La vida de la escritora francesa Annie Ernaux está llena de momentos decisivos: el día en que su padre quiso matar a su madre, su aborto clandestino, la relación que mantuvo con un hombre 30 años más joven, el cáncer de mama y un etcétera considerable. Sería difícil determinar cuál de esas experiencias suma más peso específico en el conjunto de su biografía. Su obra, en cambio, sí cuenta con un instante central.
Después de publicar tres novelas de autoficción entre 1974 y 1981, dio un giro radical hacia la crónica autobiográfica. El crítico y novelista Serge Doubrovsky acuñó el término “autoficción” en 1977. Y en aquellos años Ernaux tomó la decisión de dejar de disfrazarse y de tergiversar las historias y comenzó a enfrentarse a rostro descubierto con su propia vida. El resultado de ese nuevo pacto con los materiales vitales y literarios fue El lugar (1984), que mereció el Premio Renaudot. 18 libros más tarde, todos ellos fieles a esa decisión tomada al cumplir los 40 años, hoy le han dado el Premio Nobel de Literatura.
Además de por su voluntad inflexible de explorar y diseccionar las escenas cruciales de su existencia, su obra se caracteriza por la economía de medios: la autora de La mujer helada nos conduce a epifanías sutiles a través de la frialdad de su prosa. También es un rasgo destacable de sus disecciones un altísimo grado de autoconciencia. Al igual que en otros grandes maestros franceses de su generación como Pascal Quignard o Jean-Luc Godard, la escritura del proyecto que estamos leyendo forma parte del mismo texto. Como dice otra escritora que también merece el Nobel, la poeta canadiense Anne Carson: “Esa es la apariencia de la verdad: en capas y elusiva”.
En el origen de sus libros están las agendas y los diarios que llevó durante los días más oscuros del pasado y que pueden volverse importantes en cualquier momento. Porque la escritura de los libros no se da en orden cronológico respecto a la biografía, sino en forma de intempestivo zapping temporal. En 1989 publicó Una mujer, donde cuenta la muerte de su madre —la persona que más le ha influido, para bien y sobre todo para mal, es decir, para bien de un modo perverso— y, en 2016, Memoria de chica, donde relata con crudeza cómo perdió la virginidad en un campamento de verano con un jefe de monitores que cambiaba cada día de compañera de cama.
“Una semana después, Kennedy moría asesinado en Dallas”, escribió en El acontecimiento. Y añadió: “Pero ese tipo de cosas ya no podía interesarme”. La causa concreta es su inesperado embarazo y la decisión de interrumpirlo, pero el comentario se puede extrapolar. Lo que le interesa a Ernaux es la política del cuerpo, de la intimidad, de la fricción entre el individuo y sus parejas, sus padres, su comunidad. La micropolítica. Su escritura sin anestesia penetra como una punción lumbar en la niña, la adolescente, la joven que fue. Y contrapuntea el relato de la vivencia con apuntes que revelan la sociología, la reflexión teórica acerca de las costumbres o las leyes que envuelven los actos individuales como hacen con las venas o los músculos los estratos de la epidermis. Todo cuerpo humano es una célula porosa del cuerpo social.
En el siglo XXI, que está siendo el siglo del feminismo, del documental, del selfi, del yo, la obra de Ernaux ha encontrado su contexto de recepción ideal. Aunque Emmanuel Carrère haya escrito más sobre Philip K. Dick o Truman Capote, Ernaux tal vez sea su gran maestra. El autor de El adversario imitó su gesto al abandonar la ficción en el año 2000 y consagrarse al cultivo de una prosa autobiográfica que también explora obsesivamente su propia psicología en tensión con el cuerpo. La han leído también autoras iberoamericanas poéticas y políticas como Gabriela Wiener, Margarita García Robayo, Sabina Urraca o Andrea Abreu, porque en muchos de los temas que ha tratado y en su valentía estética para acometerlos se puede considerar una pionera.
El Premio Nobel llega después de su consagración europea con Los años que, tras ganar varios premios en Francia en 2008, se alzó también con el Strega de Italia ocho años más tarde. En 2019 ganó el galardón de la Academia de Berlín y el Formentor en España. En nuestro idioma su editorial es la exquisita Cabaret Voltaire, que publica a otro autor descarnado y autobiográfico, Mohammed Chukri. El Nobel de Ernaux se puede interpretar como antitético y no obstante complementario del que ganó en 2015 la escritora bielorrusa Svetlana Aleksiévich: el relato autorreferencial y ensimismado se refleja en el periodismo narrativo y la historia oral como en un espejo negro. Y, finalmente, la no ficción es bendecida como gran literatura.
La Academia Sueca sigue alimentando, no obstante, una gran ficción: que Europa es la región más importante de la literatura mundial y que en inglés y en francés se producen sus obras más determinantes. Incluso cuando premia a autores de otras latitudes, como Abdulrazak Gurnah el año pasado, descubrimos que han hecho su carrera en el Viejo Continente. Pero con Ernaux la nómina del premio Nobel de literatura no sólo añade una gran escritora, también a alguien que ha examinado sin piedad el patriarcado y su propia identidad. Su obra nos recuerda que las ficciones se pueden combatir con la memoria, con los hechos y asumiendo un gesto, una decisión, un discurso hasta sus últimas consecuencias.
Jorge Carrión es escritor y crítico cultural.