El triunfo del carro de la muerte

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Luisa Fernanda Siles, Premio Nacional de Novela, en exclusiva para dat0s expresa su visión sobre el particular momento que atraviesa el planeta y Bolivia.

 

Precedido por aterradoras imágenes de personas cayendo desfallecidas en las calles de Wuhan, y poniendo al mundo en situación de emergencia, en el mes de marzo de este año llegó el primer caso Coronavirus al país.

De ser amos y señores del planeta azul y disfrutar de sus bondades sin restricción, de la noche a la mañana, la naturaleza nos da la espalda, nos confina en nuestros hogares, con la premisa que la mejor protección contra el SARS-CoV-2 es la distancia entre congéneres, mientras los científicos, azorados, buscan la cura. Para hacer frente al peor de los enemigos hay que estar al tanto de sus debilidades, o por lo menos, conocerle el aliento, descubrirle el talón de Aquilessi lo tiene-. Desafiar lo desconocido es aterrador.

La paranoia de dónde apoyar las manos, mantener vitaminado el cuerpo, bañarse en alcohol, eucalipto, jabón, encapucharse y encomendarse a Dios y a todos los santos, cada que se da dos pasos, son hábitos adquiridos en el último cuatrimestre; medidas preventivas para resistir la furia del virus chino que ha coronado de muerte a cerca de un millón de personas, paralizado el planeta, puesto en crisis a los sistemas de salud más avanzados y descalabrado la economía global.

Giovanni Boccaccio en el Decamerón, narra la cuarentena en Florencia durante la peste negra. Azote que asoló Europa y Asia en el Trecento y aniquiló el 60% de la población, tan solo por respirar el mismo aire o por rascarse las picaduras de las pulgas que infectaban a las ratas. Entonces, igual que hoy, se aconsejaba mantenerse positivo, reconfortarse atesorando los afectos y vínculos familiares, aunque resulta difícil ser positivo cuando se teme el abrazo de la muerte, la dificultad al acceso a cuidados médicos en sistemas sanitarios desheredados y se sale a ganar el pan de cada día en una zona de guerra.

La pandemia desnudó la vieja angustia del ser humano acarreada desde su nacimiento: el miedo a la muerte. Gracias a las emociones y a su nivel de autoconciencia, el hombre es el único que puede concebir la muerte y como ser narrativo -que es- necesita explicársela, comprenderla y desentrañar sus misterios. Aristóteles señaló que “Lo más temible es la muerte porque es el fin”. La mayoría de las personas evitamos pensar en la finitud de nuestra existencia porque consterna la soledad e indefensión del ser que llegado el momento se entrega al trance en el que pierde, irremediablemente, lo más preciado que tiene, a sí mismo, y, despojado de todo, enfrenta lo desconocido.

Deslucidos el dinero, los sueños, las metas, cuando la propia respiración depende de una máquina. Invencibilidad y despreocupación se desintegran ante la amenaza que se cargó los paradigmas, la seguridad, la auto estima, el poderío de la raza humana y, en una especie de ensayo general del apocalipsis, nos muestra por una rendija lo que nos podría esperar. ¿Cómo pudimos olvidar que somos solo seres mortales y que un cuerpo microscópico podría acabar con nosotros? ¿Cómo, enceguecidos por la ambición, nos encaramamos en el carro del “Triunfo de la muerte”? Endiosados y cínicos. ¿En qué momento creímos que el dinero podía ganarle a una tormenta de citoquina o a la depredación despiadada de los recursos del planeta?

No me cabe duda que pronto la vacuna contra el Coronavirus estará en nuestro cuerpo ya que la vida se aferra a sí misma con obstinación, la capacidad del humano para sobrevivir y sobreponerse a la adversidad es inagotable. Por otra parte, queda claro que la lección que nos deja el virus es tremenda y que si queremos conservar nuestro paraíso, como lo conocemos, debemos dar un giro de timón. ¿Qué haremos cuando no haya plan B y el tiempo se acabe?