En dos décadas estos medios de información y entretenimiento han crecido hasta convertirse en un hábito cotidiano, un modelo de modelos, un negocio multimillonario.
“El feminismo busca la esclavitud humana”, dice Hannah Faulkner, una de las protagonistas del documental Las mujeres de la ultraderecha (BBC), en el que la joven periodista Layla Wright viaja por Estados Unidos para entender el auge de votantes de Trump con ideas más radicales que las del nuevo presidente, entrevistando a sus representantes más activas en redes sociales. Faulkner es una de las 410 influencers que participan en el festival del movimiento ultraconservador Turning Point. 410 personas que alientan en TikTok o YouTube manifestaciones contra los derechos trans, que las mujeres se queden casa con los hijos o la censura de libros en bibliotecas públicas. Una de ellas es la afroamericana Candance Owens, que suma cinco millones y medio de seguidores en Instagram y afirma que el Black Lives Matter fue pura anarquía y que “el supremacismo blanco no es el problema que está dañando la América negra”.
Javier Milei ha dicho que el asalto de sus partidarios a las redes sociales fue su Sierra Maestra (en alusión al lugar donde Fidel Castro lideró el levantamiento guerrillero en Cuba). Lo que le permitió llegar al poder en Argentina. Pero la influencia no se limita a la política. La cirugía estética no deja de crecer porque cada vez son más jóvenes sus clientes, que quieren para su piel el efecto que los filtros hacen en sus fotos. Los museos se diseñan con una zona para selfies. La cultura entera se piensa en términos de viralidad. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La respuesta ocupa ya dos décadas.
El primer video que se publicó en YouTube, el 23 de abril de 2005, mostraba unos elefantes en el zoológico de San Diego. Durante ese año y el siguiente empezaron a proliferar los videos de cómicos y otras personas que eran capaces de destacar en el nuevo ecosistema. En 2007 la plataforma empezó a pagar a los que atraían más audiencia, más publicidad. Fue el espacio donde explotó la generación millennial (que nació en los 90), a uno u otro lado de la pantalla. Ahora esa generación ya pasa de los 30 años y se somete a cirugías de rejuvenecimiento; y las siguientes, la Z y la Alpha, nacidas ya en el siglo XXI, han crecido en un mundo atravesado tanto por YouTube como por Facebook, que se creó en 2004, se consolidó en Estados Unidos en 2005 y al año siguiente empezó a convertirse en un fenómeno global. En veinte años, esas redes sociales y las que vinieron después han crecido hasta convertirse en un hábito cotidiano, un modelo de modelos, un negocio multimillonario, una estructura paralela a la realidad.
“Las redes sociales han sido un formidable dispositivo socio-técnico para la exploración y creación de nuevos lenguajes y formas expresivas”, afirma el investigador Jaron Rowan, que acaba de publicar Manual para quemar el Liceo . Manifiesto por una cultura ecológica (Traficantes de Sueños). Y añade: “En estos espacios digitales se han gestado memes, gifs, emojis, zascas y flames , dando pie a formas inventivas de comunicación, también a nuevas expresiones de género, impulsando disidencias sexuales y alternativas menos convencionales de habitar el binomio sexo-género”. Fue un refugio natural para comunidades minoritarias y disidentes que ya existían. Pero también fue “el caldo de cultivo para la cultura troll, el auge de la cultura incel y la consolidación de discursos reaccionarios y de insulto y cancelación”.
Ambos polos se atraen y se complementan, como muestra el documental La red antisocial: de los memes al caos (Netflix), de Giorgio Angelini y Arthur Jones. En forma de cronología muestra cómo el sitio japonés 2channel, creado en 1999, inspiró cuatro años más tarde el foro 4chan, donde desde el anonimato surgieron tanto memes virales como, en 2006, el movimiento Anonymous. Los frikis y los hackers pusieron en movimiento unas fuerzas que primero se volvieron corporativas, en los servicios de autopublicación de Mark Zuckerberg o de Jeff Bezos, y hacia 2015 pasaron a ser parte de la ingeniería social, con la operación secreta de Christopher Wylie y Cambridge Analytica para favorecer el primer triunfo de Donald Trump, que ha tenido una segunda fase en el plan a vista de todos de Elon Musk para que X ayudara a su reelección. La red antisocial acaba con el asalto al Capitolio de 2021, cuando las más estrafalarias teorías de la conspiración llevaron a miles de personas a vivir en carne y hueso una fantasía pixelada.
