Biografia: Werner Herzog

Por Luis Pablo Beauregard | El País
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Werner Herzog, director de cine
Foto: masterclass.com

El cineasta alemán dice “no veo demasiados hombres como yo alrededor. Todos tienen problemas. Soy un bastardo con mucha suerte”.

Mucho de la vida de Herzog desafía el chequeo de datos. Fue soldador antes de comenzar a hacer cine. En 1980 se comió su zapato, guisado en grasa de pato, ajo y hierbas, después de afirmar que su protegido, el documentalista Errol Morris, no terminaría su ópera prima, Gates of Heaven. Dice no soñar y afirma haber terminado en solo 38 días Grizzly Man (2004), el retrato de Timothy Treadwell, un amante de la naturaleza y los osos que ocupa un lugar especial en el vasto retrato de perdedores que componen el catálogo de su obra.

Antes de rodar su primera película, Señales de vida (1967), Herzog visitó Estados Unidos con una beca. Su visa venció y cruzó a México en 1964 por la frontera de Texas para evitarse problemas con las autoridades de migración y ganarse unos dólares. Sin saber montar a caballo, encontró trabajó en rodeos de la ciudad fronteriza de Reynosa, en Tamaulipas. “Necesitaban un payaso de rodeo y montaba toros salvajes o novillos”, cuenta el director. “Era como ir en un coche a 200 kilómetros por hora. Cada vez terminaba herido. Una vez un toro me lanzó contra un muro de piedra. Fue el fin de la diversión”, recuerda. Pronto encontró otro trabajo pasando cosas del gabacho, como llaman en México a Estados Unidos, para los rancheros ricos: aparatos electrónicos y revólveres de plata con cachas de madre perla.

Los rancheros lo llamaban El Alemán porque no podían decir Werner. Él los corregía pidiendo que en realidad debían decirle El Alamein, una broma difícil de pillar en un punto perdido de la frontera. “Tuve que explicar que era un campo de batalla al norte de África que, junto con Stalingrado, provocó una gigantesca derrota a las tropas alemanas. Y como siempre he sido un perdedor —y me veía ridículo porque necesitaban un payaso—, pues fue un papel que interpreté gustoso”.

“Me gustaría destacar dos ideas de Mijaíl Gorbachov, con quien hice una película (Conociendo a Gorbachov, 2018). Habló amargamente de todas las oportunidades perdidas entre Occidente y Rusia después de la desintegración de la Unión Soviética. ¡Tantas oportunidades perdidas! Segundo, repetía que sin seguridad para Rusia no habrá seguridad para Europa. Es una idea con visión de futuro”.

Herzog dice que tenía dos años y medio, aproximadamente. Su madre los llevó a él y a su hermano a ver los restos del bombardeo de Rosenheim, la ciudad de Hermann Göring, a unos 45 kilómetros de donde vivían. “Era el fuego a distancia, la ciudad en llamas, bombardeada hasta ser borrada. Recuerdo ver una pulsión amarilla, roja y naranja sobre el cielo que tenía estos colores. Está incrustado en mi memoria. Era algo que inquietaba, algo terrible. Ni siquiera conocía Rosenheim ni entendía qué era una guerra, pero sabía que estaba siendo testigo de algo muy muy muy importante, aunque desconocido”, señala.

Nuevamente hay una guerra en Europa, un tema que Herzog prefiere no entrar en detalle. La charla, transcurre en los primeros días de la ofensiva del régimen de Vladímir Putin en Ucrania. El cineasta alemán, quien lleva décadas en Estados Unidos, prefiere ser cauto. “Me gustaría destacar dos ideas de Mijaíl Gorbachov, con quien hice una película (Conociendo a Gorbachov, 2018). Habló amargamente de todas las oportunidades perdidas entre Occidente y Rusia después de la desintegración de la Unión Soviética. ¡Tantas oportunidades perdidas! Segundo, repetía que sin seguridad para Rusia no habrá seguridad para Europa. Es una idea con visión de futuro”, afirma el director.

Herzog es lo más parecido a un Humboldt del cine. Rodó en la Antártida, montó óperas en Tokio, estuvo apresado en el Congo, escribió libros de poesía y ha estado, al mismo tiempo, amenazado de muerte por la derecha alemana y tildado de fascista por la izquierda después del estreno de la genial, cómica y cruel También los enanos empezaron pequeños (1970), filmada en Lanzarote con un elenco compuesto por enanos. La polémica provocada por esta película lo convirtió durante años en uno de los directores más controvertidos. Sus detractores visitaron incluso tiempo después el rodaje de Fitzcarraldo (1982), en la selva peruana, para alertar a la prensa local y a sus simpatizantes de que el director estaba convirtiendo en un campo de concentración una producción famosa por múltiples contratiempos. La bienvenida a la legendaria locación la daba un cartel que decía “película o muerte”.

