El perdón fácil, un refugio para algunos deportistas
En 1995, Estados Unidos presenció azorado la absolución judicial de O.J. Simpson -ídolo del fútbol americano, celebridad del cine y la TV- de los asesinatos de su expareja, Nicole Brown, y del amigo de esta, Ronald Goldman. Años después Simpson fue condenado, esta vez en un proceso civil, a pagar una indemnización de 33,5 millones de dólares a las familias de ambas víctimas, y hoy cumple 33 años de cárcel por secuestro y asalto a mano armada en un caso de 2007.
Pero, en 1995, no toda la población estadounidense estaba indignada por el fallo absolutorio. “Nada en nuestra cultura”, escribió entonces el periodista Tony Korneisher, “se perdona tan fácilmente como el deporte, no importa qué hayas hecho”.
Casi diez años después, algo similar se vivió en Sudáfrica cuando el atleta paralímpico Oscar Pistorius inicialmente recibió una condena leve por homicidio culposo -luego rectificada a homicidio doloso- tras asesinar su pareja, Reeva Steenkamp. Héroe en su país, modelo de superación porque de niño sufrió la doble amputación de sus piernas, Pistorius reventó a balazos el cerebro de Steenkamp tras una pelea doméstica. Un primer fallo creyó su versión de que había disparado al confundirla con un ladrón. Buena parte de Sudáfrica se indignó. De “Blade Runner”, su apodo en tiempos de éxitos, Pistorius pasó a ser “Blade Gunner”.
Igual que con O.J. Simpson, la muerte desnudó toda una serie de episodios de violencia que la policía y la prensa habían omitido antes, cuando esos deportistas gozaban de más protección o, al menos, de menor atención a lo que hacían fuera de las canchas. Fueron casos similares de grandes ídolos deportivos cuya fama parecía ser garantía de impunidad. Recuerdo un gran título sobre el tema: “O.J. Pistorius”.
Leo Messi no mató absolutamente a nadie.
Pero hasta en su propio país, el perdón que recibió recientemente de la FIFA fue comparado en el diario Perfil con una polémica sentencia de la corte suprema que permitiría reducir las condenas y dejar libres a varios de los peores torturadores y asesinos de la sangrienta dictadura militar que gobernó de 1976 a 1983.
Messi fue comparado en una caricatura de Perfil con Alfredo Astiz, un capitán apodado “El ángel de la muerte”, condenado a prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad. La comparación causó indignación, claro. Pero fue una muestra de que hasta en Argentina el perdón de la FIFA a Messi fue interpretado como una muestra de impunidad; de que la FIFA, en nombre del negocio, no podía darse el lujo de dejar afuera del próximo Mundial de Rusia 2018 al crack argentino.
En rigor, el caso Messi fue extraño de principio a fin. El 23 de marzo pasado, Argentina ganaba de manera sufrida 1-0 a Chile en Buenos Aires y Messi, aparentemente frustrado porque el equipo jugaba mal, insultó dos veces de modo violento y visible a los asistentes de línea. Los diarios argentinos publicaron el detalle de la secuencia. Dijeron que fue raro ver así a Messi, un jugador habitualmente correcto. Y que fue más raro aún que los árbitros no lo sancionaran ni denunciaran.
Un oficial de la Conmebol sí elevó la denuncia. La Comisión Disciplinaria de la FIFA actuó de oficio y lo suspendió por cuatro fechas. Fue un balde de agua fría para Argentina. La selección albiceleste, finalista en el último Mundial de Brasil 2016 y número dos del ranking de la FIFA, debía afrontar sin su as de espadas el último tramo de la clasificación sudamericana, en la que marcha en un inesperado quinto puesto y, por ahora, sin boleto directo a Rusia. Finalmente, la Comisión de Apelaciones de la propia FIFA decidió que la sanción había sido mal aplicada y rehabilitó a Messi tras cumplir apenas una fecha de suspensión. “La justicia debe ser igual para todos”, protestó el jugador chileno Arturo Vidal. “Incoherencia total”, agregó Diego Maradona.
Justamente el otro gran crack de la selección argentina, héroe del Mundial de México 1986, vivió en su tiempo los pros y también los contras de la fama. Maradona, que estaba retirado, volvió a las canchas para ayudar a su selección a clasificarse al Mundial de Estados Unidos 1994. En el partido de repechaje ante Australia, confesó tiempo después el propio Maradona, no tuvo control antidopaje. Maradona sí fue controlado ya en pleno Mundial. Dio positivo y fue echado de la copa.
El fútbol argentino siempre lo interpretó como una conspiración en contra de su ídolo, que hoy ya está reconciliado con la nueva FIFA de Gianni Infantino, el nuevo presidente suizo criticado en estos días porque parece copiar cada vez más las prácticas polémicas de Sepp Blatter, su predecesor defenestrado.
En 2010, a Maradona le fue permitido ser técnico de Argentina en la Copa Mundial de Sudáfrica sin siquiera tener título habilitante. ¿Y cómo no recordar al pobre árbitro colombiano Guillermo Velásquez que en 1969 osó expulsar a Pelé en un partido amistoso en Bogotá y, ante la furia de la multitud y desesperación de los organizadores, debió reintegrar al crack e irse él mismo de la cancha?
En la actualidad, los intereses son mucho mayores. El deporte, es cierto, es demasiado negocio para ser solo deporte. Pero también, como escribió una vez un periodista estadounidense, “es demasiado deporte para ser solo negocio”. Una mezcla de circo y de templo.
Algunos sectores pretenden verlo como el único escenario puro en un mundo impuro. Le exigen al ídolo un comportamiento modelo. “Be like Tiger”, pedía el comercial de Nike sobre Tiger Woods, el golfista perfecto, hasta que estalló su historial de infidelidades matrimoniales.
Allí está también el célebre caso de Lance Armstrong. El ciclista que sobrevivió al cáncer y ganó siete Tours de Francia. Había sospechas por sus records de hazaña, pero sólo interesaba vender su épica. Eso sí, cuando la mentira quedó al descubierto, abandonamos la épica y pasamos a hablar de ética.