Robert Langer (Albany, Nueva York, EE UU, 71 años) se licenció en Ingeniería Química por el prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), pero le costó mucho encontrar un trabajo que le gustase. “Eran los años setenta y solo recibía ofertas de empresas petroleras cuyo mayor problema era mejorar un 0,1% la productividad de los hidrocarburos”, recuerda. Intentó hacerse profesor, pero nadie le quiso. Médico, y tampoco. Al final fue a parar al laboratorio de Judah Folkman, un médico heterodoxo del hospital infantil de Harvard, en Boston, quien tenía una idea que por entonces nadie compraba: si se pudiera frenar el crecimiento de los vasos sanguíneos dentro de un tumor se podría detener el avance del cáncer.
Junto a su mentor, Langer descubrió las moléculas capaces de lograrlo, pero eran demasiado grandes. Conseguir que llegasen a muchos órganos internos era como intentar atravesar un muro de ladrillo caminando. Ambos investigadores recurrieron a unas cápsulas poliméricas, pequeños vehículos que transportaban las moléculas allí donde se necesitaban y paraban el crecimiento del cáncer, tal y como publicaron en Science y Nature. Cuatro décadas después, ese mismo principio perfeccionado en forma de nanopartículas lipídicas está detrás del éxito de las vacunas de ARN contra el coronavirus.
En aquella época la mayoría de los científicos ignoraron estos hallazgos y las empresas no pensaron en desarrollar fármacos basados en este invento hasta muchos años después. Desde entonces Langer decidió crear él las empresas para asegurarse de que sus productos “ayudaban a la gente”. En la actualidad, es uno de los 12 profesores decanos del MIT y el ingeniero químico más citado de la historia. Sus más de 500 patentes generan miles de millones de euros en beneficios. Langer ha creado más de 40 empresas biotecnológicas de éxito.
El investigador acaba de recibir el Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en Biología y Biomedicina junto a Katalin Karikó y Drew Weisman, los otros pioneros de las vacunas de ARN mensajero cuyas ideas también fueron ignoradas por colegas e industria durante años o incluso décadas. El ingeniero estadounidense lo tiene claro: las grandes empresas farmacéuticas no están interesadas en inventos arriesgados que pueden cambiar la historia. Es tarea de los gobiernos financiar a las universidades y los centros de investigación públicos para que hagan “ciencia básica movida por la pura curiosidad”, según explica en una entrevista virtual con EL PAÍS desde su casa en Massachusetts.
Después de su primera experiencia con Folkman, este ingeniero químico hijo del dueño de una licorería y una ama de casa se especializó en inventar nuevas formas de administrar fármacos. El objetivo era llegar a órganos imposibles de alcanzar con las medicinas existentes o reducir la cantidad de pastillas o pinchazos necesarios para tratar a un enfermo. Por ejemplo: ¿sería posible crear una píldora que se quedase en el estómago y que dosificase su carga medicinal durante días, semanas, meses en momentos determinados? Esto sería de gran ayuda para los diabéticos y también para los millones de personas que deben tomar tratamientos antimaláricos.
Del laboratorio de Langer han salido parches implantables contra el glioblastoma cerebral, uno de los peores tumores conocidos, nanopartículas que dosifican fármacos para la próstata o la endometriosis durante meses y la tecnología para fabricar tejidos y regenerar la piel de los grandes quemados.
Langer acaba de entrar en la lista de milmillonarios de la revista Forbes. Gran parte de ese logro se explica por una visita que recibió en 2010 en su despacho del MIT. Era Derrick Rossi, un joven investigador de la Facultad de Medicina de Harvard, quien había leído los estudios de Karikó y fue a contarle el potencial del ARN mensajero para la reprogramación celular. “Después, él y yo junto a Ken Chien y Noubar Afeyan comenzamos a planear la creación de una empresa. Noubar contactó a Stéphan Bancel, a quien yo ya conocía, y le pidió que fuese consejero delegado. De noche, al llegar a casa, le dije a mi mujer: creo que esta será la compañía biotecnológica más importante de la historia”, cuenta Langer sobre el nacimiento de Moderna.
En esta conversación, el veterano investigador describe sus próximos proyectos y especula sobre cómo serán las medicinas del futuro.
Pregunta. Casi nadie creía en ustedes. Ni siquiera las empresas. Es lo mismo que les sucedió unos años después a Karikó y Weissman. ¿Cree que las farmacéuticas son reacias a las ideas importantes pero arriesgadas?