En estos momentos, según Rowan, “la creencia en el poder liberador o emancipatorio de las redes está de caída y la certeza de que hay que poner orden en los entornos digitales es cada vez mayor”. Tres libros recientes abundan en esa idea. Las redes son nuestras (Consonni), de la activista Marta G. Franco, denuncia el robo de Internet por parte de las corporaciones y reivindica las redes sociales como un espacio para compartir y aprender. Digitalización democrática. Soberanía digital para las personas (Rayo Verde), de la experta en tecnopolítica Simona Levi, que propone estrategias para que el espacio cibernético deje de ser una gran maquinaria de extracción de datos y de lucro corporativo. Y, por último, Jonathan Haidt ha bautizado como La generación ansiosa (Deusto) a los jóvenes que han crecido con un teléfono móvil desde la preadolescencia y que tienen muchas más probabilidades de sufrir ansiedad o depresión que sus mayores. Por eso no extraña que Australia prohíba el uso de las redes sociales a los menores de 16 años.
Si Rosalía recomienda libros en el segundo plano de sus fotos, como quien propone la resolución de un misterio, Dua Lipa los enseña a cámara y se ha convertido en la influencer literaria de moda. En agosto invitó a la escritora española Alana S. Portero a su podcast y en diciembre incluyó Chilco (Seix Barral), de la chilena Daniela Catrileo, en su club de lectura. En España es en la divulgación científica, arquitectónica y musical donde encontramos los mayores influencers culturales: José Luis Crespo, Javier Santaolalla, Alba Moreno, Ter y Jaime Altozano han creado estilos propios y llegan a millones de personas con su conocimiento diagonal y su capacidad para comunicarlo.
La gran figura pública creada por las redes sociales ha sido la del influencer . Tanto es así que ya existe una serie de true crime sobre ellos: Asesinatos en las redes sociales , que explora el lado más violento y oscuro de la fama digital. Aunque Cristiano Ronaldo, Leo Messi, Selena Gómez o Kim Kardashian sumen más fans, Taylor Swift es la que influye a más niveles. Tiene 127 millones de seguidores en Spotify. Y aura de chamana.
Según la ensayista Marisol Salanova, responsable de la edición en español de Taylor Swift: En primera persona ( Libros del Kultrum) el secreto de su éxito es que “cuando ella habla en sus redes cada fan siente que le dirige el mensaje personalmente”, además “sus seguidores interactúan mucho entre sí, generando una especie de hermandad inquebrantable”. Ese sentimiento trasciende el entorno digital. Cuando se cancelaron sus conciertos en Viena por amenazas, prosigue la autora de La crítica de arte en la actualidad (Akal): “lejos de frenar a la comunidad swiftie, se dieron convocatorias espontáneas por redes sociales para quedar y cantar sus canciones en distintos puntos de la ciudad, se vivió un fin de semana de celebración como si fuera un concierto extendido, pero sin la presencia física de la artista”.
Los seguidores de una cantante pop son quienes salvan al chico secuestrado por El Carnicero en La trampa , la nueva película de M. Night Shyamalan. “Los fans son como miles inspectores de Hacienda por todo el mundo”, dice un personaje de la serie Celeste (Movistar+), en alusión a la obsesión de los seguidores por documentar todos los movimientos de sus ídolos (gracias a ellos Hacienda podrá demostrar que la protagonista, inspirada en Shakira, pasó el mínimo de días en España que le obligan a pagar aquí sus impuestos).
Esa energía obsesiva o salvífica, fiscalizadora o constructiva, de consumo y de aprendizaje, que cancela y que impulsa, cada vez con más sombras que luces, nutre un poderosísimo circuito de energía que recorre el mundo. Las redes sociales crean una ficción cuyo sentido último es convertirse en realidad. Nadie podía imaginarlo hace veinte años en el zoológico de San Diego, cuando el tecnólogo Jawed Karim subió el primer video de YouTube, en el que dijo: “Bueno, estamos delante de unos elefantes. Lo mejor es que tienen unas grandes, grandes, grandes trompas. Y no hay mucho más que decir”.