Publican el texto completo del juicio contra Oscar Wilde por ser homosexual

Clarín
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Foto: Editorial Lumen

“Los procesos de Oscar Wilde” retoma la causa contra el escritor, que fue declarado culpable de conducta indecente y sodomía, y condenado a dos años de prisión y trabajos forzados. Fue en 1895.

Fragmento

Un hombre de cuarenta y un años está sentado durante horas en una estación de Londres, esperando el ferrocarril que lo llevará a la prisión de Wandsworth. Tiene las manos esposadas y viste el grotesco uniforme de los penados. Una chusma mórbida se divierte insultándolo, escupiéndolo. De la cárcel de Wandsworth lo trasladan a la de Reading. Su identidad, durante dos años en que sus uñas se quiebran y sus dedos sangran en la torpe tarea impuesta por la condena que soporta, se fija así: C.3.3.

Es Oscar Fingel O’Flahertie Wills Wilde. El 3 de ene-ro de 1895 triunfaba en el Haymarket Theater con su obra Un marido ideal. El 6 de abril, a raíz de su arresto, se suspenden allí las representaciones. El Criterion Theater la repone durante catorce días. El escándalo del proceso desanima a los empresarios. La importancia de llamarse Ernesto, estrenada el 14 de febrero, es retirada de cartel el 8 de mayo. No iba a ser repuesta en el mismo teatro, el Saint James, hasta dos años después de la muerte de Oscar Wilde, en París.

Del brillante poeta, novelista y dramaturgo Wilde al C.3.3 de Reading, está la tensa iniquidad de un proceso.

Únicamente por rachas fragmentarias incluidas en las citas de sus biógrafos, se conocía la tempestad de hipócrita mojigatería desatada por la burocracia judicial victoriana. Paseando por Charing Cross, en una vieja colección de revistas dedicadas al fuero criminal, encontré la letra viva, día por día, de ese proceso tantas veces aludido. Lo traduje, sin soslayar una sola frase, sin abreviar una sola de las heladas fórmulas donde se coagulan cosas que tienen que ver con el más íntimo, con el más lacerado latido del ser humano. Su desnudo dramático valor testimonial resulta incomparable. Llegamos sin aliento al instante en que un juez pomposo, hueco, cruel, pronuncia su sentencia con ese fraseo sin piedad, que ya anuncia toda la atroz dimensión de la justicia en su primaria insultante vindicta.

El juez engolado está macerando al hombre que cuatro años antes, en el prefacio de El retrato de Dorian Gray, había proclamado leyes estéticas perdurables, afirmando que no existe una cosa tal como un libro moral o inmoral, sino que los libros están bien o mal escritos, dándoles un escudo a los que después de él lucharon con la estupidez infinita de la censura. No hay en la gente que ese juez sintetiza un pequeño atisbo que los haga suponer que se encuentran frente a un neurótico o a un individuo diferente o a la víctima de una enfermedad extraña, algo para investigar o empeñarse en curar. La única reacción es pensar en un castigo. El corto camino personal o social que llevaba al fondo de los pozos colmados de serpientes venenosas a todos aquellos endemoniados que hoy trata la psiquiatría y el psicoanálisis. Tampoco piensan ni por un instante en la proporción entre el delito y la pena impuesta. Han desenterrado una vieja ley para sumir a Oscar Wilde en la ignominia y lo único que lamentan —fariseos de dudosa virilidad, exhibiendo el virtuoso relumbrón de sus filacterias— es la benignidad de esa ley.

“Los elegidos son aquellos para quienes las cosas bellas significan solo belleza”, había dicho Wilde, durante la primavera de 1884, cuando iba a visitar a su amigo el pintor Basil Hallward. Posaba para el artista un joven de tal belleza que era conocido por el mote de Radiante Juventud. Con pena, le dijo a Hallward:

—Es una lástima que una criatura tan maravillosa llegue alguna vez a envejecer.

