La literatura y el mundo editorial han empezado a competir con la abogacía, la medicina y la policía en la programación de los canales y las plataformas. Me pregunto si no será un autorretrato colectivo —detrás de todo siempre hay alguien que escribe un guion— y la anatomía de nuestra caída.
Anatomía de una caída, de Justine Triet, ha sido la inesperada película de estos dos años (2023 en festivales y cines europeos; 2024 en las pequeñas pantallas de todo el mundo). La muerte inesperada de un hombre en su propia casa plantea tres preguntas: ¿suicidio?, ¿accidente?, ¿asesinato? Su mujer podría ser la respuesta a la tercera. La mayoría de los espectadores estamos de acuerdo en que el clímax llega cuando descubrimos que existen grabaciones de las discusiones de la pareja protagonista. La mejor escena de esta película de juicio es una conversación sobre la envidia, la convivencia y los celos entre dos escritores en la cocina de su casa. Ella ha conseguido dedicarse en serio a la literatura. Y ha destacado. Pero ha perdido su país. Él la ha arrastrado al pueblo montañoso de su infancia, pero ha sido incapaz de escribir de verdad y vive corroído por la frustración.
Infinity pool, de Brandon Cronenberg, no ha gozado de tanta repercusión y consenso, pero a mi juicio es la auténtica gran película del año pasado, porque su narrativa y su estética son más arriesgadas y contemporáneas que las de Anatomía de una caída, una excelente obra que podría haber sido filmada hace cincuenta años. La piscina infinita es al mismo tiempo una realidad y una metáfora: la ficción ocurre en un hotel de lujo, situado en un país donde es posible generar réplicas idénticas de seres humanos para que sean castigadas por el crimen que cometió el original. La piscina sin orillas es al mismo tiempo un símbolo del privilegio material y del privilegio moral.
El protagonista, que cae en el vértigo de los clones y su impunidad, es también escritor, como la pareja de la película francesa. Está bloqueado e intuye que en su aventura extrema podrá encontrar material para su próximo libro. Es increíble la cantidad de escritores y escritoras que habitan en las ficciones del siglo XXI como protagonistas. Es difícil encontrarlos en el canon literario de los siglos pasados, donde son más bien personajes secundarios, que observan y anotan y transcriben. Pero la posmodernidad (Nabokov, Handke, Modiano, Ernaux, Vila-Matas, Bolaño, Knausgård, Fresán) los empezó a situar en el centro de la trama. También en el cine: Woody Allen; Basic Instinct; la trilogía Before, de Richard Linklater; La gran belleza. En nuestra época se han vuelto protagónicos en las páginas y las pantallas.
No hay más que ver la cantidad de novelas sentimentales con un personaje principal que escribe. Y de libros sobre librerías. Las series de televisión no son ajenas al fenómeno. Desde la Carrie Bradshaw de Sex and the City o el Hank Moody de Californication hasta los escritores y escritoras seductores o psicópatas, académicos o contraculturales, de los últimos años, está claro que hay una sobrerrepresentación de la figura en la ficción contemporánea. La literatura y el mundo editorial han empezado a competir con la abogacía, la medicina y la policía en la programación de los canales y las plataformas. Me pregunto si no será un autorretrato colectivo —detrás de todo siempre hay alguien que escribe un guion— y la anatomía de nuestra caída.
Ripley, la inesperada joya de Steven Zaillian, nos da una pista al respecto. El personaje de Patricia Highsmith se dedica al timo, la estafa, la falsificación. En Nueva York es un superviviente. Pero en Italia descubre que hay compatriotas entregados al dolce far niente. Dickie Greenleaf y Marge Sherwood se pasan la vida comiendo y bebiendo, paseando y viajando, durmiendo largas siestas en la playa. Él pinta. Ella escribe. Y Tom Ripley se obsesiona con cambiar de estatus. Para que él ascienda hacia el ocio, ellos deberán descender hacia la muerte o el duelo. Gracias a que se adueñará de su caligrafía y su máquina de escribir, de su escritura, podrá usurpar la identidad de Greenleaf y vivir en su piscina infinita. No es casual que, en el último minuto de la miniserie, es decir, en la frontera del spoiler, lo desenmascare precisamente un libro. Los que escribimos creemos en el poder de nuestro oficio, pero me pregunto si, al narrarlo excesivamente, al volverlo central, no nos estamos despidiendo en realidad de su relevancia, de su influencia, de su centralidad. Ripley ha sido un triunfo absoluto del arte televisivo, pero, en términos de audiencia, Netflix lo ha considerado un fracaso.