El problema con las imágenes de moda que consumimos a diario en revistas y publicidades es que, a la vez que nos hacen desear el producto que patrocinan, hacen que nuestros impulsos se vean seducidos por el cuerpo que porta ese objeto en la imagen. No solo compramos la cartera, compramos nuestra hambre de parecernos a ese modélico cuerpo que la porta. Esa homologación que, como lo explica el crítico francés Roland Barthes, con el amparo del capitalismo hemos hecho por décadas del “cuerpo como una cosa” que se publicita, al igual que los elegantes tacones en los que camina, es lo que a mi manera de ver hace tan problemática la más reciente campaña de Balenciaga, que ha alentado una avalancha de críticas en redes y de la que ya se han retirado todos sus avisos.
Poner a diferentes niños (no mayores de cuatro años) a posar abrazando una cartera afelpada de un teddy bear vestido con todo tipo de referencias bondage: candados en el cuello, latex negro, arneses y mallas, ordenadamente puestos en medio de un set en donde se despliegan esposas, velas y cintas adhesivas hace que sea muy difuso reconocer cuál es el objeto del deseo de esa imagen. Hace que surjan incómodas e infortunadas cuestiones: ¿El anhelo por ese bolso pasa por el anhelo del cuerpo del infante que tiernamente lo abraza? ¿Por qué es el cuerpo de un niño el que se engrana en un andamiaje de sadomasoquismo? ¿Por qué si un niño no tiene plena agencia sobre su cuerpo, se le está exponiendo para atraer la mirada sobre un producto que a todas luces usarán y desearán personas adultas y no niños?
Al hacer esta desatinada apuesta, que le ha valido a la marca salir a expresar sentidas excusas públicas e incluso anticipar una investigación judicial, Balenciaga no solo ha desconocido algo esencial de cómo funciona el sistema de la moda y su imperio de imágenes. Ha desafiado y pasado por alto uno de los acuerdos más esenciales que, como sociedad, hemos pactado desde principios del siglo XX (1924): el de proteger a las niñas y niños y ver, representar y entender sus cuerpos como despojados de todo deseo.
Hemos convenido como sociedad, después de un largo trecho en la búsqueda de los derechos de las infancias, que cualquier tipo de acercamiento sexual con un menor de edad es un delito y viola su derecho a una vida libre de violencia y a la integridad personal. Pero si un niño se muestra, con o sin intención, en un aviso publicitario legítimo y de masiva difusión como un objeto de deseo, o como agente activo en un universo sexualizado, ¿no sugiere esa imagen que colectivamente nos damos permiso de desear ese cuerpo?
Cómo ver las imágenes de Balenciaga y no pensar en las cifras escandalosas que dicen que, por ejemplo, de enero a agosto de 2022 se atendieron 13,879 casos de presunto delito sexual en niños, niñas y adolescentes en Colombia. O las cifras del Fondo de Población de las Naciones Unidas que indican que, en América Latina y el Caribe, un millón y medio de adolescentes de entre 15 y 19 años dan a luz cada año. Si no nos escandalizamos con estas imágenes canónicas, que están a todas luces lejos de ser inocentes o inocuas, cómo vamos a increpar a países como México para que deje de ser el primer país del mundo en abuso sexual de menores.
La idea de que el cuerpo de las niñas y niños no se puede desear, a pesar de que parece una premisa sensata y necesaria para todos hoy en día, fue una idea en torno a la cual no se comulgó durante siglos. Como sugiere el historiador Lloyd deMause “la historia de la infancia es una pesadilla de la que hemos empezado a despertar hace muy poco. Cuanto más se retrocede en el pasado, más bajo es el nivel de la puericultura y más expuestos están los niños a la muerte violenta, al abandono, los golpes, al temor y a los abusos sexuales”.
Para ceñirnos al terreno de la moda, hasta el siglo XVII no existió nada que pudiera ser llamado ropa infantil. Las niñas, que eran vistas como adultas en menor escala, se vistieron, como es fácil de ver en el cuadro de “Las meninas”, de Velásquez, como pequeñas damiselas que llevaban, igual que sus cuidadoras, escotes, encajes, ampulosidades en sus caderas aún no desarrolladas e incluso incómodos corsés para afinar una cintura que solo iba a hacerse evidente unos años después, en la pubertad.
Los niños, por su parte, tenían importantes rituales para dejar las túnicas en forma de vestidos atrás y empezar a usar unas medias largas conocidas como breeches, mallas que acentuaban la “virilidad” y libertad de sus piernas.
Históricamente, las ropas de los menores trabajaron así como una máquina para mandar un mensaje claro: esos cuerpos se podían considerar adultos, se podían desear, se podían casar y se podían acceder sexualmente. De hecho, los padres vestían a los niños como adultos porque querían deshacerse de ellos lo más pronto posible, ya fuera mandándoles a los cinco años a trabajar o buscándoles una pareja con la que se casaran.
Pero en el siglo XIX, con novelas como Oliver Twist (1838), de Charles Dickens, en donde se desveló descarnadamente la situación de pobreza y abandono de las infancias, además de otras iniciativas legales desde Francia —ya desde 1841, las leyes francesas habían comenzado a proteger a los niños en su lugar de trabajo y desde 1881 incluyeron el derecho de los niños a la educación—, empieza a surgir una necesidad colectiva de sacar a los niños de las fábricas, de darles derechos de protección y cobijo, de vestirlos como niños —sin resaltar su silueta y más bien velar por su comodidad— y de prohibir que sus cuerpos siguieran siendo sexualizados.
Las polémicas imágenes de Balenciaga fueron creadas bajo la impronta del fotoreportero Gabriele Galimberti, quien durante 18 meses viajó por diferentes países fotografiando a manera de reportaje a niños de todo el mundo con sus juguetes.
Cuando se ven sus imágenes con su ánimo periodístico, de registro, de mostrar la realidad de esos pequeños, la serie “Toy Story” se convierte en un interesante y bello documento. Cuando esa misma idea se extrapola a la moda y, en lugar de poner a un pequeño con sus juguetes, se ponen los objetos que algún creativo quiso ligar a la nueva cartera de turno de Balenciaga, se comete un error. En la primera imagen, el niño está en su universo. En la imagen publicitaria de moda, el niño está en el centro de un universo de deseo del que es ajeno y del que termina siendo el protagonista solo para vendernos algo. No, no le vamos a dar esa licencia a la moda, que todo lo banaliza.
Angélica Gallón es una periodista cultural especializada en darles miradas semióticas al vestido. Por más de una década ha dictado la clase magistral ‘Moda para incomodar la política detrás del vestido’.