el mundo mundial: La realidad se cansó de tanta broma

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Foto: Roman Kruchinin/Agence France-Presse — Getty Images

Alguna vez la realidad debía empezar a adecuarse a los prejuicios. Hasta ahora, en este Mundial, la realidad se pareció muy poco a lo que preveíamos, se nos puso rebelde. Pero hoy estaba cansada y se dejó ganar.

Se suponía que las diferencias entre España e Irán serían extremas y los iraníes se lo creyeron y el viejo Freud se reía en un rincón murmurando sobre la profecía autocumplida. Porque los once iraníes se encerraron en su área y no salían. Entonces los españoles se dedicaron a darse mil y un pases, un gigantesco tikitaka, en pro de su muy noble voluntad de entrar al arco contrario con la pelota entre las piernas.

No era fácil, no les sucedía. Durante todo el primer tiempo el guion se repitió sin mengua: siete u ocho iraníes atrincherados en su área y diez españoles pasándose la bola en sus inmediaciones, con alguna penetración de Isco -un jugador bastante extraordinario- o de Iniesta -un señor tan fino y elegante-, alguna filigrana de David Silva -el armador discreto- y alguna arremetida de Diego Costa o Sergio Ramos -los grandotes del barrio-.

Pero la pelota no se dignaba entrar: ni siquiera se acercaba al arco y los iraníes parecían satisfechos. Era desesperante. Dos equipos decididos a seguir haciendo lo mismo todo el tiempo, con los mismos resultados: nada. Así que el partido se volvió, como se dice en español de aquí, un coñazo.

Entonces empecé a preguntarme cómo podría solucionarse este formato que se viene repitiendo tanto en esta Copa, donde uno no quiere y el otro no puede y todo se embadurna. Imaginaba cosas: por ejemplo, que habría que encontrar la forma de que los partidos de un Mundial no solo puedan decidirse por knockout sino también por puntos. O sea: que si en la cancha no se sacan diferencia, si terminan 0 a 0 o 1 a 1, otras cuestiones los decidan.

Una opción sería que hubiera, digamos, un Comité Internacional de Sabios que estableciera un sistema de premios y castigos para los países participantes, que los obligara a buscarse la vida.

Se me ocurrían ejemplos: que un país con pena de muerte pierde dos puntos; un país paraíso fiscal pierde uno y medio; un país que mata muchos periodistas pierde tres; uno con presidentes presos pierde dos puntos por cabeza; uno con miembro de familia real preso quizá pierde medio -pero se discute-; más de 20 por ciento anual de inflación pierde tres cuartos; más de 25 por ciento de pobres pierde seis; decapitaciones habituales tipo Arabia Saudita pierden cuatro puntos; fabricación de armas pierde tres; prohibición de mujeres en los estadios, como Irán, pierden punto y medio; más de un tercio de votantes fascistas pierde catorce puntos; rechazo de refugiados pierde dos y medio; monarquía efectiva pierde tres; monarquía constitucional uno y tres cuartos. Y habría que discutir si, junto con las pérdidas, se establece también un mecanismo de ganancias: como que un Estado completamente laico como el uruguayo gana un punto, o salud pública universal y buena gana seis.

Y todo el arte, por supuesto, está en que nadie conozca de antemano los premios y castigos sino desvelarlos después de cada partido, así ningún equipo puede especular con ellos y los dos tienen que tratar de ganar a toda costa para no llegar hasta esa instancia. Pero si llegan, por fin, no es el fútbol sino la patria entera la que se juega sobre el campo su destino. No sé si es muy viable, pero el partido se había hecho aburridísimo.

Hasta que, a los diez minutos del segundo, un iraní decidió salvar la tarde y acabar con el tedio y la injusticia y rebotó la bola en la rodilla de Diego Costa y derrotó a su arquero. Entonces sus compañeros se dieron cuenta de que estaban perdiendo y se lanzaron a jugar, y casi lo consiguen. O, mejor dicho: creyeron que lo habían conseguido cuando la pelota entró, bastante cómoda, en el arco español y todos lo gritaron como locos.

Iban quince minutos y una docena de iraníes saltaban y festejaban, tanto que no se enteraron de que el árbitro pidió que se calmaran. Pero alguien los buscó, los desabrazó, les dijo que ese gol podía no serlo; los iraníes interrumpieron el festejo, esperaron nerviosos. Si algo distinguía -hasta ahora- al fútbol era que todo sucedía en tiempo más o menos real y ante la vista de todos. El árbitro tenía una opinión y la imponía, pero todos veíamos lo que estaba pasando. En cambio ahora, 22 jugadores y cuántos millones de personas esperamos a que alguien, en un cuarto lejano y oscuro, dijera si ese gol existe o ha existido. El VAR, al fin, dijo que no.

Y el partido se estiró un rato más, sin grandes aspavientos. España ya tenía lo que quería y prefirió guardarse la pelota, mientras Irán ahora intentaba con bastante arrebato lo que un poco antes le parecía imposible o, si acaso, indeseable. No empató de milagro.

Así que ganó España y completó un día tremendo de Cruzada: cuatro equipos más o menos occidentales y cristianos derrotaron a cuatro equipos oficialmente musulmanes. Vencieron, además, los cuatro equipos predecibles: se ve que la realidad se cansó de tanta broma.

Entre ellos, Uruguay le ganó 1 a 0 a Arabia y se clasificó. A los argentinos nos gusta que nos guste ver ganar a Uruguay: nos hace sentir buenos, generosos, tremendamente rioplatenses. Hoy otra vez lo celebramos. Dos equipos ya entraron en octavos: son el más chico y el más grande del Mundial, el organizador de la primera Copa y de la última, Uruguay y Rusia. Los demás, en el medio, temblequean de susto: nada está decidido. Mañana, sin ir más lejos, Messi y su banda se juegan casi todo. La Argentina tirita, y lo peor es que nos acostumbramos.