“Contar una historia es cargar a una audiencia en tus brazos y llevarla”, afirma el director. “Es lo que hago en La cueva de los sueños olvidados, que termina con cocodrilos albinos mutantes y poco tiene que ver con pinturas rupestres. Propongo un salvaje estallido de fantasía y llevo a la audiencia al reino de sueño y poesía. Y lo aman. Eso es lo que hago”.

klaus Kinsky y Werner Herzog

Werner Herzog y klaus Kinsky

El hombre que hizo mover sobre una montaña un barco de 350 toneladas para poder completar una cinta sobre Brian Sweeney Fitzgerald, protagonizado por Klaus Kinski, quien soñaba con abrir una casa de ópera en medio de la Amazonía para que cantara en ella Enrico Caruso. A pesar de anécdotas como esta, Herzog se considera un director que puede tomar un “no” como respuesta. Tiene incluso “un par” de películas imposibles para las que no pudo encontrar dinero (una de ellas sobre la conquista).

“Contar una historia es cargar a una audiencia en tus brazos y llevarla”

“No gasto 20 años tratando de conseguir el dinero porque en ese tiempo he hecho 35 películas y he escrito varias más”, observa el cineasta, que ha aprendido a trabajar con límites. “Siempre los habrá, los tienen incluso Spielberg y Coppola. Extrañamente, se quejan. Yo no formo parte de la cultura de la queja. Es lo que le digo a todo el mundo, que deben abandonarla. Hay que arremangarse y hacer las cosas”, afirma.

Durante la pandemia, Herzog terminó dos películas y prepara una tercera. También escribió dos libros. Cada uno para sí y Dios contra todos, que será publicado próximamente, es una escueta autobiografía de solo 100 páginas que resume su visión. El otro, El Crepúsculo del mundo, ha sido publicado recientemente por Blackie Books. Es un relato sobre Hiroo Onada, un soldado japonés destacado en la remota isla filipina de Lúbang junto a otros tres militares durante la Segunda Guerra Mundial, quien se negó a creer que el conflicto terminó en 1945 y siguió luchando contra el enemigo durante 30 años más. La historia encaja en el perfil de personajes por el que el cineasta siente debilidad. Herzog la cuenta dotándola de un realismo misterioso que tiene momentos filosóficos, ironía y sentido del humor.

Para poder narrar esta historia, debió vivir un momento humillante. En un viaje a Japón a finales de los noventa, el director finalizaba el montaje de una ópera de un compositor local. Este llegó una noche a una reunión acompañado de colaboradores de la producción. Estaba emocionado porque el emperador Akihito había dado señales de que le gustaría recibirlo en una audiencia privada. Herzog dijo “no” porque no sabría cómo conducirse en un encuentro marcado por el protocolo. “Nunca debí haber dicho eso. Todos se congelaron. Se transformaron en estatuas de sal que evitaban mi mirada. Después de un largo, larguísimo silencio se escuchó una voz: ‘¿A quién le gustaría conocer en Japón si no es al emperador?’. Y dije Onoda”, recuerda.

A la semana siguiente, conoció al soldado, quien murió en Tokio en 2014. La jungla fue uno de los primeros temas de conversación, un elemento que los unió casi de inmediato. “Hablamos de su cualidad febril y de la ausencia del tiempo. Él pensaba en el tiempo. El presente no existe, es algo extraño que no tenemos en cuenta. Lo único que existe es pasado y futuro. Todo lo que está en medio es una elaboración. Onoda, siempre consciente de esto, deconstruía su propia realidad, su propia guerra. Es algo trágico, tiene algo de ficticio y es profundamente humano”, recuerda Herzog.

Hiroo Onada

Getty Images

Onoda incorporaba cada detalle que observaba en su relato. Cuando veía aviones volando sobre su cabeza, en 1950, él pensaba que era el mismo conflicto, pero era ya la guerra de Corea. Siete u ocho años después, los buques militares que observaba desde su isla iban a Vietnam. En su lógica, el teatro de la guerra se había movido al oeste. Aunque la cifra es objeto de disputa, Onoda es responsable de unas 30 muertes, principalmente de campesinos de la isla. Sin embargo, fue tratado con reverencia por los gobiernos de Filipinas y de Japón. “Ninguno de los dos países quiso hurgar demasiado en las heridas, era más importante la reconciliación”, señala el cineasta.

La historia de Onoda se toca con su primer largometraje, Signos de vida, sobre un militar que se acuartela en un pequeño fuerte en la Segunda Guerra Mundial y se vuelve loco. Herzog afirma que las coincidencias son solo superficiales, pero su ópera prima partió de una escena que vio a los 16 años y le hizo pensar que había enloquecido: “Un valle con 10.000 molinos de irrigación. A mi abuelo lo conocí cuando se había desquiciado, así que lo único que pude pensar de joven fue: ‘Es muy pronto, no puedo enloquecer tan joven. Es impensable lo que estoy viendo”. La imagen se quedó con él durante varios años y la conectó tiempo después con la historia del paracaidista Stroszek, quien llega a la isla con su esposa y dos soldados.