En Wilde, normalmente casado y con hijos, empezaba a adquirir fuertes caracteres la lucha interior entre el ángel y la bestia, a la que ninguno de los que llamó Sófocles seres efímeros puede escapar. Lo malo es que se dejó arrastrar por una corriente intoxicante de salones brillantes, hombres y mujeres refinadas, drogas y alcohol, anegando en parte las posibilidades de un talento magnífico. Aunque rayando con su última obra teatral, La importancia de llamarse Ernesto, a la altura de Sheridan y Congreve, no es Oscar Wilde, sino C.3.3 el que produce las más grandes obras: La balada de la cárcel de Reading y De profundis, según tituló su amigo Ross al manuscrito que contiene su estremecedora confesión final. La venganza de una socie-dad temblorosa ante la perspectiva de que se evidenciaran sus multiplicados vicios secretos no pudo, en definitiva, cumplirse. En la cárcel de Reading se extinguió el dandy, cuya conversación llegaba a superar una burla atroz, con la acentuación de lo que la cárcel, hostigando su sensibilidad, torturando su mente, se proponía corregir. Es memorable el instante en que otro homosexual, Claude de Lorrain, contesta a su saludo diciéndole:

—Yo no soy su amigo.

Melancólicamente, responde Wilde:

—Es cierto. Los hombres como usted y yo no podemos tener amigos, sino amantes.

El castigo se prolonga. André Gide, que hiciera en Corydon una caprichosa defensa de la homosexualidad que jamás se permitió el depurado esteticismo de Wilde, confiesa que cuando se encontraba con él trataba de evitarlo, sobre todo en París. Sus hijos son autorizados a usar el apellido materno; él mismo, durante su residencia en el norte de Francia, cambia su nombre, y el que desató el proceso, el bello y luciferino Alfred, más tarde lord Douglas, le ocasiona un disgusto tras otro. Parece haber olvidado que incitó a Wilde a entablarle juicio a su padre, el marqués de Queens-berry, por haberle dejado en su club una tarjeta sin sobre en la que escribió: “A Oscar Wilde que alardea de sodomita”. El marqués de Queensberry, muy relacionado en los bajos fondos londinenses, por ocuparse del boxeo, en ese tiempo un deporte que los nobles ingleses no distinguían demasiado de la riña de gallos o las feroces peleas de bulldogs, contraatacó, extrayendo sus testimonios de la hez de la canalla, donde reclutaba a la gran mayoría de sus boxeadores. Sin duda, un homosexual en potencia, que afectaba una extrema hombría rayana en la brutalidad, odiaba a Wilde tanto como su hijo Alfred lo odiaba a él. Sabía que Wilde no deja-ría que el muchacho fuera implicado en el proceso. Y no paró hasta obtener su mezquino triunfo. De pronto, el estilista de los cuentos, que como un constante fuego de artificio hacía del ingenio una especie de juego de suprema inocencia o más allá del fácil melodramatismo argumental de algunas de sus comedias creaba el renovado y profundo goce de la paradoja o mostraba una concepción nueva de la estética en Intenciones, se vio constreñido en la soledad central de una cárcel del sur de Inglaterra a escribir unas cuartillas (cuando se lo permitieron, después de muchas imploraciones) que su guardián no sabía de qué trataban:

—Nunca se me ocurrió preguntarle —manifestó después de la muerte de Wilde—. Mientras estuvo en prisión, escribía y escribía…

En las estrofas últimas de La balada de la cárcel de Reading está todo dicho con una desgarradora serenidad. “Devorado por su ardiente mortaja de cal viva, hasta que Cristo llame a los muertos, yace en silencio el hombre que fue ejecutado por matar aquello que amaba. Todos los hombres —continuaba el Wilde que se hizo C.3.3 para escribir los versos inmortales— matan a lo que aman. Algunos lo hacen con una mirada amarga, otros con una palabra encantadora, el cobarde con un beso y el hombre valiente con una espada”. Oscar Wilde amaba hasta el delirio al Oscar Wilde joven, brillante, ávido ante todos los alimentos terrestres. Cuando comenzaba a pasar, tuvo que matarlo. Se valió de los otros. De los que, para su eterna vergüenza, lo situaron en lo más espeso del desprecio y el insulto. De cómo sucedió esto, hablan, horrible, minuciosamente, las páginas que siguen.

*Fragmento del libro Los procesos de Oscar Wilde.

​El texto fue traducido por Ulyses Petit de Murat luego del hallazgo de la transcripción del juicio, tal como lo relata su nieta Claudia Aboaf en el prólogo. La escritora lo puso en circulación como un aporte a la discusión acerca de la cancelación.