Jugador único en los campos de fútbol, Pelé dispuso de otro talento diferencial fuera de las canchas: la certeza de su fabuloso valor económico en un deporte que estaba acostumbrado a producir ídolos de masas, oprimidos por leyes esclavistas o extremadamente cicateras. Con 17 años, un imberbe Pelé cautivó a los aficionados en el Mundial de 1958. Dos años antes había firmado su primer contrato por el Santos: 40 dólares al mes, alrededor de 425 dólares actuales o 398 euros al mes. En 1960 firmó un nuevo contrato que reflejó la percepción que Pelé tenía de su indiscutible importancia: 175.000 dólares anuales (1,7 millones hoy en día o 1,6 millones de euros).
Desde que el fútbol abrazó el profesionalismo, los jugadores han cargado con la etiqueta de privilegiados, fama que durante décadas no se correspondía con sus obligaciones laborales, si es que legalmente podían considerarse así. En España, los futbolistas no lograron ingresar en la Seguridad Social hasta 1979, año en el que formalmente se derogó el derecho de retención que los clubes ejercían con sus jugadores, aunque la abolición definitiva de esta norma explotadora no se produjo hasta 1985.
Pelé marcó en solitario un camino que los jugadores han seguido entre presiones, mala prensa y sentencias judiciales favorables a sus intereses laborales. La más expansiva y transformadora fue la sentencia Bosman, proclamada en diciembre de 1995, con la feroz oposición de la UEFA y la FIFA, que posteriormente aprovecharon la libertad global de mercado para transformar el fútbol en la impresionante industria que es ahora.
Pelé hizo fortuna en un momento en el que el sueldo máximo semanal de un jugador inglés era de 20 libras a la semana (830 euros actualmente, o 10.000 euros en su equivalencia anual). En 1961, después de una amenaza de huelga general en el fútbol inglés, Johnny Haynes, centrocampista del Fulham, se erigió en el primer jugador inglés con un contrato semanal de 100 libras (1.900 euros actuales).
Aunque Pelé estuvo sujeto a la férrea observancia del gobierno brasileño, que redactó una ley que le asignaba el carácter de tesoro nacional y, por tanto, no transferible a ningún otro país, su visión empresarial resultó tan eficaz como su magia en el césped. Fundó muy pronto una compañía comercial, que agrupó una amplia variedad de negocios. En el Mundial de México 70, no dudó en romper el pacto firmado por los hermanos Dassler (uno Adidas, otro Puma) y cobrar bajo cuerda 125.000 dólares por una jugada maestra, no con el balón, sino con las botas.
Instantes antes de comenzar el Brasil-Perú, Pelé pidió tiempo al árbitro para atarse bien las botas. Se lo tomó con una calma inaudita, ante la atentísima mirada del realizador televisivo, que se concentró en unas Botas Puma, generosamente remuneradas a Pelé por aquel anuncio no anunciado. Décadas antes de que los futbolistas entendieran que eran el eje básico del negocio, Pelé funcionaba como una marca registrada, una corporación que firmaba contratos millonarios con la Warner para jugar en el Cosmos de Nueva York (siete millones de dólares entre 1975 y 1978, 35 millones de euros actuales), protagonizar películas (Evasión o Victoria), colocarse durante 24 años el logo de Mastercard en la chaqueta y presentarse desde finales de los años 60 como el principal reclamo publicitario de Pepsi Cola en el mundo.
Pelé, que fue ministro de Deportes en los años 90, no olvidó nunca su condición de futbolista, ni los beneficios que podía obtener de su magisterio. Como ministro de Deportes, estableció una ley que liberó al fútbol y a los futbolistas brasileños de un sistema feudalista. Entendió, antes y mejor que todos, el valor supremo del jugador en la industria del espectáculo