“El presente no existe, es algo extraño que no tenemos en cuenta. Lo único que existe es pasado y futuro. Todo lo que está en medio es una elaboración. Onoda, siempre consciente de esto, deconstruía su propia realidad, su propia guerra. Es algo trágico, tiene algo de ficticio y es profundamente humano”.

Onoda se rindió finalmente en 1974. Ese mismo año, Herzog caminó de Múnich a París como un peregrinaje por su amiga Lotte Eisner, crítica de cine y fundadora de la Cinemateca francesa, quien estaba enferma (y vivió una década más). El japonés y el alemán vivían en lugares opuestos del planeta una experiencia solitaria. “El mundo se le revela a quien viaja a pie”, asegura Herzog en lo que llama uno de sus lemas de vida. “Por supuesto, casi nadie viaja de esta forma. Aquella caminata tuvo un profundo significado porque quería prevenir la muerte de mi mentora”, añade, aunque se ve obligado a explicar que no hace senderismo ni camina con una mochila por la espalda. “Eso es para esotéricos, para aquellos que abrazan los árboles”, sentencia a pesar de estar vestido con un chándal de montañista para bajas temperaturas.

Herzog habla de su vida y su productivo periodo sentado en el hotel Four Seasons de Los Ángeles, la ciudad en la que vive desde hace 23 años, un detalle que podría ser una excentricidad que contradice a su personaje, pero que defiende. “La ciudad no es solo el brillo y glamour de Hollywood. Las tendencias más importantes que han dado forma a nuestro mundo en los últimos 50 años salieron de aquí. Internet, por ejemplo. Cohetes reutilizables están siendo construidos en la ciudad, no en un paraje lejano de Wyoming. Los estudios de aerobics también se originaron aquí junto a otras estupideces como las sectas”, enumera Herzog. Presume también de no haber metido nunca un pie al mar en dos décadas, desde que se mudó a Los Ángeles desde San Francisco.

A punto de cumplir 80 años, no disminuye de velocidad ni de vitalidad. Al aproximarse a esta edad percibe una capacidad “más intensa para producir”. “Estoy trabajando en cosas nuevas, entre estas, un largometraje en África”, adelanta. Todo esto, indica, sin ritmos frenéticos. “Duermo muchas horas, leo mucho y nunca voy a fiestas”, detalla. Herzog detesta la fama. “Me gustaría, si fuera posible, permanecer en el anonimato. No es sana para ningún ser humano”, confiesa un cineasta de culto que ha aparecido en Los Simpson, ha salvado la vida a Joaquin Phoenix antes de que ganara el Oscar (el momento fue capturado en un corto animado). También ha interpretado a villanos, cosa que presume hacer con mucha facilidad, en Jack Reacher, un thriller protagonizado por Tom Cruise, y en El mandaloriano, de Disney. El director recuerda el estreno de la historia sobre Boba Fett, uno de los personajes de Star Wars, que se hizo con uno de los clubes de fanáticos del universo de George Lucas. “Cuando salieron los créditos y mi nombre apareció, nunca había experimentado algo así en mi vida. Unos 1.500 jóvenes gritando con júbilo. Es inimaginable. ¡De alguna forma sabían de mí!”, se ríe con sorpresa.

Ha guiado (repudia el término enseñar) a decenas de cineastas y documentalistas de todo el mundo, a quienes llama colegas, en una academia itinerante llamada Rogue Film School. A pesar de la notable influencia que ejerce, rechaza la etiqueta de genio o autor. Prefiere ser llamado “un buen soldado del cine”. “No en términos militares…, hablo de mantener un puesto de avanzada con un pendón que significa lealtad, coraje y sentido de responsabilidad, cualidades importantes con las que trato de vivir. Tengo credibilidad porque las respaldo con 70 películas”, señala.

Una de sus principales lecciones a los colegas de la escuela, además de cómo falsificar permisos de filmación en lugares públicos, era transmitirles la importancia de la soledad. Esto puede sonar contradictorio para un oficio tan gregario, pero el cineasta cree que solo “tolerarla como una profunda fuente de existencia te permite conectar de forma significativa con los demás”.

Herzog encuentra en la escritura un nutriente a su soledad. “Mi obra escrita vivirá más que mi cine. Puede que me equivoque, pero no importa. Casi todos los guiones han sido escritos por mí, historias inventadas por mí con un profundo sentido poético”. Esto, aclara, sin ser un ser solitario. Su hermano más joven trabaja produciendo películas para él. Lleva 27 años casado con su esposa, Lena. Tiene hijos. “No veo demasiados hombres como yo alrededor. Todos tienen problemas. Soy un bastardo con mucha suerte”.