Respuesta. No solo nos rechazó la industria, también nuestros colegas científicos. Mis nueve primeras solicitudes de financiación para estos proyectos fueron denegadas. Una de ellas decía que yo era ingeniero químico y que no tenía ni idea de biología y mucho menos de cáncer, así que no merecía recibir financiación. Creo que las grandes empresas farmacéuticas, y he estado en consejos de muchas de ellas, aborrecen las ideas arriesgadas. Son inherentemente conservadoras. Además, en Estados Unidos al menos, supongo que también en otros países, pueden ser denunciadas y tener que pagar enormes sumas de dinero si sus productos fallan o causan problemas. Pero las empresas pequeñas son menos alérgicas al riesgo. Los grandes descubrimientos en los últimos años salieron de centros de investigación académica, como en mi caso o en el de Karikó, y luego fueron empresas relativamente pequeñas las que tomaron el testigo, como Moderna y BioNTech.
P. ¿Imaginaba el potencial de Moderna cuando la fundó? Es usted milmillonario.
R. Bueno, milmillonario de papel, porque no he vendido ni una sola acción ni pretendo hacerlo, porque creo en el potencial de esta empresa. Además, pienso que vender daría un mensaje equivocado que podrían aprovechar los antivacunas, como si yo no creyese en esto y lo único que me interesara fuera ganar dinero. Yo quiero ver cómo estas vacunas ayudan a la gente.
Fui asesor de Genentech [considerada la primera empresa biotecnológica] durante 30 años. Su negocio se basaba en fabricar proteínas terapéuticas. A Genentech le llevó años construir las instalaciones necesarias para fabricar sus fármacos basados en proteínas. Ya entonces me di cuenta de que los tratamientos basados en ARN mensajero podrían ser mucho mejores y rápidos. Creas el mensaje, lo metes en una nanopartícula para protegerlo y al final es el cuerpo el que fabrica la proteína. Moderna tiene una larga cartera de tratamientos para cáncer, enfermedades coronarias, enfermedades raras, vacunas; y otras compañías también. Todas usan ARN mensajero y nanopartículas. El covid, por supuesto, lo aceleró todo al máximo. Nadie lo habría predicho.
P. ¿Cree que nos harán falta más vacunas para dejar atrás esta pandemia?
R. Me preocupa que el coronavirus no haya dicho aún su última palabra. Aún queda tiempo hasta que acabe la pandemia. Eso no quiere decir que no podamos controlarla mejor. Se pueden hacer mejores dosis de recuerdo, por ejemplo en función de las nuevas variantes. En nuestro laboratorio del MIT, en colaboración con la Fundación Bill y Melinda Gates, estamos trabajando en cosas que podrían ayudar en el futuro, como una vacuna que contiene ya su propia dosis de recuerdo. Aún no está lista para probarse en pacientes, pero la idea es que una sola inyección contenga diferentes tipos de nanopartículas que liberarán su carga en diferentes momentos. También estamos desarrollando parches con microagujas. Son prácticamente tiritas que administrarían ARN mensajero, por ejemplo.
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P. Usted siempre dice que busca ayudar a la gente y cambiar la sociedad con sus inventos. ¿Cuáles son sus principales objetivos actuales?
R. En nuestro laboratorio somos unas 100 personas y tenemos una financiación de unos 17 millones de dólares anuales. Buscamos nuevas nanopartículas que puedan transportar diferentes tipos de ARN o CRISPR [edición genética] hasta el interior de las células. Trabajamos con la Fundación Gates también en esto: encontrar la forma de hacer una pastilla cuyos efectos duren mucho más, de forma que solo haga falta una para dar un tratamiento completo. Nosotros hemos publicado formas de expandir el efecto de un fármaco durante semanas, meses o incluso más. Lyndra, una empresa que fundamos desde nuestro laboratorio, se ha especializado en aplicar esta tecnología a las enfermedades mentales, por ejemplo la esquizofrenia. También podría servir para el alzhéimer. Pero este proyecto comenzó en realidad para la malaria, de forma que puedas tomarte un tratamiento de dos semanas con una sola píldora.
P. ¿Tendría más aplicaciones?
R. Sí, la nutrición. Mucha gente en países en desarrollo no toma suficiente hierro ni vitamina A. También hemos desarrollado nanopartículas que permiten estabilizar esas moléculas para que puedas añadirlas a la masa del pan, a un guiso o a agua hirviendo. Y otra cosa: a los niños no les gusta tomar medicinas. También estamos desarrollando pastillas casi iguales que una gominola para tratar o prevenir enfermedades tropicales.
