Los Mundiales, la muestra del poder de la FIFA
De repente, la transmisión en vivo de la propia FIFA abandona las imágenes del sorteo de la sede del Mundial 2026. La pantalla pasa a informar el insólito despido del técnico Julen Lopetegui a solo 48 horas del debut de España en Rusia 2018. También buena parte de los periodistas presentes en la sala del Expocenter de Moscú deja de prestar atención aun cuando es inminente la votación que, ya sabemos, terminó concediendo el Mundial 2026 a Estados Unidos, México y Canadá.
“¿Quién es el que está hablando ahora?”, pregunta un periodista detrás de mi asiento. “No sé, España ha echado a Lopetegui”, le responde otro, con la vista puesta en su móvil. A metros de él, en el escenario, el presidente suizo de la FIFA, Gianni Infantino, se apresta a anunciar el inicio de la votación. Casi no importa. Ya todos sabíamos que la postulación liderada por Estados Unidos ganaría fácil a Marruecos. Hasta deja de importar la presencia del presidente ruso Vladimir Putin, uno de los máximos líderes de la política mundial. ¿Quién había provocado ese caos que le quitó a la FIFA su monopolio como dueño del gran juguete que desde el jueves paraliza a buena parte de la humanidad?
Se trata de Florentino Pérez, todopoderoso presidente del Real Madrid, el club más importante del mundo, trece veces ganador y tricampeón flamante de la Liga de Campeones. Ingeniero, cabeza de ACS (principal empresa constructora de España), Pérez carece de modales de nuevo rico, pero ejerce como pocos el poder del dinero.
El escritor mexicano Juan Villoro lo definió una vez como un “comprador serial”. En 2000 desembarcó por primera vez en Real Madrid quitándole a Barcelona a su jugador estrella, Luis Figo. Le siguieron Zinedine Zidane, Ronaldo y David Beckham. No dudó en precipitar la salida de José Antonio Camacho cuando en 2004 el DT se opuso a incluir a Beckham como titular, como supuestamente lo pedía un contrato con Adidas. También echó al exjugador y director deportivo Jorge Valdano. Se dio cuenta de que el fútbol era “un negocio demasiado importante como para dejarlo en manos de los futboleros”, como dice el libro Prepárense para perder, escrito por el periodista Diego Torres, uno de los pocos que osaron criticarlo. La tabla de Forbes era más importante que la de La Liga. Disney valía más que el juego.
En su segunda etapa como presidente de Real Madrid, Pérez repitió otra constelación de cracs liderada por Cristiano Ronaldo. La última parte se vio fortalecida por su exitosa decisión de convocar a un DT absolutamente inexperto como Zidane, que, sin embargo, le renunció inesperadamente semanas atrás, apenas después de ganar la Liga de Campeones. Pérez, “un ser superior”, como lo definió alguna vez su vicepresidente Emilio Butragueño, acaso se sintió, por fin, más decisivo que jugadores y técnicos, más importante que Ronaldo o Zidane. Sin límites, impune e inmune, a 48 horas del debut de la Roja ante Portugal, Pérez anunció que el DT de España era su nuevo técnico para el Real Madrid. La federación española echó a Lopetegui ipso facto, sin siquiera debutar en Rusia 2018.
El fútbol tuvo presidentes de clubes míticos como Santiago Bernabéu en Real Madrid; políticos como Silvio Berlusconi en Milan. Tiene hoy oligarcas rusos como Román Abramóvich en Chelsea; magnates estadounidenses como la familia Glazer en Manchester United; petrodólares de Abu Dhabi en Manchester City y de Catar en París Saint-Germain, y, más reciente, dineros chinos en Inter y Milan. En 1992, los derechos de la Premier League inglesa se vendían por 51 millones de euros al año. Hoy están en 2300, 44 veces más. Al negocio de los clubes, a veces financiero, otras político, siempre necesitado del ruido y la visibilidad del fútbol -y también de su opacidad-, la FIFA le opuso siempre la fiesta más universal de sus Copas Mundiales. Si los clubes son los patrones, la FIFA es la patria. Por eso los Mundiales mantienen su poder de fuego.
Si hubiese podido, Joseph Blatter habría organizado Mundiales cada año. Mundiales de embriones y en Tierra del Fuego. Pero la vanidad le ganó también a él: la inédita doble votación que dio a Rusia y a Catar los Mundiales de 2018 y 2022, y dejó afuera a Estados Unidos e Inglaterra, fue su perdición. Con él, FBI mediante, se fueron diecisiete de los veinticuatro dirigentes que participaron de aquella doble elección fatal de 2010.
Infantino arribó prometiendo una nueva era. Pero el Mundial, vaca lechera de la ONU del fútbol, tiene ahora tres sedes simultáneas. Crecerá a 48 equipos. Su Comité subió a 36 miembros y aumentó los subsidios a cada una de las 210 federaciones que, seguramente, aprobarán de modo masivo su reelección en 2019, con registros que llenarían de envidia al propio Putin. La nueva FIFA ingresó patrocinadores rusos y chinos.
Un miembro sueco le recordó a Infantino en el congreso del miércoles en Moscú que lo único que sigue sin crecer es el apoyo al fútbol femenino. Otro miembro avisó sobre el conflicto político con Israel que perjudica al fútbol en Palestina. Nadie los escuchó. Había que votar la sede de 2026. El resultado favoreció a Estados Unidos, el país que impulsó la investigación por aquella escandalosa doble votación de 2010. La TV de Rusia dejará 3000 millones de dólares; la de Catar, 3500. Estados Unidos prometió ganancias récord para la FIFA de 11.000 millones de dólares.
¿Por qué quiere seguir si el fútbol consume casi su vida?, le preguntó un periodista a Infantino. El suizo le habló de los niños en Haití y en Ruanda. “Se iluminan con un balón. Todavía hay mucho por hacer”, advirtió el presidente de la FIFA.