas para nombrar las enfermedades: evitar lugares geográficos o nombres de personas, especies de animales o alimentos, y términos que inciten a un miedo indebido, como “mortal” y “epidemia”.

Los científicos emplean al menos tres sistemas de nomenclatura que compiten entre sí -Gisaid, Pango y Nextstrain-, cada uno de los cuales tiene sentido en su propio mundo.

“No se puede rastrear algo que no se puede nombrar”, afirma Oliver Pybus, biólogo evolutivo de Oxford que ayudó a diseñar el sistema Pango.

Los científicos dan nombre a las variantes cuando los cambios en el genoma coinciden con nuevos brotes, pero solo llaman la atención sobre ellas si hay un cambio en su comportamiento: si se transmiten más fácilmente, por ejemplo (B.1.1.7, la variante observada por primera vez en Gran Bretaña), o si eluden, al menos en parte, la respuesta inmune (B.1.351, la variante detectada en Sudáfrica).

En las letras y dígitos mezclados hay pistas sobre la ascendencia de la variante: La “B.1”, por ejemplo, denota que esas variantes están relacionadas con el brote de Italia de la primavera pasada. (Una vez que la jerarquía de las variantes se vuelve demasiado profunda para dar cabida a otro número y punto, las más nuevas reciben la siguiente letra disponible por orden alfabético).

Pero cuando los científicos anunciaron que una variante llamada B.1.315 -dos dígitos menos que la variante observada por primera vez en Sudáfrica- se estaba propagando en Estados Unidos, el ministro de Sanidad sudafricano “se confundió bastante” entre esa y la B.1.351, dijo Tulio de Oliveira, genetista de la Escuela de Medicina Nelson Mandela de Durban y miembro del grupo de trabajo de la OMS.

“Tenemos que idear un sistema que no solo los biólogos evolutivos puedan entender”, dijo.

Sin alternativas fáciles a la mano, se ha recurrido a llamar a B.1.351 “la variante sudafricana”. Pero de Oliveira rogó a sus colegas que evitasen el término. (No hay que buscar más allá de los orígenes de este mismo virus: llamarlo el “virus de China” o el “virus de Wuhan” alimentó la xenofobia y la agresión contra las personas de origen asiático oriental en todo el mundo).

Los daños potenciales son lo suficientemente graves como para haber disuadido a algunos países de dar a conocer cuando se detecta un nuevo patógeno dentro de sus fronteras. Los nombres geográficos también se quedan rápidamente obsoletos: la B.1.351 se encuentra ahora en 48 países, por lo que llamarla variante sudafricana es absurdo, añadió de Oliveira.

Y esta práctica podría distorsionar la ciencia. No está del todo claro que la variante surgiera en Sudáfrica: se identificó allí en gran parte gracias a la diligencia de los científicos sudafricanos, pero marcarla como la variante de ese país podría inducir a otros investigadores a pasar por alto su posible camino hacia Sudáfrica desde otro país que estuviera secuenciando menos genomas de coronavirus.

En las últimas semanas, proponer un nuevo sistema se ha convertido en una especie de deporte para espectadores. Algunas de las sugerencias para inspirarse en nombres: huracanes, letras griegas, pájaros, nombres de otros animales como ardilla roja u oso hormiguero, y monstruos locales.

Áine O’Toole, estudiante de doctorado de la Universidad de Edimburgo que forma parte del equipo de Pango, sugirió colores para indicar cómo se relacionaban las diferentes constelaciones de mutaciones.

“Podrías acabar con un rosa empolvado o magenta o fucsia”, dijo.

A veces, identificar una nueva variante por su mutación característica puede ser suficiente, especialmente cuando las mutaciones adquieren nombres caprichosos. La primavera pasada, O’Toole y sus colaboradores empezaron a llamar “Doug” a la D614G, una de las primeras mutaciones conocidas.

“No habíamos tenido gran interacción humana”, dijo. “Esta era nuestra idea de humor en el confinamiento número 1”.

Siguieron otros apodos: “Nelly” para la N501Y, un elemento común en muchas de las nuevas variantes preocupantes, y “Eeek” para la E484K, una mutación que se cree que hace que el virus sea menos susceptible a las vacunas.

Pero Eeek ha aparecido en múltiples variantes en todo el mundo simultáneamente, lo que subraya la necesidad de que las variantes tengan nombres distintos.

El sistema de numeración que la OMS está considerando es sencillo. Pero cualquier nuevo nombre tendrá que superar la facilidad y simplicidad de las etiquetas geográficas para el público en general. Y los científicos tendrán que encontrar un equilibrio entre etiquetar una variante con la suficiente rapidez para evitar los nombres geográficos y con la suficiente cautela para no acabar dando nombres a variantes insignificantes.

“Lo que no quiero es un sistema en el que tengamos una larga lista de variantes, todas con nombres de la OMS, pero en realidad solo tres son importantes y las otras 17 no lo son”, dijo Bedford.

Cualquiera que sea el sistema al final, tendrá que ser aceptado por diferentes grupos de científicos y por el público en general.

“A menos que uno de ellos se convierta realmente en una especie de lengua franca, eso hará que las cosas sean más confusas”, dijo Hodcroft. “Si no se consigue algo que la gente pueda decir y teclear con facilidad, y recordar con facilidad, volverán a utilizar el nombre geográfico”.

 

Apoorva Mandavilli es reportera del Times y se enfoca en ciencia y salud global. En 2019 ganó el premio Victor Cohn a la Excelencia en Reportaje sobre Ciencias Médicas. @apoorva_nyc

Benjamin Mueller es corresponsal en el Reino Unido para The New York Times. Fue reportero de temas policiales y de las fuerzas del orden en la sección Metro desde 2014. @benjmueller