P. Otro de sus proyectos es dosificar medicamentos por ultrasonido.
R. Sí, hemos conseguido hacer unas pequeñas sondas parecidas a las de la fantasía de Star Trek. Se pueden activar una vez llegan a su órgano de destino con ultrasonidos. También hacemos pequeños dispositivos con pocillos diminutos que cubrimos con un material determinado. De esta forma controlamos cuándo se abren los pocillos para liberar su carga.
P. ¿También crean tejidos artificiales?
R. Empezamos a trabajar en esto hace mucho tiempo. La idea es crear materiales que sirven de andamio para las células de cualquier mamífero. Ahora incluso se pueden usar células madre. Así puedes fabricar cualquier tejido u órgano. Esto ha servido ya para trasplantes de piel en personas con quemaduras graves. Hay ensayos clínicos también para aplicar esta técnica a los vasos sanguíneos, la reconstrucción de la médula espinal o el oído. Además, puedes crear órganos artificiales para hacer experimentos, lo que en teoría podría reducir la cantidad de animales que se emplean en investigación.
P. Y en ocasiones sus inventos dan resultados inesperados, como el crecepelo.
R. Dan Anderson y yo creamos materiales que eran útiles para muchas cosas. Los patentamos. Nuestra idea era tratar ciertas enfermedades. Pero de repente unos inversores nos preguntaron si podrían emplearse también en otras cosas, por ejemplo para hacer pelo. Lo que en realidad teníamos era una especie de librería de compuestos químicos que puedes mezclar para hacer un material determinado. Resultó que una combinación ayudaba a que el pelo tuviese más volumen. Y parece que ahora se usa mucho. La empresa original que lo desarrolló se llama Living Proof y la acaba de comprar la multinacional Unilever. Esa es la belleza de la ciencia. Cuando creas algo totalmente nuevo y no sabes para qué va a servir.
P. ¿Cuánto gana gracias a sus patentes?
R. La verdad es que no lo sé. El MIT se queda con la mayor parte del dinero. Pero no nos dan esos detalles. Sé que algunos años gano cientos de miles de dólares y algún año millones. Lo que me importa de las patentes es que si tienes una idea y la publicas, no significa que eso vaya a ayudar a la gente, que vaya a ser usado para bien. Recuerdo que en los ochenta, justo en la época en la que sacamos ese nuevo invento para administrar moléculas grandes, pasaron literalmente años hasta que las primeras empresas me llamaron para preguntar por estos inventos. Les dije que lo había patentado y pagaron por esas patentes. Aquellas grandes empresas hicieron unos pocos experimentos y acabaron abandonando el tema. Decidí que a partir de ese momento crearía empresas para aplicar los inventos del equipo. Las patentes sirvieron para convencer a la gente de que invirtiera en ellas.
P. ¿Cree que las empresas deberían liberar sus patentes durante la pandemia?
R. Sí. Moderna dijo en octubre de 2020 que mientras haya pandemia, no reclamarían derechos sobre sus patentes. Cualquiera puede usarlas.
P. ¿Cómo cree que serán las medicinas del futuro?
R. Vamos a ver muchos más fármacos basados en la edición genética. También más terapias celulares, como la CAR-T. Habrá mejores formas de administrar estos tratamientos: parches, tiritas con medicinas que pasarán a través de la piel. También las llamadas píldoras robóticas, que básicamente son una pastilla que te tragas y se queda en tu sistema digestivo. Esto podría servir para administrar insulina a los diabéticos para que no tengan que pincharse. Hay muchas posibilidades de mejora.
P. Su laboratorio dentro del MIT es por tamaño y financiación similar a centros de investigación pública punteros de España. Nuestro país lleva décadas intentando salir del vagón de cola de la ciencia y la innovación en Europa ¿Si el presidente del Gobierno o el directivo de una gran empresa le pidiera consejo de cómo hacerlo, qué le diría?
R. Es algo que me han preguntado algunos gobernantes. Lo primero es tener una educación excepcional. Tener buenas universidades. Si pensamos en Estados Unidos, los dos grandes centros de innovación están en Cambridge, Massachusetts, en torno al MIT y Harvard, y en Palo Alto, donde están Stanford, Berkeley y la Universidad de California en San Francisco. Hay que dar mucho dinero a las universidades para que hagan experimentos arriesgados; investigación básica movida solo por la curiosidad. Lo segundo es mejorar la normativa fiscal de forma que cuando haces una inversión en investigación no pagues tantos impuestos, que la invención esté premiada de esa forma. Lo mismo sucede con la filantropía: que los mecenas de universidades y centros de investigación paguen menos impuestos.