China, un paradójico imperio cultural

Por Jorge Carrión | The New York Times
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Bibliotecas chinas

La película On the basis of sex cuenta cómo Ruth Bader Ginsburg ganó el caso que la conduciría a ser nombrada —años después— jueza de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos. En ese correcto biopic nada llama tanto la atención como el logo, en los títulos de crédito finales, de Alibaba Pictures, la gran empresa de comercio electrónico de China. El “Amazon” de una autocracia sin libertad de expresión coprodujo y distribuyó internacionalmente ese alegato en favor de la igualdad y de la democracia.

La paradoja resume con elocuencia la esquizofrenia que experimenta la expansión cultural del nuevo imperio. La política oficial intenta reforzar y actualizar la cultura autóctona y los principios del Partido Comunista de China (PCC), aunando los valores tradicionales con las tecnologías de última generación, garantizando el acceso a cientos de millones de sus ciudadanos tanto a bibliotecas, librerías y museos como a la conexión 5G. Pero el apoyo absoluto al desarrollo tecnológico ha llevado a la existencia de grandes plataformas que —para competir con Amazon o con Facebook— producen contenidos indistinguibles de los norteamericanos.

Durante los ocho años de la presidencia de Xi Jinping, cuando el país ha decidido reivindicar con todas sus consecuencias el sentido de su nombre (Nación del centro), se han diseñado poderosos planes de soft power tanto físico como digital. El problema es que el nacionalismo y el autoritarismo chocan frontalmente con la globalización: las principales corporaciones tecnológicas chinas —como Baidu, Tencent o la propia Alibaba— tienen sedes e intereses en el extranjero. Eso produce una gran contradicción: hacia el interior del país el proyecto oficial de cultura crece en consonancia con principios acordes con los del confucianismo y los del PCC (como la búsqueda del bien común); mientras que fuera de sus fronteras sus grandes marcas propagan los valores del capitalismo de plataformas, como la viralidad y el lucro.

Para ser la gran potencia industrial del mundo, China se ve en la necesidad de formar a su nueva élite intelectual. La inversión en desarrollo educativo y en investigación está siendo superlativa. No me refiero solamente a escuelas primarias, supercomputadoras, programas de investigación en robótica, macrolaboratorios o centros universitarios. Al mismo tiempo que extremaba sus mecanismos de control y represión, el PCC promovía una atmósfera favorable para la curiosidad y la formación en muchas de las ciudades del país.

A causa de la pandemia cerraron cerca de 1500 librerías en China, pero a principios de 2021 habían abierto unas 4000. La política del Estado las respalda, como hace con los planes regionales para erigir bibliotecas megalómanas, borgeanas. Es posible que ningún otro país haya inaugurado tantos espacios librescos en lo que va de siglo. Ni museos tan gigantescos como el Astronómico de Shanghái, que acaba de abrir al público sus cerca de 40.000 metros cuadrados consagrados al universo. Cada dos días se inaugura un museo en China de acceso gratuito.

En El gran sueño de China, Claudio F. González ha llamado “tecnosocialismo” al plan que el presidente Xi Jinping ha impuesto al partido y al país. No se trata de asumir el liderazgo mundial, sino de convertirse en “la economía más poderosa e influyente”, basada en la intervención en dos espacios paralelos: “un mercado interior y un mercado internacional con mecanismos de creación de valor diferentes”. Pero el valor nunca es solamente económico: también es cultural. De modo que China está generando no solo dos economías, sino también dos culturas simultáneas. El gobierno controla la que se encuentra físicamente radicada en su territorio y se expresa en su idioma. Pero tiene problemas con la que se comunica fuera de sus fronteras en código y en inglés.

La existencia de dos versiones de la misma red social, ByteDance para China y TikTok para el resto del mundo, ilustra la dimensión de ese otro proyecto, paralelo al oficial. Hace un año TikTok anunció que fichaba como director general a Kevin Mayer, quien había liderado Disney+. El movimiento dejó claro que la gran red social china se ve a sí misma como una plataforma de contenidos capaz de competir con cualquiera de los conglomerados mediáticos norteamericanos. Pero no puede hacerlo sin el beneplácito de Pekín. Ahora, tras las advertencias del PCC, la empresa ha decidido suspender sus planes de salida a la Bolsa en Wall Street.

Durante esta década la relevancia del imperio en ciernes va a ser cada vez mayor, pero su influencia cultural va a estar lastrada por esa tensión entre dos sistemas simbólicos difícilmente reconciliables: el que dicta su cúpula política y el que crea su élite económica. Mal que le pese al gobierno, las marcas globales de la cultura china son Alibaba y TikTok, no el Instituto Confucio (el equivalente del Instituto Cervantes o del Goethe Institut).

Los países occidentales de naturaleza democrática deberían aprovechar esa bipolaridad. Seguir impulsando la libertad de expresión, a su clase creativa y a sus industrias culturales para que sus agentes exploren esas regiones del saber y del arte que están vedadas para quienes sufren la censura. No en vano, uno de los grandes fenómenos narrativos y artísticos de los últimos años, las series de televisión, se ha caracterizado por diseccionar —desde The Wire hasta Borgen o Gomorra— la dimensión más oscura de nuestras democracias. Será todavía más importante defender ese imaginario de la libertad crítica cuando China empiece a influir en serio en vastas regiones del planeta.

Pero no hay que infravalorar al país que quizá pronto tenga las mejores universidades del mundo. Tenemos que estudiar a China como durante décadas hemos estudiado a Estados Unidos: como una cultura innovadora e importante, que marca tendencia. Si han decidido liderar la carrera hacia el internet de las cosas y la inteligencia artificial es porque no hay duda de que en esos campos nos jugamos el futuro. Y si están construyendo grandes museos y bibliotecas es porque creen que la información y al arte digitales ostentan más influencia y sentido si descansan sobre arquitecturas físicas del conocimiento que si lo hacen solo en la Nube.

La crítica cultural de hoy tiene que leer, escanear, interpretar a China. Su gobierno está perfeccionando brutalmente su distopía. Y está convencido de que el siglo XXI les pertenecerá. Según Xi Jinping, en 2035 será una potencia tecnológicamente autosuficiente y la más innovadora del mundo. Y, según La Tierra errante —la primera superproducción china de ciencia ficción, que adapta una novela de Liu Cixin—, en 2061 el planeta será salvado de su total destrucción por científicos y soldados de ese país. Se puede ver, por cierto, en Netflix.

 

Jorge Carrión (@jorgecarrion21) es escritor y director del máster en Creación Literaria de la UPF-BSM. Sus últimos libros publicados son Contra Amazon y Lo viral. Es el autor del pódcast Solaris, ensayos sonoros.